lunes, 5 de septiembre de 2022

VADE RETRO

 


Me repugna la toxicidad que aflora por doquier, la falta de respeto al pensamiento ajeno, la manipulación de los principios y valores democráticos en beneficio del interés partidista o personal. Esa toxicidad ha encontrado en las redes sociales el mayor campo de cultivo y ha volcado en ellas la vehemencia del propio parlamento y los seguidores políticos a modo de hooligans futboleros, haciendo del usuario de esas redes una irracional correa de trasmisión en muchos casos. Las redes son peligrosas como elemento difusor, si uno no se para a meditar sobre el mensaje que nos transmiten, para discernir sobre el valor real del mismo, su veracidad y la intencionalidad que persigue el autor con esa difusión. 

Hay intoxicadores, entes difamadores, que lanzan su ponzoña por propia convicción para destruir al contrincante, otros persiguen la exaltación de su ego al amparo de un falso crédito intelectual que ellos se otorgan; los habrá también que, anclados a su pensamiento totalitario, pretendan aniquilar los derechos constitucionales para hacer prevalecer un liderato absolutista y paternalista que dé sentido a un pueril infantilismo y otros muchos casos y justificaciones… La visceralidad, la prepotencia, el desprecio al diferente, el rechazo a otros pensamientos que no son los propios, dejan en muy mal lugar al peleón que pretenden matar a la razón con exabruptos y gritos, con descalificaciones e insultos. Hay, incluso, quien sostiene y defiende, con sus ideas, el viejo adagio de Luis XIV: “El Estado soy yo” y lo que piensan los míos, los demás son traidores; como si tuvieran el derecho de otorgar la titularidad de ser español mediante el uso de la simbología, pero no de los principios solidarios y de respeto al Estado de Derecho.   

Lo malo es que la escuela del debate que se va imponiendo es la que emana de la “Salsa rosa” televisiva y del mundo de la tertulia partidista, donde la intolerancia, la confrontación y vulgaridad “infraverdulera”, en muchos casos, suple a los argumentos para nublar la razón a través de la irracional emoción, llegando al propio hemiciclo parlamentario o saliendo de allí para influenciar la calle. El objetivo del debate no es crecer personalmente con él, sino convencer al otro de lo que uno piensa, sin considerar el pensamiento ajeno, haciendo oídos sordos al contertulio divergente, dado que nosotros estamos en posesión de la verdad. Cualquier debate productivo pasa por saber escuchar lo que el otro dice para sacar de ello lo mejor, si hay algo aprovechable que nos enriquezca, y viceversa. Estamos, pues, invertidos en esto del debate; o sea, nuestro objetivo no es aprender de los demás sino enseñarlos a pensar como uno piensa… y ese planteamiento mesiánico no cabe en un debate productivo para nosotros mismos, pues no nos enriquece, salvo el enaltecimiento de nuestro propio ego, mediante un intento de imponer el propio pensamiento colonizando la mente ajena, adoctrinándola, como si ello confirmara nuestra superioridad intelectual a través de la seguridad manifestada, lo que lleva a la petulancia y a la pedantería y todo ello al ridículo o al patetismo más exacerbado. 

En alguna ocasión dije que cuando la política pierde el sentido común, ha de imponerlo la ciudadanía; pero en un alarde de manipulación, la política está arrastrando a la ciudadanía al sin sentido, a la irresponsabilidad, a la irracionalidad que conduce por senderos inescrutables a un abismo de confrontación, a un tobogán que nos lleva a las desgracias vividas a lo largo de nuestra historia. Nos falta empatía, humanismo, amor y comprensión de los demás y su libertad de pensamiento. 

Tal vez sería bueno que, antes de decir algo, pensáramos de verdad en lo que se dice, las razones que lo sustentan y las consecuencias e influencia en el entendimiento entre la gente. Sembrar lo negativo y no cultivar lo positivo solo lleva al caos, cuando el gran objetivo del ser humano debería ser la convivencia, el respeto y la empatía practicando la escucha activa. Pero cada cual es cada cual; o sea, como decía Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. En este sentido, la segunda parte del aforismo, viene a introducirnos en el llamado sesgo confirmatorio, al anteponer el salvar la circunstancia para salvarse uno; o sea, defiendo a mi partido, a mis ideas y a mis principios contra cualquier otra planteamiento, porque si los cuestiono me cuestiono a mí mismo, me desestabilizo y creo un conflicto interno dada mi formación donde, el valor principal, está en la defensa a ultranza de mis principios religiosos, éticos, morales, ideológicos, políticos, etc. que son incuestionables.

Es tóxico quien intenta colonizar el pensamiento ajeno, borrando, desde la imposición y la descalificación, las ideas del divergente para que prevalezcan las propias. Por suerte, hay una tendencia a pensar más y mejor, lo que deja en el más puro patetismo ese intento de colonización mental.

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