Hay luz en el horizonte |
(Hay luz en el horizonte)
Podemos
entender la frustración como la imposibilidad de satisfacer una necesidad o un
deseo; o sea, cuando no conseguimos lo que queremos o cuando nos suceden
situaciones no deseadas y, a su vez, como un sentimiento de tristeza, decepción
y desilusión que esta imposibilidad provoca. La prolongación de este
sentimiento puede llevar a la depresión, a la apatía, condicionando el estado
anímico de la persona y su felicidad, en función de su capacidad de gestionar
esas emociones. Nuestra reacción ante la situación vendrá condicionada por
factores de personalidad y habilidades de afrontamiento, lo que nos llevará a
sentir enfado, angustia, ansiedad, etc. si bien, tras racionalizar el escenario,
se produce una acomodación donde la disonancia cognitiva no nos atormente y
quepa la inteligente adaptación al medio en un equilibrio entre nuestro deseo
frustrado y la realidad que se imponga. Ese es el continuo devenir de la
existencia humana y lo que fragua las conductas y socialización del sujeto a lo
largo de su vida. La teoría freudiana lo enmarcaría en el conflicto entre el
superyó y el ello, entre la norma social y el deseo o pulsión con su base
subconsciente.
La
tolerancia a la frustración resulta de la capacidad o habilidad que tenga el
sujeto para soportar esa situación frustrante en función de su análisis y
adaptación al medio. Esa tolerancia se suele incrementar con la madurez
personal, dado que, a través de la experiencia, el sujeto percibe una realidad
compartida con el entorno, con los semejantes, donde los propios deseos chocan
con los de los demás y deben encajar en un marco de respeto, compartiendo el
todo con ellos en un justo equilibrio de igualdad, al menos de igualdad
percibida. Los niños suelen tener poca tolerancia a la frustración, cuestión
que se va modulando con la madurez psicológica, que no es lo mismo que la
madurez cronológica, o sea la edad. Por tanto, bajo mi opinión, a mayor madurez
psicológica mayor tolerancia a la frustración, y mayor frustración ante la inmadurez
incapaz de gestionar las emociones.
La
sociedad, sistemáticamente, nos va frustrando desde la infancia desde un
proceso educacional que nos identifica las conductas y hábitos aceptables y reprobables;
establece reglas y normas de convivencia y respeto hacia los demás en función
de la cultura social donde nos encontremos y en la cual los principios y
valores que la conforman tienen un papel fundamental. Ello no quiere decir que,
desde un punto de vista razonable, esa cultura sea ejemplar y la más apropiada
para el desarrollo del individuo como persona, por supuesto, sino que es el
resultado de un proceso histórico cultural que ha ido definiendo sus valores
según el poder y dominio social que se haya impuesto, donde las religiones son
elementos claves como amalgama que cohesiona y consolida la sociedad (no entro
en valorar el papel de las religiones, con las que me siento muy crítico en
tanto son encorsetadoras y dogmáticas).
Los
conflictos, pues, están servidos al colisionar esos valores impuestos con otros
que emanan de las ideas nuevas, de los pensamientos transgresores que surgen de
mentes librepensantes, no sujetas al encorsetamiento del marco social o grupos
de presión, por tanto rompedoras. Luego vendrá la gestión del conflicto, la
necesidad de dar respuesta a esas nuevas ideas y la posibilidad de cambiar o
modificar los viejos valores para adaptarlos a las razonables aportaciones del
nuevo pensamiento, rechazando los planteamientos quiméricos y aceptando los que
puedan redundar en un desarrollo del conjunto de la ciudadanía, así como el
coste de esos cambios desde el punto de vista del conflicto y su gestión. Cabe,
pues, un debate sosegado, desde la madurez y el respeto, capaz de comprender y
entender que el objetivo final es el progreso de la humanidad desde un punto de
vista biopsicosocial, aceptando lo nuevo y modificando lo antiguo. Así progresó el mundo y así deberá seguir
haciéndolo. Tal vez, lo primero que deberían enseñarnos, en el colegio y en la
sociedad en su conjunto, es a debatir sosegadamente, con mente abierta y la
receptividad suficiente para identificar y aceptar, razonadamente, lo que los
demás aportan de bueno y rechazar lo malo, con base argumental claro está. Pero
se nos enseña a aceptar sumisamente los valores sociales establecidos, las
ideas, principios, héroes y mitos de la cultura que sustenta la sociedad, sin
dar demasiado chance al espíritu crítico. Se potencia el condicionante de los
prejuicios, que son una forma de pensamiento único que, al generalizar, nos
evita el ejercicio de pensar discriminadamente, condicionado por el bulo y las
etiquetas: los andaluces son vagos y solo están de juerga, los catalanes
tacaños, los vascos brutos, los madrileños chulos, etc. Lo cual es una mentira
puesto que en todo lugar hay de todo. Si bien las culturas pueden establecer
matices de orientación en un sentido determinado con los hábitos que inoculan
en su sociedad.
Dicho
esto a modo de encuadre, también diré que, bajo mi opinión, lo que está
sucediendo en España, en estos momentos de crisis, es precisamente una
confrontación política o de poder, más que social o cultural, una lucha de
intereses de grupos ideológicos, económicos y políticos que trasciende, en
buena medida, a la sociedad, embarcándola en una confrontación donde se juega
con las emociones y se usan los prejuicios y etiquetas para marcar y demonizar
al contrario. Para segregar hay que hacer patentes las diferencias, romper los
puentes, aflorar los agravios, descalificar al contrario marcándolos como
fascistas o represores, o bien como separatistas insolidarios y egoístas que
quieren romper lo establecido en beneficio propio obviando los derechos de los
demás. Esto requiere de diálogo y de
saber que todos podemos perder o ganar según se establezca la solución. En todo
caso, traerá frustraciones, para unos y otros, que se vivirán, en mayor o menor
medida, en función de esa tolerancia referida. Posiblemente, y eso sería lo
ideal bajo mi punto de vista, una mayor frustración para los vehementes
intervencionistas y para los antisistema pues ambos rompen la convivencia con
mayor descaro, dejando una menor dosis para el resto de la sociedad madura que
puede acabar encontrando, en ese proceso de acercamiento, la posibilidad de
compartir un proyecto alternativo al existente, consensuado y beneficioso para
todos. La solución que se dé no va a ser, seguramente, la que proponen uno y otro
extremos, sino la que más le interese a los poderes económicos y políticos del
entorno, no solo localizados en Cataluña o España, sino en el conjunto de
Europa con quienes tenemos lazos económicos y políticos difícilmente
quebrantables dadas las circunstancias que definen el marco europeo. A nadie le
interesa, en estos momentos de incertidumbre, salir del paraguas para caer bajo
la lluvia, sería un caos costoso para hacer una catarsis de utopía. Vienen
tiempos difíciles y es mejor afrontarlos desde la unidad y desde la conciencia
ciudadana común, o sea desde el sentido común.
Yo
propongo: Entierren el hacha de guerra y hablen con la intención de articular
la convivencia, la interdependencia, mientras fuman la pipa de la paz. Si de partida
quieren que el otro asuma sus deseos sin más, poniéndolos como condicionantes
irrenunciables, serán unos insensatos y volveremos a la frustración y el
fracaso. De todas formas, vayan con la idea de que tendrán que poner en juego
su propia tolerancia a la frustración, porque de toda negociación se desprende
frustración y eso es bueno, compartir la frustración implica que no hay
vencedores ni vencidos.