La visita a Nueva York, como las anteriores y serían las posteriores, fue muy especial. Los prejuicios sobre la gran manzana orientaban las expectativas hacia un orden determinado. Esperaba una macrociudad difícilmente comprensible y habitable, como un gran espectáculo de magnitud y diversidad, con sus grandes avenidas y el bullicio de una urbe que crece en verticalidad y hace que sus habitantes se derramen por las calles, desde los rascacielos.
Días terriblemente calurosos, de sudor y hastío, de fatiga y cansancio por el avaricioso caminar, amparado en el tiempo recortado para conocerla. La primera impresión es de insolvencia. Insolvencia para conocer tanto en tan poco tiempo, para comprender un conglomerado de razas, idiomas y culturas que la condicionan, para abstraerse de la realidad europea e introducirse en un nuevo mundo que las películas no pudieron plasmar con esta vivencia de los cinco sentidos. Lo vivido con la vista (bidimensional) y el oído no da pábulo a la realidad de esta macrociudad. El olfato, el tacto y el gusto, amén de todo lo relacionado con la propia cinética que transmite el movimiento por sus calles, hacen que sean indescriptibles las emociones que despierta. La primera es la sorpresa, el ooohhh!!! que se desprende de su visión imponente; la segunda es la nimiedad de uno mismo ante tanta dimensión y grandiosidad, ese complejo que generan las grandes cosas que nos dejan pequeños e insignificantes; luego está la confusión, la desorientación producida por sus macroedificios y grandes avenidas, que solo un buen mapa y la capacidad de interpretarlo pueden neutralizar. Vivir el orden del caos es complicado, hasta que le encuentras sentido al propio caos y su orden.
New York, New York… Sí, porque hay dos New York. El New York pudiente, de los rascacielos y las grandes avenidas, de la teatralidad y las limusinas, del poder económico y Wall Street, de los yuppies y su grupo social con su propia subcultura dentro de la dominante. Luego hay otro New York de la periferia, donde es más abundante la miseria, la suciedad y la marginación, con viviendas deficitarias en comodidad, donde habitan las clases más pobres y discriminadas. En estos casos existe un cambio sustancial de imagen y arquitectura. Los edificios son más bajos, de diseño imaginativamente pobre, a veces las viviendas se ubican en naves industriales reconvertidas y la confortabilidad brilla por su ausencia.
Ambas están unidas por el metro, en una entramada red, que permite un movimiento continuo bajo tierra, para comunicar todo el espacio urbano. Nosotros, dado nuestro poder adquisitivo, optamos por alojarnos en un hotel de Brooklyn. Era cómodo y estaba bien comunicado, aunque aconsejaban el acceso siempre por la parte delantera, sobre todo por la noche. Pasar por debajo del East River para llegar a Manhattan, a caballo de un metropolitano cargado de gente, de distinta raza, credo, idioma y procedencia, es un ejercicio de universalidad. Indios, paquistaníes, asiáticos, caucásicos, afroamericanos, iberoamericanos y europeos en un mismo vagón recorriendo la vida cada día, con un mismo destino, o similar, el final del viaje… En este punto se da una extraña contradicción entre solidaridad y desconfianza, entre compañerismo de la vida y reticencia ancestral.
Todo queda en la memoria, pero lo que más impresionó toma protagonismo y se implanta con más fuerza. Visto lo dicho, quedan otras cuestiones que se fueron viviendo a la par del tórrido día. Times Square de día con el bullicio y de noche con sus luces de neón, Central Park con su arboleda que la trasmuta a otra dimensión, Rockefeller Center con su ostentosidad esplendorosa como ejemplo de lo pudiente del dólar, sus cementerios urbanizados e integrados en la urbe, sus grandes avenidas y colosales edificios que no te dejaban ver con soltura la luminosidad del cielo. Luego está la vista impresionante de esa inmensa ciudad postrada a tus propios pies, para ello has de subir al Empire. Desde el piso 86 New York parece de juguete, una ciudad construida como para jugar con ella. Es una fantasía que nos eleva y vuelve a dar el poder del hombre sobre la materia. Se siente uno superior y admirado a la vez. El giro de los 360 grados, que nos ofrece la terraza, nos permite una visual de la totalidad desde una perspectiva increíble. Las máquinas de fotos disparan como ametralladoras, todo parece y merece ser retenido. Entonces aflora la fantasía de King Kong en su titánica resistencia a la civilización y sus máquinas.
Luego hay otro sector de New York que tomó y tiene su propio protagonismo. Con su trauma de agresión y sinrazón que quedará para siempre en los anales de la historia. Se trata del entorno de la zona cero con sus otros rascacielos, Wall Street, Battery Park y sus jardines cargados de recuerdos a los norteamericanos muertos en II Guerra Mundial. El barco que nos acerca a la estatua de la Libertad (Mis Liberty) y al museo de la Inmigración en Ellis Island. New York desde el mar tiene otra perspectiva. Un horizonte artificial, modelado por infinidad de edificios mastodónticos, reta a la lógica del ecosistema y lo convierten en una inmensa masa donde se conjuga arquitectura humana con la arquitectura de la propia naturaleza en pugna desigual.
Y sobre todo, la gente, tan diversa, tan polifacética y heterogénea, tan extravagante y poliédrica… rara para el viejo mundo. Ese deambular anárquico por las calles, como obnubilados por la presencia de la urbe, como atrapados en un mundo irreal que nos llevan a otra realidad desconocida. Sujetos solos, subgrupos, grupos y gente diversa caminando por las calles al amparo del deseo de conocer la ciudad, de comprar y de disfrutar de esa visión incomparable que proporciona. Un mundo de contraste que lleva su carga de venenillo, de droga que engancha y te transporta a otra dimensión. Y es que esta ciudad de obesidad y anorexia, de blancos y negros, de altos y bajos, de infinidad y nimiedad… es un señuelo sugestivo para saltar a otro lado, a otra dimensión de la vida, donde se conjugan contrastes, injusticias, riqueza y pobreza, convivencia y desavenencias, en un ordenado caos que atrapa como un conjuro ritual de reto a lo desconocido. ¿Qué bello espectáculo! Pero a mí no me gustaría vivir aquí, al menos eso pienso de momento…
Mas el turista tiene su forma especial de ver las cosas y puede que no sea como lo describo, aunque yo lo viera así y procesara cognitivamente los estímulos que fui percibiendo, llevándome a esta visión. Lo visto y vivido es poco, los prejuicios de las informaciones previas muchos y el conflicto entre lo habido y lo esperado es conveniente digerirlo. Fueron dos días para la memoria y el conocimiento de la ciudad, poco como ya decía, para tener una visión concreta.
Finalmente, hay otro último aspecto a reseñar. Una suculenta comida a base de costillar (ver foto), la necesidad continúa de agua para combatir el impresionante calor, el paseo con el Bus Turístico, la cena en un restaurante italiano con piano de fondo tocando baladas, el paseo por Central Park, las compras en Times Square y la calle 14, junto a la cervecita reparadora a la que se recurría de cuando en cuando y las fotos intentando plasmar las imágenes para que la memoria no nos traicionara más tarde. El musical de rigor, en Broadway, se quedó para otra ocasión.
Y ahora la vuelta. Mañana nos espera un día más relajado, iremos a visitar los estudios de TV donde trabaja Richard y un recorrido por Lancaster para ver como viven los amish y su campiña…Para distraeros os dejo un Slide con mis fotos y un video de You Tube con New York, New York, por Frank Sinatra.