Opinión | Tribuna
Publicado en el diario La Opinión de Málaga
15 JUN 2024 7:00
Los ‘septualescentes’ o septuagenarios
Los ‘septualescentes’ conforman el grupo de
los nacidos en torno a los años 50, que en estas fechas andan cumpliendo los
setenta y tantos años… Utilizo, e introduzco, el neologismo ‘septualescentes’,
en lugar de septuagenarios, para remarcar el carácter singular de este segmento
de la población, donde prevalece cierta actitud identificativa con la
adolescencia como forma de abrir su mente a las nuevas tecnologías y su
proyección social. Son, o somos, jóvenes de setenta años. Hemos estado tan
ocupados que no tenemos conciencia de nuestro envejecimiento y nos cuesta
aceptarlo.
Es esa generación que
ya declina y que fue, en parte, el motor de aquella transición que aquí nos
trajo. Los nacidos a mitad del pasado siglo XX, en torno a los 50, fueron
sujetos clave en el proceso de desarrollo y cambio de nuestra sociedad. Yo, ya
septuagenario, viví, sufrí y gocé, según el caso y el momento, ese tránsito que
la generación de los 50 ha realizado.
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Nacidos en la
posguerra, vivieron una infancia difícil, sobre todo los hijos de familias no
agraciadas por el «honor de haber ganado la contienda» (aquella pelea entre
abuelos, según Feijóo) y ser adeptos al régimen y su parafernalia, sumisos al
espíritu del ‘Glorioso Movimiento Nacional’. Fue duro nacer en aquellos pueblos
labriegos de la Andalucía profunda, con unos padres que, tras sufrir los
avatares y miserias de una guerra fratricida, donde forzosamente hubieron de
combatir y/o sufrir las circunstancias, ahora debían luchar, en el día a día,
por sacar un mínimo fruto al campo, que requería un inmenso esfuerzo y el sudor
del labrador, en un mundo donde reinaba la nada.
Aceituneros sumiso más
que altivos, gañanes de arado y mancera en mano tirado por la yunta, segadores
con sudor y cubiertos de incómodo polvo, trilla y aventada de la mies, y un
sinfín de trabajos penosos y escasamente remunerados, para conseguir un poco de
pan, aceite y tocino o alguna otra cosilla para criar a los chavales. Gallinas
de corral, conejos, cerdos que reciclaban en su carne los desperdicios, etc.
Sufridas madres, arrastrándose bajo el olivo o escardando el trigal, que,
luego, una vez cumplida la jornada, tenían en casa otra labor inmensa que hacer
para cubrir las necesidades del hogar, sin ayuda, sin tecnología y, a veces,
incluso, sin agua para lavar la ropa que debían acarrear desde la fuente
pública o acudir al lavadero en un mundo netamente machista.
Eran tiempos de
sufrir. Sufriendo, en este Valle de lágrimas, se ganaba la Gloria; el dolor y
la pobreza abrían sus puertas. El cura, con sus planteamientos anclados en el
nacionalcatolicismo, adoctrinaba y marcaba el camino a seguir, controlando tu
pensamiento a través del confesionario. Enseñaban a la gente que su misión era
la sumisión, y mediante sus homilías de la misa la hacían sumisa, dejando a los
prebostes el derecho a decidir por los demás.
Hubo un momento
crucial para la Iglesia, fue el Concilio Vaticano II con Juan XXIII (yo andaba
en el seminario), donde aflora otro espíritu discordante con el discurso
religioso del clero español. La Teología de la Liberación rompe el esquema y
siembra en aquella juventud la implicación en la justicia social y la lucha
contra la pobreza. Parte de la Iglesia toma partido por el cambio. Los curas
dan la cara, dándose la vuelta en la misa y dejando el latín, y se implican,
hasta aparecer la figura de los curas obreros. El jesuita José Luis Martín
Vigil publica en 1973 ‘Los curas comunistas’, novelando el tema.
En los años sesenta
muchos jóvenes de esa generación dejamos nuestros pueblos blancos, colgados del
barranco, como cantaba Serrat. Había que salir de aquella cárcel para llenar de
esperanza nuestros corazones, para sembrar la ilusión de un proyecto de vida
propio. Fuga masiva a las grandes ciudades, a las zonas industrializadas,
habitando viviendas, en muchos casos, inhóspitas e insalubres y, en otros, con
el solidario hacinamiento familiar. Tiempos difíciles si querías estudiar,
donde había que conjugar el trabajo con los estudios nocturnos.
Empezamos a crecer
ideológicamente, nos cuestionamos todo lo aprendido. Dejamos de creer en lo que
nos habían dicho que teníamos que creer, porque ya no creíamos en quien nos lo
había dicho. Ateísmo, agnosticismo, rechazo a la religión o una nueva alianza
con ella.
Mayo francés en el 68,
la lucha política y sindical, huelgas reivindicativas, manifestaciones,
carreras delante de los grises, golpes, detenciones y palizas en comisaría,
etc. van marcando el paso hacia una transición que lleva a la democracia, a la
integración en Europa, que ya era irrenunciable, imparable, en un
tardofranquismo agonizante.
Mientras, se va
redimiendo España de la miseria con aquellos jóvenes adolescentes que asumieron
compromisos mayores, trabajando con denuedo e ilusión por conseguir un mañana
mejor. Todo fue llegando con grandes sacrificios. La libertad se impuso, la
democracia ganó y la transición nos llevó a un régimen constitucional que
sembró la ilusión. La España rota se fue reconstruyendo, se apilaron viviendas
en bloques inmensos. El barro de las calles de los barrios obreros fue dando
paso a las aceras y al asfalto. La llegada de la democracia, trajo la ilusión
del voto, el placer de introducir por aquel orificio y por primera vez la
papeleta (la Trinca cantaba su canción: Por primera vez, dando un toque de
humor al acto de votar).
Ahora, aquella
generación que cargó sobre sus espaldas la labor de cambiar a España, se apaga.
La Parca nos va diezmando. En cierto sentido, al querer proteger a nuestros
hijos de aquellos avatares tan duros, les hemos hurtado su derecho a conocer
ese pasado y no pueden extraer las enseñanzas que se requiere para no tener que
repetirlo. Con lo que está cayendo se empieza a sospechar que pudieran volver,
de la inconsciente mano de populismos, aquellos viejos tiempos.
Nosotros, los
‘septualescentes’, que empezamos a trabajar con 16 años, que hemos hecho un
enorme esfuerzo por mantenernos al día en todo, que hemos saltado de una España
cuasi analfabeta a otra docta, con la juventud mejor preparada, vemos con
tristeza cómo se diluye el resultado de tan probo esfuerzo. La democracia, la
soberanía popular, la solidaridad humanista que nos guio, la libertad en su
real concepto… todo aquello, que tanto nos costó, corre peligro. Vuelven viejos
cantos de sirena para atrapar emocionalmente al descontento en proyectos
suicidas bajo la alienación, el gregarismo y la sumisión al líder. Vuelve el
odio, la vehemencia, el insulto, la imposición, el rechazo al diferente, la
idea de un liberalismo de motosierra al que ya llaman ‘anarcoliberalismo’; un
espacio para el darwinismo social: ‘el pez grande se come al chico’. Aflora el
individualismo que se antepone a todo lo demás, pasando de: ‘lo mejor y lo
primero para mi compañero’ a ‘lo mejor y lo primero, para mí, compañero’.
Malos tiempos para
lírica, si no somos capaces de reconducir la situación desde el ejercicio del
librepensamiento.
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