viernes, 25 de septiembre de 2020

LOS PELIGROS QUE NOS ACECHAN

 

Hoy vuelven a asomar la cabeza los seguidores de aquellos dictadores que asolaron el mundo en las décadas de los 30 y los 40 del pasado siglo. Piden mirar hacia adelante, intentando pasar página y olvidar lo sucedido, trivializando los hechos, mientras intenta sembrar y cultivar la semilla de aquellas ideas que nos llevaron a la hecatombe; mas es bueno pararse a recordar para tomar conciencia del peligro, para evitar que vuelva a suceder aquel desastre, o algo parecido, que costó al mundo 60 millones de jóvenes vidas, y no tan jóvenes, para que tomen conciencia las nuevas generaciones que son el relevo social y la previsible carne de cañón, si dan pie a ello. Por tanto, hemos de estar alerta para evitar la confrontación cainita e irracional entre los hombres y mujeres de este mundo, para reivindicar el uso de la palabra en democracia con actitud constructiva, para la libertad responsable de todos y cada uno de los ciudadanos de todos los países, para apagar el odio, para andar nuestro camino cogidos de la mano a caballo del verbo y la esperanza, porque ante otro conflicto de aquellas dimensiones se eliminará al ser humano de la faz de la Tierra.

Hace casi un siglo, en determinadas zonas de este mundo, se creó un monstruo social que se fue imponiendo con malas artes. Era intolerante, de ideas fijas, donde el dogma elimina el pensamiento ajeno; prepotente y supremacista, se sentía con el poder de someter a los otros pueblos de inferior raza, según ellos, que incluía a los desarrapados y miserables marginados por la historia y el sistema. Rechazó, siguiendo la tradición más antisemita, a los judíos y los criminalizó, hasta señalarlos como culpables de todos los males, haciéndolos, ante sus seguidores, dignos de exterminio.

Poco a poco fue “comiendo el coco” a los inocentes ciudadanos, sembrando entre ellos sentimientos e ilusiones irracionales, de un nacionalsocialismo egocéntrico, alimentado por el odio y estructurado en torno a la figura de un Mesías, un líder todopoderoso al que había que obedecer sobre todas las cosas, jurando cumplir sus órdenes hasta la muerte, sin rechistar ni cuestionarlas.

El pueblo cayó en la trampa, como había caído en otros momentos de la historia, y los integrantes de la sociedad, por convicción, miedo, dejación o seguir el camino de Vicente, que va donde va la gente, renunciaron al propio e independiente pensamiento para seguir el sendero marcado por su líder. Dejaron, en parte, de ser seres pensantes para convertirse en seres obedientes, sumisos y gregarios como borregos de un rebaño. 

Su inteligencia la pusieron al servicio del falaz supremacismo de su raza, hasta convencerse de que había que conquistar el mundo e imponer el dominio de esa raza superior, que ejercería el mando supremo desde su sistema de poder despectivo y endiosado. Ellos serían el padre protector y, a la vez, crítico con las inferiores razas, arrogándose el derecho a reprimirlas para educarlas en el marco de la nueva era, donde ellos decidirían todo, incluso quién y cómo vive en función de su pureza de raza y su obediencia. Gestionarían el futuro en nombre de la nueva civilización. Tal vez habría que destruir la existente para facilitar la construcción de la otra desde la nada. A ello se pusieron. Fueron alienando al pueblo, como lo hicieran antes otras ideas, credos o religiones, hasta convertirlo en un mero instrumento de obediencia fiel y leal al servicio de la causa, bien por convicción, bien por temor. 

Señalaron claramente al enemigo, a quienes había que eliminar, destruir o vencer. Todos estaban equivocados menos ellos, todos eran traidores a la patria menos ellos, todos iban en contradirección menos ellos, que, en el fondo, eran realmente los que transitaban en la dirección equivocada respecto al interés de su pueblo. Sembraron la semilla de su pensamiento único en otras naciones y la regaron y apoyaron para que brotara y creciera, con objeto de tener luego aliados para la conquista. Tras desarrollar un inmenso poderío militar orientado a sus fines, el 1 de septiembre de 1939, ahora ha hecho 81 años, traspasaron la línea roja de la frontera polaca con la pretensión de derrotar y eliminar al potencial enemigo, con la benevolencia del otro gran dictador ruso, con quien firmó un acuerdo de no agresión por 10 años, en el pacto Ribbentrop-Molotov; anteriormente Alemania ya se había anexionado otros territorios europeos sin provocar un casus belli con las potencias occidentales, cosa que no sucedió en este caso. Desde este momento empezaron a extenderse ejerciendo la rapiña de las tierras conquistadas, a la par que eliminaban sin piedad a quienes eran la escoria para ellos. La gente enardecida de pasión y de gloria brincaba de alegría ante las conquistas, que reafirmaban su supremacía, y se lanzaron locamente, gritando y saludando con ardor guerrero al incuestionable líder que los llevaría a la gloriosa victoria final, sin pensar en la sangre derramada por su pérfido propósito. La nación, que diera a la ciencia grandes cerebros, científicos, filósofos y pensadores de trascendencia universal, acabó sometida a un demagogo cabo frustrado de la primera guerra mundial, con la mayoría de ciudadanos renunciando a su singularidad, a su libertad de pensamiento, para pasar de sujetos pensantes a sujetos obedientes. 

Dejaron de ser ellos, renunciando al desarrollo de su espiral de potencialidades, para ser parte de un aparato donde ejercían de eslabón de la cadena que amarraba la libertad de los demás y de ellos mismos. Aquel hermanamiento de un grupo egoísta, con su entrega a la causa, convirtió al ser humano en inhumano perdiendo los valores que determinan esa humanidad.

Durante cinco años se sembró de sangre y muerte, de destrucción y terror, los campos de la tierra. Poco a poco, con los años y el transcurrir de la guerra, algunos, se fueron percatando del error; la gloria y el entusiasmo inicial se convirtió en sufrimiento y miseria, en muerte y desolación propia. Decenas de millones de muertos alimentaban, con su vida, la máquina imparable de la guerra. Mayores, mujeres y niños sucumbían amargamente ante los avatares que la confrontación les traía; los soberbios jóvenes, cargados de vitalidad, que otrora saludaran con su brazo en alto en acto de obediencia al líder hasta la muerte, fueron cayendo de forma pavorosa y con ellos, murió su soberbia y el orgullo del supremacismo. El juramento de “obediencia debida” al líder los amarraba mientras, este, encerrado en su bunker, se entregaba a su locura, a su paranoia y su megalomanía, negando la evidencia al seguir anclado a la fantasía de una realidad imaginaria, negando la derrota y permitiendo que, desde el Este, avanzaran hordas clamando venganza por el sufrimiento que se les infligiera a ellos previamente, ojo por ojo y diente por diente… destrucción, muerte, violación, rapiña y humillación eran las divisas aprendidas y ejercidas. Por el Oeste asomaban bombarderos que asolaban las ciudades, destruyéndolas y causando daños irreparables y miles de muertes inocentes. La pinza se cerraba y aquella nación orgullosa de su supremacismo era aniquilada junto a sus aliados, humillada por segunda vez en ese siglo y enfrentada a una realidad que destrozaba su idea de raza superior.

Pero ahora, visto lo visto, después de todo ello, con los testimonios históricos que lo avalan, uno se pregunta si la sociedad tiene memoria. Si el sufrimiento y el drama vividos por esa generación pueden inmunizar a las generaciones venideras (en el caso de España ese sufrimiento se infringió antes, con la guerra civil, y se mantuvo a lo largo de la contienda y en la posguerra). Lamentablemente, me da la sensación, que no. Cada generación tiene una débil memoria remota, a largo plazo, donde se diluyen los recuerdos de la dramática historia vivida por la generación anterior. Tal vez esta civilización, donde la realidad y la fantasía han tergiversado todo, dándole el carácter de banal a lo ocurrido, mediante los medios de comunicación, la filmografía y los juegos infantiles, hace que la generación que crece confunda la realidad con la ficción hasta no otorgarle el valor real de lo ocurrido. Lo malo es que, en ese caso, serán presa fácil para volver a caer en los mismos errores. Sería bueno que a todos aquellos héroes militares, y no solo a los vencidos, se les convirtiera en villanos, desvistiendo de heroicidad a sus actos

¿Habremos perdido la conciencia? Nuestra frialdad ante el sufrimiento ajeno, nuestra indolencia para la gestión pacífica de los conflictos, nuestra continua negativa a resecar viejas heridas para curarlas, nuestra receptividad ante sembradores del odio y la confrontación, nuestra falta de sensibilidad para valorar el drama de la destrucción y muerte que conlleva el conflicto… en suma, nuestra carencia de espíritu crítico para valorar la historia, sus dramas y consecuencias, nos deja en disposición, por falta de conciencia, para volver a tropezar con la misma piedra. Nuestro sistema educativo sigue siendo ineficaz para formar a los ciudadanos en la convivencia. 

No me dejaré, pues, arrastrar por cantos de sirena, salvo que sea para limar las aristas de la concordia y facilitar la convivencia humana en armonía con el entorno desde el respeto a la diversidad, porque si me dejo arrastrar, posiblemente caiga en servir a los intereses de otro, amarrado como eslabón a la cadena… 

Mi reflexión, por tanto, va contra toda imposición de la idea única, contra quien pretenda someter al ser humano para sus propios fines, arrebatándole el derecho a ejercer su responsable libertad. Va contra los pájaros de mal agüero, los falsos profetas, los intoxicadores mentales, los ideólogos de tres al cuarto, los pseudointelectuales que, a caballo de las redes, confunden y manipulan a la gente, tendenciosamente y manipulando la realidad, ofreciendo nuevas eras diluidas en la falaz penumbra de la nada o, en todo caso, que es aún peor, en el dogma político y religioso del pasado; en suma, contra el adoctrinamiento para la sumisión y el acatamiento irracional, y contra todos aquellos que anteponen los intereses de grupo a los intereses generales de la ciudadanía, y en lugar de potenciar el desarrollo, el bienestar y la felicidad de la gente, pretenden amarrarlos al mercado en una alienación carente de principios y valores, en el que prima el egoísmo, donde siempre gana el que más tiene… y pierde, como estamos viendo, el que tiene menos.

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