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Imagen tomada de internet |
En ese momento se sobresaltó. El
claxon del coche de atrás le hizo salir de su abstracción, de aquel
ensimismamiento al que, su pensamiento, la había llevado por sendas de
confusión, desasosiego y conflicto interno. El semáforo se había puesto verde y
ella no se percató. El insolente ocupante del otro vehículo la adelantó y le
soltó un improperio. Una vez más Julia constató la necesidad de una educación ciudadana, de un
saber comportarse con los demás. No entendía cómo el gobierno había excluido de
la enseñanza la educación para la ciudadanía, con la falta que hacía formar al
ciudadano en normas y conductas de convivencia, de respeto y libertad. Había
quien decía que eso era adoctrinar a los niños en los colegios. Qué curioso que
la acusación viniera de aquellos que habían adoctrinado al pueblo, desde su más
tierna infancia, en su credo. Una vez más, la religión pedía para sí ese
derecho. Ella era agnóstica y defensora del laicismo. Respetaba los credos de
los demás aunque no los compartiera, pero no soportaba que se los impusieran.
La educación correspondía al Estado en su sentido civil, aunque las religiones
adoctrinaran a sus creyentes y estos a sus hijos. Era lógico y respetable que
así fuera, pero la formación religiosa la entendía como propia de la religión,
de cada religión, y no era el Estado ni los gobiernos quienes para legislar
sobre ella y su contenido. Cada religión, desde su singularidad, su credo y su
fe, era responsable de su adoctrinamiento, pero no a costa del erario público
sino de sus propios medios. El lugar que ella entendía adecuado para ello eran los
propios domicilios y familias de los creyentes, las iglesias, las mezquitas,
sinagogas o lugares de culto y formación de cada religión.
Se le fue el pensamiento por
derroteros que no venían a cuento, pero el acto incívico de aquel energúmeno
se lo había provocado. Era como siempre. El pensamiento vuela ante cualquier
estímulo. Aceleró, atravesó la Alameda y enfiló el Paseo del Parque. Ya iba
tarde. Ricardo estaría esperando para comer y ella no le había llamado siquiera
para decirle que se retrasaría. Se había demorado tomando una cerveza con
Alberto, como en los últimos meses, aunque, en este caso, la cosa se prolongó
en demasía. Volvió a su preocupación.
Seguía dándole vueltas al asunto
sin encontrar salida. El choque frontal entre su corazón y su cerebro era
evidente. La situación no era sostenible o, tal vez, sí… No era lo mismo un gratificante
flirteo tontorrón que reafirmaba la autoestima, su lozanía y belleza, su
capacidad de seducir y enamorar, su atracción y sensualidad, que un enamoramiento.
Ella, una mujer casada, con dos hijos, a sus 35 años, no podía caer en ese
estado más propio de la pubertad y la adolescencia.
Ahora su corazón se debatía en mil
dudas. La llevaba, a lomos de su fantasía y de un deseo inconfeso y arrollador,
a soñar, a desear vivir la experiencia del amor que los encantos de Alberto le
ofrecían. Cuando estaba a su lado se sentía otra. Era una sensación de
plenitud, de alegría, optimismo, de ilusión. En su interior bullía la vida y
las ganas de vivirla. Su cara iluminada y feliz lo decía todo. Si lo miraba a
los ojos quedaba embelesada, en un éxtasis de amor y de deseo. Su pensamiento
era reiterante, monotemático, su mente solo estaba disponible para él. No podía
arrancarlo de ella y lo demás era secundario. Alberto ya le demostró sus
sentimientos, incluso se los verbalizó, aunque no era necesario. Ella ya los
había descubierto, había descifrado en sus ojos el mensaje de amor y de deseo
que afloraba de su corazón. Ahora tenía miedo, inseguridad, recelo. Tal vez su
audacia había llegado demasiado lejos. Era un tobogán que cada día le acercaba
más a una encrucijada de difícil decisión. Hoy, entre charla, miradas y lances,
la había cogido la mano delicadamente y ella no la apartó, sino que se dejó
llevar por esa descarga eléctrica que le convulsionó todo su ser. Quedó
obnubilada, absorta, en un mundo imaginario donde todo alrededor era neblina.
La gente, las mesas, el camarero, todo quedó difuminado ante aquel sentir
palpitante y arrollador que la llevó al encantamiento.
Pero en este momento, tras el flash
emocional que había sufrido, caminaba hacia casa. Allí estaba su proyecto de
vida, su marido y sus hijos. Era cierto que Ricardo se había convertido, casi,
en un mueble más de la casa, en alguien con quien compartía vivienda, como en
sus tiempos de estudiante. Un compañero con el que tenía intereses comunes. El
sexo se transformó en monotonía, pues había perdido la pasión y el deseo de
antaño, llevando al aburrimiento y hastío. En la casa se había instalado una
situación de apatía, donde la comunicación se enfrió, los temas de conversación
se redujeron y el contacto se fue difuminando. No, las cosas ya no eran iguales.
Debía ser la crisis de los “taitantos”, como suele decir la gente.
Pero había una cosa común, un nexo
indeleble que les mantenía unidos. Era un puente, una conexión a través del
amor a los hijos. Sí, muchos intereses comunes se mantenía en pie y el amor y la
presencia de los chicos eran la rúbrica que ratificaba una alianza sellada en
el pasado desde el compromiso de amor eterno y de la paternidad responsable.
Ahora, esa estructura, se estaba tambaleando y ella era la responsable. No, eso
no era cierto. Las cosas que suceden en una relación no son culpa de una sola
de las partes. Son los dos los que tiene la responsabilidad de los hechos. Las
causas pueden ser por acción u omisión. Por hacer algo o por dejarlo de hacer. Tal
vez Ricardo había dejado de hacer algo para alimentar el fuego y la pasión que
hubo en su día.
Hacía tiempo que se fue desmoronando
el edificio. La apatía y el desinterés se fueron instaurando en la casa y todo
fue a peor. La comunicación, el entendimiento, los espacios de encuentro, etc. se
redujeron. La convivencia se desinfló y lo que antes era una alianza se
convirtió en confrontación. Se fueron apartando y el desencuentro se hizo patente.
El sexo dejó de tener el reclamo de otros tiempos y su monotonía lo llevó al
campo del aburrimiento y el compromiso. Entonces, muy a pesar suyo, la desilusión
se fue adueñando de ella y el desamor empezó a forjar un vacío que dejó a su
corazón al descubierto, vulnerable y frágil, indefenso y vacilante.
En ese momento había aparecido Alberto,
aunque ya hacía tiempo que se conocían y eran buenos compañeros de trabajo. Él
también estaba con importantes vacíos, con necesidades de amor y de amistad,
con ansias de comprensión y entendimiento. Su situación, similar a la de ella,
adolecía de las mismas carencias. Su mujer, de un carácter seco y adusto, desabrido
y frío, le llevaba a espacios desapacibles y broncos, donde el encuentro y el
diálogo eran imposibles. Vivían en dimensiones distintas. Tenían ideas
divergentes y sus gustos diferenciados. Su vida se había convertido en un infierno,
lo que hacía que también, en su caso, las ventanas de su corazón anduvieran
abiertas a nuevas sensaciones, a amores furtivos y experimentales que le dieran
la clave de la felicidad que ya había perdido.
El campo, pues, estaba abonado.
Solo quedaba sembrar y cultivar hasta que la mies madurara para recoger el
fruto. La naturaleza es sabia. Dadas las circunstancias, se habían encontrados
el campo y la mies, la tierra y la semilla, y había comenzado a nacer el amor
entre ambos. Fue como un juego. Algo parecido a ir rellenando los vacuos
espacios con aquello que la vida ponía a su alcance. Una sonrisa, un roce, una
caricia furtiva, un giño, una mirada o un gesto. Todo ello formaba parte del
cortejo, de un juego de amor al amparo del flirteo y galanteo, que machaca y
aporrea la puerta de los corazones, hasta demoler las defensas más
inexpugnables. La semilla empezó a germinar. Aquel inhóspito vacío de ambos corazones
se vio colmado de ternura, de comprensión, de afecto, apego y simpatía. Era dos
almas gemelas en busca de una misma verdad, de un mismo camino que condujera a
la felicidad. El compañerismo y la camaradería los llevó a una intimidad que sembró
la armonía en sus corazones y dispersó en ellos la semilla del amor. Ahí estaba la trampa y en ella había caído. Si
bien es cierto que él no tenía hijos y su relación se podía romper sin mayor trascendencia,
en su caso sí los tenía y el drama estaba servido. Ricardo era un padre
excelente. Ella no podía romper esa concordia y enfrentar a sus hijos al trauma
de una separación. Sabía que no lo podría resistir. Ese era su dilema. Ahí
chocaban de forma colosal su corazón y su mente, sus sentidos y su razón, sus
sentimientos y su raciocinio. ¿Quién se impondría? Fuese quien fuere la herida
estaba servida. Uno de los dos sería derrotado por el otro.
Pero, su deseo era irrefrenable.
Soñaba con Alberto, pensaba en Alberto y vivía y bebía los vientos por Alberto.
Él era una constante en todo su existir. Estaba en su mente implacablemente.
Bloqueaba su trabajo y todos y cada uno de los pasos del día a día. Había
inundado su vida y no sabía cómo digerir aquello, cómo controlar la situación
que la desbordaba. Aquello, desde hacía meses, era una bola de nieve que crecía
y crecía sin tregua hasta arrasarlo todo. Ahora podía devastar su historia, su
proyecto de vida y su familia. Pero en esta confrontación, entre su cerebro
racionalmente estructurado y su corazón cargado de sentimientos, emociones y
deseos, se veía atrapada de forma salvaje, sin opciones claras. Por un lado la
atracción fatal de Alberto, por otro la parte racional de su mente. El deseo y
el deber. ¡Dios, qué encrucijada! ¿Qué hacer?
Ayer, mientras hacía el amor con Ricardo,
jugó a la fantasía. Pensó, en la oscuridad, que el amante era Alberto y se
entregó a él con una pasión inusitada. El tacto de su piel era sedoso, sus
manos volaron por su cuerpo y una sensación de trémolo deseo se arraigó en su
alma. Sus labios lo buscaron con vehemencia, sus manos jugaron con su pelo, sus
pechos, de inhiestos pezones bajo las caricias, fueron fuente de un excelso placer
nunca sentido. Su boca buscó la de Alberto con ahínco, sellando con un beso el
juego del amor. Sus lenguas bailaron un delicioso vals entrelazadas mientras
sus cuerpos temblaban de pasión. El
ritmo trepidante del envite desparramaba el placer por todos sus sentidos,
hasta que un clímax, de arrebatada expresión, con un grito contenido, selló el
encuentro. Su cuerpo agotado y gozosamente relajado quedó tumbado en la cama mientras
su mente seguía volando en fantasía. Entonces le sacó del sueño el verbo de
Ricardo al decirle: “es el mejor polvo que tuve contigo en toda mi vida”. Pobre
Ricardo, pensó, si supiera que con quien hice el amor fue con Alberto.
Ahora, desde el recuerdo y recuento
de todo lo pasado, estaba confundida, aturdida y recelosa. No sabía cómo resolver
la situación. Por un lado sus hijos, su marido, su casa, la familia, los
amigos, su dinámica de vida habitual tan gratificante; por otro el amor y el deseo
que sentía por Alberto, la promesa de una nueva vida, de volver a vivir tiempos
pretéritos, como cuando gozaba de la luna de miel indefinida con Ricardo. Sí,
ahí estaba la clave. Esta experiencia la había vivido anteriormente, cuando se
enamoró de Ricardo, cuando todo era pasión, deseo y ganas de entregarse a una
vida donde se diera una alianza eterna entre ambos. Ahora esa eternidad no
tenía sentido, esa alianza se había roto o resquebrajado… ¿Quién le decía a
ella que con Alberto no pasaría lo mismo? Que dentro de unos años viviría la
misma experiencia, que se agotaría el amor, que el deseo pasaría a segundo
lugar, que la monotonía y el hastío no envolverían su vida.
Tal vez el deseo de vivir esa
aventura no fuera más que la necesidad de reafirmarse como mujer, de manifestarse
a sí misma que era capaz de seducir a los hombres, que su edad no le había
relegado y arrebatado la belleza y su capacidad de hechizo. Sí, ahora que se
miraba al espejo y empezaba a notar el paso del tiempo, que asomaban pequeñas
arrugas, que su piel entraba en declive y su encanto y belleza empezaban a eclipsarse,
era cuando su mente se rebelaba contra ello y demandaba una prueba, un
testimonio de que seguía siendo joven, atractiva y con capacidad de hipnotizar
y enamorar a cualquier hombre. El cebo era Alberto. Él era el notario que debía
dar fe de que ella estaba en plena forma, de que su capacidad conquistadora y
su embrujo eran indelebles.
No, ese era un juego con demasiados
riesgos. Lo sabio era reconducir la relación con Ricardo y disfrutar de sus
hijos, de su casa y amigos, de la familia, de la cómoda vida que tenía por
delante, de su proyecto inicial que se estaba desarrollando. Lo otro era pura
aventura que acabaría en lo mismo, pero dejando cadáveres emocionales a lo largo
del trayecto. Estaba decidida, asesinaría a Alberto. Bueno, en sentido figurado.
Asesinaría el amor que sentía por Alberto hasta borrarlo de su corazón de forma
definitiva… lo arrojaría fuera. ¿Pero cómo hacerlo? Lo haría. Le habían
ofrecido un traslado a otra sucursal de la ciudad más cerca de casa. La aceptaría.
En una persona adulta la razón debe prevalecer sobre el deseo, la mente ha de
gobernar al corazón y no éste a la razón.
Un desasosiego se apoderó de su
alma. Su intención era clara, pero la forma de llevarla a cabo no lo era tanto.
Abortar este amor sería duro, cargado de sufrimiento, pero era necesario y
justo hacerlo. No podemos andar por el mundo a base de caprichos, como
voladoras que se dejan llevar por el viento. Ricardo era su marido, sus hijos
su pasión, su casa su destino… Alberto un engaño de sueño que le llevaría a una
pesadilla a largo plazo.
Estaba llegando a casa. Giró a la
siguiente calle y mandó la orden de
apertura a la puerta del garaje mediante el mando a distancia. Aparcó,
tranquilamente, con las cosas más claras. Miró su casa, las herramientas del
jardín, la puerta de acceso a la vivienda y se sintió en paz y relajada. Una sonrisa
de satisfacción inundó su cara, besó a Ricardo, abrazó y besó a los niños. La
comida estaba servida en la mesa y Ricardo la esperaba para comer, se sentó
frente a él e intentó descubrir aquel chico guapo, atractivo y seductor que la
enamoró hace tantos años… y pensó: “Viniendo en el coche he tenido un sueño de
amor, pero ya estoy en casa. La calle es
peligrosa, está llena de gente.”