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sábado, 12 de julio de 2025

El espíritu de la Cueva Belda

Un relato entre la historia y la ficción

Publicado en la revista Gibralfaro:

https://www.gibralfaro.uma.es/leyendas/pag_2427.htm


Cuevas de San Marcos. Sierra del Camorro
Entrada a la Cueva Belda 

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Hola, querido cuevacho/a, tú no me conoces personalmente, pero has oído hablar de mí. Te han contado tantas y tantas cosas, y tan diversas, que puede que estés confundido/a. Te hablaron de diablos y demonios que vivían en la cueva, de guardianes de tesoros escondidos en sus profundidades, de un personaje extraño que deambulaba a determinadas horas por el pueblo, de aspecto sombrío y circunspecto, con sombrero calado y oscuro ropaje camino de la sierra.

Pero todo ello no es más que manifestaciones fantasiosas de la gente que me fue viendo según su propia percepción, su fantasía, como un espejismo surgido de sus miedos y supersticiones. Yo existo, pero soy otra cosa, soy el espíritu de la tierra, ubicado en la sierra, que habita en la Cueva Belda. No te sorprendas ni te maravilles, porque te lo voy a explicar.

Empezaré diciéndote que la naturaleza es la madre de la vida, la tierra es lo que la alimenta... y eso tú lo sabes y lo ves en el día a día. El cielo cargado de nubes permite que el agua riegue las cosechas, que la tierra, conjugando el agua y el sol, haga crecer la vida de las plantas para alimentar a una infinidad de seres que, luego, serán nutrientes de otros, dentro de la escala alimentaria, hasta llegar al ser humano, que es omnívoro. Por tanto, la tierra es la madre de la vida y, como buena madre, vela por sus hijos.

Yo soy el espíritu de la tierra, de vuestra madre, que vigila y os protege de los males, que vive para alimentaros en una perfecta armonía ecológica. Soy viejo, por no decir antiguo, como es lógico. Fui testigo de miles de aventuras de vuestros ancestros, porque Cuevas de San Marcos es un pueblo surgido de la sierra, de la Cueva Belda. Ahí habitaron los primeros seres humanos, el hombre primitivo, que buscó refugio en la propia cueva para crecer y desarrollarse, como el niño se nutre y alimenta en el útero materno. La cueva es ese útero que dio a luz a los ancestros de Cuevas, donde vivieron protegidos de alimañas y depredadores, mientras vigilaban el paso de las manadas de animales expuestos para la caza.

Allá se tallaban las flechas y hachas de sílex como armas defensivas y de caza, vivía la tribu con todos sus componentes, se guardaban y aderezaban los alimentos y se hacían los ritos para invocar a los espíritus protectores y alejar a los maléficos. Yo, siempre, estuve presente para protegerlos.

Yo existo, pero soy otra cosa, soy el espíritu de la tierra, ubicado en la sierra, que habita en la Cueva Belda. No te sorprendas ni te maravilles, porque te lo voy a explicar.

Luego fueron viniendo otras tribus y pueblos diversos que lucharon entre ellos por dominar la zona. Descubrieron el cultivo de la tierra en Los Llanos, rico lugar de abundante agua, y fueron domesticando animales para asegurar su alimento. Pasaron de sus rústicas armas a otras más sofisticadas, hachas, lanzas, arcos y flechas, espadas, etc., de la piedra al bronce y luego al hierro, siendo cada vez más mortíferas.

Os contaré que, desde la sierra, fui observando invasiones y batallas. La civilización más importante que pasó por estos lugares en la Edad Antigua fue la romana. El Imperio romano se extendió por toda la península al derrotar a los cartagineses, y se adueñaron de estas tierras, que eran ricas en minerales como hierro, plata, cobre y oro, que arrastraba en su corriente el río Sigiles (Genil), en forma de pepitas. Fue un tiempo de prosperidad para los hijos de la sierra.

Cuando el Imperio romano cayó tras las invasiones bárbaras, esta tierra fue tomada por los conquistadores germanos, siendo los vándalos los que pasaron por la zona para después acabar en África, dejando este espacio a los visigodos.

Luego, allá por los años 711 a 718, vi asentarse a los árabes. Habían roto la defensa del rey visigodo Don Rodrigo en la batalla del Guadalete y se fueron expandiendo por toda la península sin demasiada resistencia, salvo al norte. Intensa fue la vida en esos tiempos. Fueron años de asentamiento y dominio del lugar por gente venida de otros lares, que traían otra fe y cultura.

Más tarde, en el siglo X, los árabes tuvieron una “guerra civil” o rebelión. Omar ben Hafsum, nacido en Parauta, una aldea pequeñita enclavada en el corazón de la Serranía de Ronda, acaudilló un importante ejército de descontentos con el emir de Córdoba y su gobernanza, llegando, incluso, a poner en peligro al propio emir Abderramán III, que posteriormente proclamaría el Califato de Córdoba.

En estos tiempos se produjeron los hechos más lastimosos, sangrientos y tristes de la historia de la ciudad de Belda, ubicada a lomos de la sierra, donde convivían musulmanes y cristianos. ¡Ay, cuánto sufrí con esta guerra! El ejército del emir cercó la fortaleza de Belda y pidió su rendición; les dio la oportunidad, a sus habitantes, de salir y salvar la vida, amenazando con pasar a cuchillo a los que se resistieran. Salieron los musulmanes y quedaron los seguidores de Omar dispuestos a dar la batalla. Fue un asalto cruento y terrible, un asedio por sed y hambre, que acabó con la entrada del ejército del emir dando muerte a todos los habitantes, mujeres, ancianos o niños.

Posteriormente, y hasta 1212, en que los cristianos ganan la batalla de las Navas de Tolosa, una relativa paz reinó por estos lares. A partir de aquí, los cristianos fueron conquistando el Sur y practicando la guerra de razias e incursiones para diezmar el poder de los reinos musulmanes. Los últimos reyes de la Casa de Borgoña y los primeros Trastámara fueron arrebatando territorio a los musulmanes, conquistando sus ciudades y campos o haciéndolos vasallos y tributarios.

Todo concluye en otro momento de duelo y sangre en que Belda es conquistada e incorporada por Pedro de Narváez a la ciudad de  Antequera. Una vez más vi y viví la guerra, y cómo mis hijos de Belda sufrían de penalidades y muerte. En 1424, reinando Juan II, Belda es atacada y destruida para evitar nuevos asentamientos que la repoblaran, pasando a ser una mera dehesa antequerana. Perdió su identidad y se diluyó en la administración de Antequera, como una pedanía de esa poderosa ciudad, siendo identificada como Cuevas Altas.

En los siglos XVI al XVIII se fue repoblando y creciendo, algo olvidada y anclada a la falda de la sierra. Cuevas Altas crecía y su fe cristiana se afianzaba, construyendo su iglesia de San Marcos y pasando a tomar el nombre de su patrón, convirtiéndose en Cuevas de San Marcos con su independencia de Antequera.

Múltiples leyendas fueron arropando la consolidación cristiana. Una de ellas, tal vez la más conocida y divulgada, fue la del demonio de la cueva, que todos conocéis. Un intrépido fraile se le enfrentó y lo mandó al averno exorcizándolo con una jaculatoria y sellando el acto al atar un jaramago a la entrada de la cueva. Se comentan tantas cosas y fábulas respecto al asunto, que sólo vosotros, como hijos de la villa, conocéis detalles transmitidos de padres a hijos a través de la palabra. Yo, desde mi atalaya, viví tantas cosas, unas veces verdad y otras inventadas, que no podría describirlas en tan poco tiempo. El demonio de la Cueva Belda nunca existió, sólo es una leyenda que fortalece la fe de los cristianos y que embellece la devoción a su patrón, San Marcos, al atar los jaramagos, los romeros, el 25 de abril.

Al fin, en 1806, Cuevas Altas encuentra la liberación de Antequera. Ahora, Cuevas de San Marcos, inicia su singladura desde su propia identidad. Crea su ayuntamiento y son sus regidores los propios hijos del pueblo, sin escapar de los avatares que sufrió nuestra España en el siglo XIX.

Con el siglo XX, vuelvo a sufrir con la suerte de los hijos de la sierra. Se vivieron momentos difíciles y una guerra civil volvió a sembrar de dolor y sangre los campos y casas de mi pueblo. Digo mi pueblo, porque sois hijos de la Cueva Belda, de la sierra del Camorro, que veló por vosotros y sufrió con vuestro sufrir, de lo cual yo fui testigo al encarnar el alma de esa tierra, el maternal espíritu de la cueva que os vio nacer desde tiempo inmemorable.

Ahora, en el siglo XXI, las cosas pueden cambiar y yo os exhorto a procurarlo. Sembrad los valores que dignifican a los seres humanos. Llenaos de humanismo y de concordia para que la paz y el amor reinen en vuestras casas, para que la comprensión y la armonía os permitan ser felices y yo pueda dormitar al fondo de la cueva sin preocupaciones por vuestro futuro y buen gobierno, descansando en paz, como todo buen espíritu merece.

Que San Marcos os siga protegiendo. Que la armonía del cosmos os inunde… Y recordad, sois hijos de la tierra, de la sierra; y la Cueva Belda es el útero materno que os dio a luz, en la prehistoria, para crecer y desarrollaros como seres humanos. Yo, el espíritu de la Madre Tierra, seguiré velando por vosotros.


Interior de la Cueva Belda


viernes, 12 de marzo de 2021

SOBRE LA LIBERTAD



Un amigo, plantea en su muro de Facebook: "Socialismo es libertad, decía Felipe González. Socialismo o libertad, dice Ayuso. ¿De qué libertad hablamos?".

Esa especie de dicotomía que ha usado la señora Ayuso entre socialismo y libertad (que tiene bemoles plantearlo así), despertó en mi memoria aquellos adoctrinamientos del régimen franquista a través de su Formación del Espíritu Nacional. Tal vez muchos de los lectores desconozcan que en aquel tiempo se adoctrinaba a los chavales mediante una asignatura específica, que pretendía sembrar la semilla del fascismo y el Nacionalcatolicismo en la infancia mediante la difusión de los principios del llamado Movimiento Nacional, sostén ideológico del régimen.

Recuerdo en una ocasión, cuando el profesor hablaba de la libertad del ser humano, su defensa a ultranza de la misma, diciendo que el hombre siempre era libre y lo sería porque no había nadie que le pudiera arrebatar su libertad de decisión. He de decir que yo sentí como chocaba en mi inocencia infantil aquella afirmación. Pues creía que la libertad, tal como decía mi padre, consistía en la personal toma de decisiones sin que nadie interfiriera en ello para orientar tu decisión en un sentido ajeno a tus interes o convicciones. O sea, mi libertad consiste, y esto lo digo ahora cuando ya andamos en los 70, en una toma de decisiones responsable mediante un justo análisis de la situación para, en conciencia, resolver esa situación con el mayor beneficio para uno y el entorno, respetando a los demás, sin ser sometido a presiones externas, pues ya, de por sí, mis propios principios ejercen el control y la justicia en la decisión…

Pero, curiosamente, aquel excelso adoctrinador del régimen, planteaba una situación extrema, llevada al límite, tal vez, incluso, al límite del paredón de fusilamiento, porque, para justificar su discurso, decía: “El hombre es libre siempre, pues si yo te pongo una pistola en la cabeza y te digo que hagas algo o te mato, tú puedes decidir si lo haces o morir”. Extraña forma de entender la libertad… o extraña forma de justificar al liberticida. Menos mal que el pensamiento sí será siempre libre, mantenido en la intimidad, y eso hará cuestionarse todas las sandeces que pretendan inocularnos, pero, en la infancia, deja secuelas adoctrinadoras que, de mayor, has de revertir no siempre con el éxito deseado, cuando el troquelado se resiste.

 

viernes, 1 de diciembre de 2017

La vieja foto y mi recuerdo


Año 1954. Aldea de los Pérez
Hoy ha caído en mis manos esta vieja foto de mi infancia. Ha sido la llave o el resorte que me ha trasladado al pasado, como una nave del tiempo. Tal vez tenía, entonces, tres años, y posaba junto a la mayoría de niños de la aldea donde vivía. Eran los escalones de la ermita, justo al lado de la escuela, lo que nos sirvió de grada para posar en la foto.

Es curioso cómo estas imágenes generan sentires y sensaciones que parecen olvidadas, cómo fluyen los olores, la brisa y el aire que acariciaba la cara, el olor de la tierra y su contacto, el canto de los pájaros, la sombra del granado y el sabor de su fruta madura, la higuera por la que trepábamos para hurtarle el fruto, o el olivo con su grueso tronco y el ramaje que acogía los nidos de las tórtolas, a las que desahuciábamos arrebatándoles su casa como desalmado banco acreedor, los huevos o los polluelos para criarlos en cautividad, desde la maligna inocencia infantil (aunque suene a oxímoron eso de inocencia y maligna).

Las travesuras infantiles, los juegos peligrosos impensables hoy, las pueriles luchas y combates de guerreros imaginarios, el gélido colegio en el invierno, la monotonía de la maestra repitiendo sus enseñanzas a ritmo de canciones, la casa carente de agua corriente, de servicios y de luz eléctrica; el alimento pobre, aunque suficiente, sin grandes manjares, pan y aceite, fruta del tiempo, garbanzos, lentejas a expurgar, alubias y potajes, por lo general, viudos de carne… tomate conservado en la botella con el arte y la habilidad que mostraba la madre para garantizar alimento en el invierno… la vieja chimenea donde chisporroteaba la húmeda leña soltando su nube de vaho, que impregnaba el ambiente, mientras las morcillas colgadas se iban, poco a poco, ahumando, resecando para mantenerse sanas y comestibles.  

El recuerdo del patio trasero, su muladar, la porqueriza y la cuadra, el gallinero y las conejeras, que dejaba patente una fuente más de suministro alimentario; eran las piezas claves del reciclaje, los animales que convertían los desperdicios en nuevo alimento a través de los huevos o el sacrificio de su propia carne, mientras el resto de orgánicos acababan en el muladar convertidos en abono natural para los campos.

Y cómo no, escasa ropa, cargada de remiendos que alargaban su vida hasta límites insospechados, sandalias de verano que pasaban el otoño con buen uso y solo era el mal tiempo la causa de su desecho para cambiarlas por calzados más acorde a los fríos inmisericordes del invierno, trajecito o ropa limpia de domingo para ir a misa. Paciencia maternal peinando lentamente nuestro pelo para erradicar los piojos y las liendres que ibas cosechando en el colegio. Vida pobre de recursos, pero plena de cariño; dura en su expresión, pero fortalecedora en el espíritu; maestra en la calle para curtirte en el combate, para conformar los grupo, identificar los roles y papeles de líderes y gregarios; una forma de socializarse desde las diferencias de clase que reinaban en aquel tiempo.

Pero sobre todo, me viene a la memoria, el contacto con la tierra. Cómo se hundía el pie dejando huella, su olor según el tiempo, seca o húmeda, polvorienta o embarrada, terrones que se deshacían con la pisada o charcos que invitaban a chapotear en ellos… y a la vista el olivar, ese inmenso ejército alineado marcialmente que parecía subir por la ladera para morir en la batalla del horizonte, con sus camadas cubiertas por la hierba que iniciaba la cadena alimenticia con los insectos, dando alimento a los pájaros que pululaban en bandadas.

Recuerdos de las trampas con sus danzarinas alúas que atraían a los pájaros quedando atrapados para engrosar nuestra mesa. Las hazañas y aventuras infantiles haciendo de cazadores furtivos de perdices, a las que cansábamos corriendo tras ellas para, desde el agotamiento, rendirlas hasta cogerlas con las manos como el que coge una gallina del corral. El espectáculo de los buitres leonados carroñeros, comiendo los cadáveres de los cerdos afectados por la peste porcina, mientras esperábamos que llenaran su estómago para acometer contra ellos y ver cómo les costaba levantar el vuelo ahítos de carne… o el singular espectáculo de la nevada de 1954 con las calles y campos blancos en una tierra siempre ausente, aunque anhelante, de nieve.

Y cómo olvidar la búsqueda por los campos de hierba para alimentar a los conejos, de ramas y raíces para el fuego, de brezo para hacer escobas rama, de nidos para hurtar los huevos de las aves, o de espárragos para completar la exigua dieta alimentaria de la familia. El campo era para el niño un extenso mundo a explorar que ofrecía la aventura de su tránsito, el descubrimiento de su orografía, de su flora y de su fauna silvestre, de los mares del trigal, del olivar inhiesto y ordenado, de las huertas y del río, del frutal y de las plantas que cultiva el hortelano… o de ese mundo mágico cargado de vida donde sorprende una serpiente que impresiona con su reptar sigiloso, el conejo que te salta en el camino, la perdiz que levante torpemente el vuelo, el zorro vigilante para batirse en retirada a la menor señal de amenaza, o el vuelo majestuoso de las aves rapaces explorando, con su vista penetrante, los campos en busca de la presa… albercas para el riego cubiertas por su verde manto de cama de rana donde escuchabas el concierto de múltiples croares, senderos abrigados de follaje y de zarzales y canales de agua fresca que marchaba en pendiente buscando las eras de las huertas para darle savia a la hortaliza. Una universidad de la naturaleza donde se cursaban los estudios de la vida, comprendiendo los principios y fundamentos que alimentan la existencia.


Hoy, cuando se ven las viejas fotos, afloran los recuerdos que nos fueron forjando para ser lo que ahora somos, porque somos lo que somos debido a lo que fuimos. Tal vez en el mañana serán de otra manera, no fraguados en connivencia con la naturaleza, sin haber sentido el contacto con la esencia de los campos, sin experiencia y compresión de los ciclos de vida que van marcando las estaciones: el nacer y florecer en primavera, maduración y recogida del fruto en el verano, languidecer en el otoño con las ramas desvestidas de sus hojas e hibernación en el invierno para dejar la semilla que siembre la esperanza de otro ciclo venidero… las fases de la vida se repiten tenazmente, mientras la mano del hombre no lo trueque y lo acabe destrozando todo. Mas eso solo podrá evitarse si el ser humano ama a la madre naturaleza, si se educa en ese amor y respeto comprendiendo que forma parte de un todo sostenido que, al romperse, solo puede conducir al caos y a la muerte.


jueves, 30 de marzo de 2017

Fábula de los Ríos.


Mirador Pico Tres Mares
Hoy retomo una fábula que escribí allá por 1988, publicada por el diario SUR el de 17 de septiembre de ese año, que me ha vuelto a despertar la inquietud que en aquellos tiempos sentía respecto a la suerte de los hombres y mujeres de este mundo, que nacen coronados o condenados según su cuna. Espero que os guste...
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Se cuenta que en tiempos pretéritos, cuando los ríos, árboles y demás creaciones tenían vida interior basada en la inteligencia, se dio el caso de dos ríos (a los que llamaremos rico y pobre) que surgiendo de una misma montaña, uno fue al norte y otro hacia el sur. Ambos nacieron con gran ilusión, pensando que con el tiempo irían recogiendo el agua de sus afluentes, de la lluvia, y la vida de su entorno se enriquecería con su paso.

El río Rico, que se dirigió al norte, se encauzó por un precioso y verde valle, lleno de fuentes que fluían a su paso enriqueciéndolo. Su cauce era cada vez más ancho, numerosos arroyuelos apoyaban su expansión. Su cuenca, amplia, gozaba de abundante lluvia, que de forma intermitente regaba sus montañas y sus valles. La vida crecía entre sus aguas, formando un ecosistema del que se enorgullecía, con lo cual se incrementaba su soberbia y confianza en sí mismo. Despreciaba a los otros por no tener su presencia, su fuerza rompedora y una vida como la suya. Estaba plenamente realizado; ya regaba huertas en sus valles dando preciados frutos, ya le visitaban para ver con qué gracia saltaba en sus grandiosas cascadas. En su cauce bajo, los barcos transitaban haciendo de él una vía de comercio y prosperidad. Figuraba inscrito en los libros de geografía como el Gran Río. Todo esto le llenaba de felicidad, se sentía respetado, querido por todos y tenido como modelo.

Un día, cuando su cauce era más ancho y sus aguas discurrían mansamente, empezó a notar algo extraño… los peces nadaban contra corriente, sus aguas iban perdiendo la dulzura y un sabor desconocido le inundaba, estaba entrando en una masa que le hacía perder su propia identidad. El mar le estaba recibiendo y diluyendo en su inmensidad. Quiso resistirse, pero no pudo. Luchó desesperadamente, empujando, queriendo atravesarlo, pero le faltó fuerza para ello. Al final, rendido y agotado, se entregó llorando por lo que fue, porque allí terminaba su grandeza, concluían su soberbia y sus placeres; moría, dejaba su existencia.

Mientras tanto, su hermano que había ido hacia el sur, encontró otro valle, pero seco. Solo recibía agua con la lluvia, que por lo general era torrencial, dejándolo cargado de troncos, ramas, hierbajos, barro y piedras. Sentía miedo por su vida, ya que los hombres intentaban aprovechar el agua de su cauce para el riego. A veces se encontraba preso sin saber por qué, almacenado en un dique del que se le permitía salir al antojo de otros seres. Temía cuando el tórrido sol del verano evaporaba sus aguas y haciéndolas volar por los aires las llevaba al norte para enriquecer a otro río extraño; evitaba saltos y cascadas. Cuando asomaban nubes por el horizonte, una profunda alegría le inundaba, aparecía la esperanza, y la ilusión de vitalizar su existencia hacía brillar sus ojos; pero siempre pasaban de largo, caminando hacia otros lugares, para regar y fortalecer a lejanos desconocidos. Quedaba sumido en una profunda tristeza entrecortada con rabia, quería rebelarse contra ello, escapar de su cauce, mas era imposible, su sino estaba servido. Se quejaba de su maldita suerte y de la ladera del monte donde naciera, que le condujo hacia el sur. Luchaba desesperadamente por mantener su existencia. Él sabía que era un río sin importancia, todas sus ilusiones infantiles fueron borrándose a golpes de cruda realidad. No era capaz de engendrar vida en su interior como él hubiera querido. La gente lo cruzaba, pisoteando su cauce sin respeto y hasta le llamaban “arroyuelo”, haciéndole morir de vergüenza. Con tal de crecer aceptaba toda clase de aguas sucias y putrefactas, aunque ello le descompusiera y enfermera… quería seguir viviendo.

Un día, cansado de luchar, recibió una fresca sensación. Era otra agua, con otro sabor, en la que aparecían inmensidad de peces y de vida. Suavemente se fue diluyendo en ella. Aquello era un reposo, al fin encontraba su descanso, ya no tenía que luchar más, ahora formaba parte de una inmensa masa. Había dejado de existir como individualidad, pero también de sufrir y pelear. Por el mar supo de su hermano, de su grandeza y bravura, de su titánica lucha con la muerte. Y pensó: “Él nació con más suerte”.

Esta fábula la escribí tras unas vacaciones en Palencia (Alto Campoo), donde descubrí la singularidad del “Pico Tres Mares”, del cual parten las tres vertientes que desembocan en los tres mares que bañan las costas españolas: Mediterráneo, Cantábrico y Atlántico. Esto me hizo pensar cuan diferente sería la suerte del agua según cayera en uno u otro lado del pico. Observé cierta similitud con los lugares de nacimiento de las personas y su destino, su cultura y los avatares de la vida.


jueves, 2 de marzo de 2017

Encuentro de infancia


El 28 de febrero se celebraba el día de Andalucía, pero siendo sinceros, eso de los días de no sé qué no deja de ser un montaje convencional para, cuando se considera que hay algo olvidado o no suficientemente recordado, se le dedica esa jornada para realzarlo y evidenciar ese olvido o necesidad de mostrar sentimientos que habitualmente no se muestran. O sea, que si cada día tienes conciencia de esa realidad a la que se homenajea en esa fecha, vas muy por delante de los demás. Por tanto, para mí, ese día no deja de ser un día normal, aunque por sistema le dedique alguna cosilla, sea poema, reflexión o comentario a Andalucía. En todo caso, siendo un día festivo, se puede emplear en actividades lúdicas o de sociedad para mayor disfrute de la familia y amigos.

Tanto preámbulo viene a cuento porque este 28 de febrero sí ha tenido algo especial. Es curioso, pero cuando se es mayor, anda uno desconectando de amigos y compañeros de escuela o de diferentes situaciones del entorno social que se daba en la infancia. En este caso, hace unos meses redescubrí accidentalmente a un antiguo compañero de seminario, allá por los años 63 al 65, del que, al igual que de otros muchos, me había preguntado dónde andaría. Pero San facebook nos puso en contacto, como me ha ocurrido con más gente a los que les tenía perdida la pista y afloran de golpe por estos andurriales dándote una alegría.

El caso de Paco Bravo, con el que compartía puesto en la defensa del equipo del curso por ser los dos más altos de la pandilla, ha sido providencial, pues a través de él he conseguido contactar con otros amigos de la infancia con los que compartí curso en aquellos años, lo que nos ha permitido compartir, también, mesa y mantel en este día 28 de febrero. Curiosamente, cuando te encuentras con aquellos chavales cuya imagen se ancló en un pasado lejano, contrastas tus hipótesis de evolución de cada cual y te sorprende, cómo no, su evolución, aunque luego lo piensas y era previsible que acabaran donde están.

En aquel curso del 63 éramos 104 alumnos en primero, supongo que todos, con la intencionalidad de ser curas… 104 chavales era una hornada importante. Pues resulta que ninguno de ellos ha salido cura… caray, os preguntaréis cómo puede ser eso. En aquellos tiempos el escapar de los campos, del pueblo y de la condena al duro trabajo labriego al que estábamos condenados por herencia, era un deseo irrefrenable de muchos niños que queríamos estudiar y no teníamos recursos para ello. Ir al seminario era una forma de huir de aquella situación y los curas lo sabían. Tal vez por eso, pasado un tiempo, cada cual se fue decantando por una vocación diferente, que fue surgiendo conforme ese escape se hacía más patente.

Hoy nos encontramos 5 de ellos, uno catedrático en Granada, otro en Málaga, otro profesor de filología inglesa, otro… bueno no viene al caso. Todos hemos ido evolucionando en función de unas circunstancias diferentes y, a veces, azarosas que han determinado nuestra posición presente. El hecho es que, independientemente de la ubicación actual nuestra mente se volcó en el pasado y, dado que yo llevé unas fotos antiguas donde aparecemos en aquellos tiempos infantiles, todo fueron recuerdos y comentarios sobre los viejos tiempos, lo que vivimos y cómo nos identificábamos, amén de elicitar las opiniones o visiones que teníamos los unos de los otros. Detalle tras detalle fuimos desgranado la historia a través de remembranzas en sus mínimos detalles, viviendo de nuevo un pasado casi oculto en la memoria retrógrada, cuando se anclaron y escondieron en nuestros infantiles cerebros. Echamos de menos a algunos, a los que se había invitado a participar y que, por diversas causas, no pudieron estar presentes.

Mientras nosotros nos dábamos al recuerdo, nuestras compañeras fueron encajando y creando otro espacio de encuentro al amparo de aquella plataforma memorística de nuestra etapa infantil. Ellas se lo pasaron tan bien como nosotros. Claro que yo era el único novato en el grupo, pues los demás se solían ver más a menudo y no como en mi caso, que los encontraba tras 52 años de total desconocimiento del cauce por donde fluyeron sus vidas.

Luego, la foto de recuerdo, las despedidas y el deseo de repetir otro encuentro donde se reviva el pasado, que es una forma de retrotraerse a estadios anteriores y volver a ser niños. Es curioso como los niños del ayer siguen presentes en nuestras maduras y racionales mentes de adultos académicos y forjados en mil batallas de la vida, que afloran nada más rascar en la superficie del recuerdo. Es un placer redescubrir al niño que llevamos dentro y que la sociedad nos ha ido tapando, resituando o escondiendo a través de la cultura social que nos condiciona en lo más mínimo. ¡Viva el niño que emana del pasado para presentificar el ayer y sus vivencias!


Este 28 de febrero ha sido diferente, el día de Andalucía y el día de unos niños andaluces que vivieron el ayer desde el presente. Vaya mi agradecimiento a ellos, a mis viejos... o mejor dicho, a mis jóvenes amigos del pasado. Espero que en otra ocasión seamos más para poder rejuvenecer juntos. Gracias, amigos, nos vemos pronto… 

Vista de Málaga desde el Parador de Gibralfaro

Todos y todas

Los jóvenes del ayer

lunes, 12 de septiembre de 2016

La Tormenta y la alianza con la luna


(Relato poético en remembranza)


Allá por 2009, en pleno invierno y estando en mi casa del pueblo, se desencadenó una tormenta con gran aparato eléctrico, viento y lluvia torrencial. Ello sirvió de inspiración para este poema descriptivo de esa vivencia, al que titulé La Tormenta. Después escribí un pequeño relato en prosa poética aludiendo a la alianza con la luna, aquella que me permitió derrotar a la tormenta y volver a gozar de la plácida lectura y el sosiego de la chimenea.


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El gélido viento en la calle,
ruge una amenaza,
cabalga incesante sobre los tejados
y araña las tejas con su desvergüenza.

Tocando en la puerta, de forma insistente,
pretende que caiga en su trampa,
mientras yo, plácidamente, me doy a la lectura,
al amparo del cálido fuego de mi chimenea,
y al ver su bravata,
busco refugio en mi bodeguilla,
esperando, a ver lo que pasa.

Se siente burlado y apremia,
se busca aliados y ataca con fuerza,
la lluvia torrencial le apoya
golpeando insidiosa sobre la ventana.

Por unos momentos
la estancia cae presa de un rayo de fuego,
que ilumina la suave penumbra,
en una promesa de luz engañosa
que lleva a la farsa.

El viento y la lluvia se escudan en ella,
para espiarme desde la ventana.
el trueno arrogante ruge con firmeza
pidiendo que le abra la puerta.

¡Qué extraña alianza!
¡El viento, la lluvia,
el rayo y el trueno en una partida
me buscan la cara,
queriendo pasar dentro de mi casa!

Más yo, precavido, atranco la puerta,
cierro la ventana, corro las cortinas
y pido resguardo al ardiente fuego;
y para matarles y ahogar sus gritos,
su insidiosa ira y colérica rabia
busco otra alianza,
elijo la suave ternura y melódica savia
que cure mi miedo desde una guitarra,
al final conformo una colosal fuerza
que atruena en el aire a lomos de un aria.

La plácida mano,
dada por la voz de soprano,
de la Sarah Brigthman,
me empieza a dar alas,
retomo la fuerza y le planto cara,
a ritmo de “Winter in July”
me enfrento de nuevo a tanta amenaza.

En último esfuerzo reclamo a la luna,
que está en las montañas,
dominando el cielo,
sobre la tormenta,
para que destruya y espante su saña.

La luna,
escuchando a Sarah en “figlio perduto”,
se siente sensible y apoya la causa;
con un soplo inmenso le rompe las alas al viento,
que herido de muerte, dando un alarido,
vuelve a la montaña.
Y todos cansados de no lograr nada,
se rinden a esa extraña danza que vuela en el aire,
que les amenaza.

El viento se ha ido,
el trueno no clama,
la luz cegadora del rayo se apaga
y el agua se alía y empieza una danza
llevada por las suaves notas que salen del aria.

La paz vuelve luego y reina el sosiego
sembrándose una dulce calma.
Mientras Sarah canta,
la lluvia le crea una melodía de música sacra,
el fuego palpita en una extraña danza
elevando al cielo su cálida llama,
como si quisiera llegar a la luna a darles las gracias,
y la hija del viento,
en brisa montada,
roza suavemente sobre la ventana
queriendo pasar a compartir cama.

En la bodeguilla entra la bonanza,
la rítmica lluvia me canta,
la brisa acompaña,
el fuego me arropa y Sarah,
con voz de soprano, me da su compaña
y calma mis miedos
haciendo de madre benigna y afable.
Y vuelvo a mis sueños montado en mi libro,
volando de nuevo hacia la utopía
mediante las alas de mi fantasía.

Para celebrarlo me sirvo una copa
y, en brindis al aire, voy dando las gracias
por haber vivido en estos momentos,
por sentirme libre,
por haber logrado imponer la calma ante la amenaza.

¡Ay! si la luna, con Sarah y mi libro, me dieran la fuerza
para darle fin a tanta bravata,
a tanta patraña,
a tanta injusticia que hoy nos espanta
y nos arrebata la esencia del ser,
de su fina alma,
que amenaza al mundo y la convivencia
desde la avaricia junto a la jactancia.

Cuevas de San Marcos, 1 de febrero de 2009



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Mi alianza con la luna

Te preguntarás cómo conseguí el apoyo de la luna para vencer a la tormenta del poema. Veras, estaba, en mi bodeguilla, leyendo un libro de Eduardo Punset, titulado “El alma está en el cerebro”. Con fondo musical de Sarah Brightman interpretando “Hijo de la Luna”, merodeaba alrededor de una frase: “Puede que a usted le resulte doloroso, pero debemos darle una mala noticia: está usted lleno de prejuicios”, pensando hasta qué punto esos prejuicios condicionaban mi visión de la vida, mis reflexiones y conclusiones sobre cualquier materia, evitando mi asepsia analítica. En esto estalló la tormenta.

La luna dormitaba plácidamente sobre esponjosas nubes, escrutando las estrellas, mientras escuchaba a la Brightman. Todo era paz y armonía y el flujo de la melodía la transportaba a sus fantasías en un vuelo imaginario sobre la voz suave que surgía de la bodeguilla. Ya sabéis lo sensible y sentimentaloide que es la luna. Ella protege y ampara a los enamorados, respeta su amor en la sombra, se amaga entre los árboles y juega, vergonzosamente, al escondite dando una suave luz que hace todo más bello y excitante. Desde su soledad, siempre soñó con ser madre, por lo que ampara el amor en una proyección armoniosa de sus deseos más frustrados.

Aquella vieja historia sobre la infidelidad de Zeus con Alcmena, con la que se identificó (sabéis que Alcmena significa “poder de la luna” en griego antiguo), engañando a Hera, de la que nació Heracles, le había traumatizado. Hermes se lo había arrebatado violentamente a Alcmena de su regazo y anduvo buscando a Hera para que le amamantara, pero la leche de esta se derramó y formó la Vía Láctea. Desde entonces, la luna, andaba triste y afligida buscando a Heracles en los lugares más recónditos del universo para alimentarlo como si fuera su hijo. Por ello estaba tocada. La Brightman, con “Hijo de la Luna”, le estaba llegando al alma y la tormenta torpemente interfería el flujo de la melodía. Su resignación era evidente, y comprendía que era una circunstancia normal en pleno invierno.

Y yo, ahí, fui más listo. Le puse “Winter in July” (Invierno en Julio) y quedó descentrada. Sin darse cuenta cayó en el engaño y pensó que no era febrero, que era julio, que estaba siendo usurpada la noche veraniega y que la tormenta había roto el pacto rasgando la plácida noche con su exabrupto estruendoso de locura.

No se percató de que tras ella no vigilaba la Vía Láctea con sus millones de ojos nocturnos, con su polvo de estrellas, con su maternal disposición a orientar y dirigir al caminante en las cálidas noches veraniegas, esperando paciente a que Heracles pudiera nutrirse. Incluso llegó a pensar que Heracles, el hijo ilegítimo de Zeus, llevado por Hermes, había succionado la leche esparcida de Hera desvaneciéndola, lo cual le agradaba pensando que al fin se nutría.

Entonces empezó a enfadarse con la perturbada tormenta y, poco a poco, hinchó su pecho de cólera y le gritó que se fuera, que no era su tiempo y que ahora tocaban las plácidas noches, que guardara su energía para el crudo invierno. Al sentir el grito imperativo de la luna entendí su disposición a prestarme su ayuda. Esta alianza sería definitiva para derrotar a la tormenta, para ahuyentarla junto al viento, la lluvia y el trueno, para conseguir la calma y el sosiego que le diera serenidad a mi íntima noche y poder seguir mi lectura y reflexión con el Punset.

Entonces, en un momento de inspiración, le puse “Figlio perduto”. Su reacción fue inmediata. Estando tocada por “Hijo de la Luna” y engañada por “Winter in July”, este último impacto le fue irresistible. Su enojo subió de tono considerablemente y en un arrebato de ira, rayando en la locura, arremetió contra el viento quebrándole las alas. El viento ofuscado y confuso, pensando que no era respetado su tiempo, nada pudo hacer contra ella y le abrió camino hasta mi ventana. Luego se marchó esperando aflorar en otra ocasión, clamando venganza. Lo demás ya lo sabes, ya te lo he contado, te lo dije antes.

Desde entonces, al mirar la luna, me siento su cómplice en un tácito acuerdo, en el que le pongo música y ella fantasía cuando me la encuentro. Ahora, en las noches claras, me voy de paseo y por el camino nos lanzamos guiños por entre las nubes, nos tiramos besos en plena armonía, como enamorados esperando que no llegue el día. Y te juro que, si yo pudiera, la acompañaría durante la noche, a buscar a Heracles, pensando que posiblemente se encuentre en Tartessos, abriendo el camino a las naves, que permita el paso a esa extraña tierra que mentaran tanto Timeo y Critias, esa tierra ignota, la de los atlantes.




sábado, 10 de septiembre de 2016

La Aceña


Vista de la Aceña desde Montenegro
(Relato en remembranza de los años 50)

Mirar hacia atrás es revivir la vida; tal vez por eso exista la nostalgia, que es esa tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, pero que, mirándolo en su parte positiva, desde la madurez, permite reactivar las emociones que ya se vivenciaron en su día. Además la remembranza tiene un valor muy importante, pues uno elige la parte de la vida que quiere recordar y revivir, que suele ser siempre algo agradable, aunque lo desagradable, que también puede ser recordado y, siguiendo las propuestas psicoanalíticas, pretendería superar el trauma que lo causó a través de la evocación del pasado, es como si quedara pendiente la liquidación de un conflicto del ayer que debió superarse en su día. Pero yo voy al primer caso, es decir a recordar mi infancia con sus partes bellas y gratificantes o, al menos, aquellas que prevalezcan sobre las lamentables.

Noria actual que riega la parte baja de la Aceña
La foto primera de las huertas de la Aceña, tomada desde la cumbre de Montenegro, ha sido el revulsivo que me ha llevado al recuerdo. Fue tomada hace algunos años, cuando solía hacer senderismo y buscar lugares con vistas panorámicas, intentando descubrir la espectacularidad de las imágenes y perspectivas desconocidas. Como puede verse, el río Genil abraza la zona a modo de protección, como si fuera una herradura, tal vez la de la suerte, que con su brazo de agua la nutre y alimenta. La noria canaliza el agua sustraída al caudal del río para fusionarse con la tierra dando vida a los frutos de la huerta.

Pero la casa y huertas de mi familia no estaban en ese entorno, sino en la parte abierta de la herradura, elevadas sobre el río, lo que impedía usar el agua para el riego, del que disfrutaban las huertas de los Bernardos, Lara y compañía. Las otras familias, como los Cosarios, se nutrían de albercas alimentadas por veneros, sometidas a acuerdos de uso y propiedad del agua. Tal día le tocaba el riego a uno y tal otro a otro. Recuerdo la alberca nutrida por un caño de agua fresca que era fuente de vida, pues proporcionaba agua potable a los habitantes del entorno mediante el uso de cántaros y recipientes para transportarla a casa, a la vez que su embalsamiento permitía el riego sistemático de las huertas del lugar.

Las huertas… la huerta era para mí un paraíso pues yo vivía en una aldea de la Roda, donde no tenía acceso a espacios similares, por lo que cuando visitaba a mi familia (allí vivian mis tías Dolores y Brígida, mi tío Mariano y mi tía Teresa con mi abuelo hasta que murió, rodeados de mis primos y primas) era todo una fantástica experiencia. Cambiaba la forma y el fondo de vida, el cariño y afecto de la familia, la alimentación, el juego y diversión, los baños en el río, los paseos por la tierra, el trillo de la era con su parva y los hombres aventando las mieses. Qué experiencia más alucinante era dormir en la era en las noches de verano. Jamás volví a ver un cielo tan claro y poblado de estrellas, con su vía Láctea, o Caminito de Santiago como refiere el Códice Calixtino. En aquellos tiempos uno no sabía casi nada del firmamento y cómo, en todas las culturas, fue un motivo mágico para interpretar el cosmos y su influjo en la vida de los seres humanos. Qué belleza y fantasía hay en la interpretación de la mitología, cuando dice que la vía Láctea se formó con el reguero de leche de la diosa Hera desparramada por el cielo cuando se negó a amamantar a Hércules niño, producto de la infidelidad de su esposo Zeus con la mortal Alcmena. Con estas cosas, te tumbas bocarriba, miras el cielo y le das rienda suelta a tu imaginación, liberándote de las presiones de este mundo, refugiado en las estrellas por unos instantes con un vuelo prodigioso y mítico.
 
Sentado en el borde de la vieja alberca
Pero vuelvo a la huerta y dejo la era. La huerta me recordaba, dentro de mi candidez, al paraíso terrenal. Había frutales variados como cerezas, peras, membrillos, granadas, ciruelas, cermeñas, manzanas y una linda higuera sobre el brocal, que temerariamente se asomaba al agua dando sombra casi a la totalidad de la alberca. Esa higuera era lugar común de juegos mientras nos deleitábamos comiendo higos a horcajadas de sus ramas con el riesgo, no consciente, de caer sobre el agua y darnos un baño forzoso, nada desechable en pleno y caluroso verano. Los frutos tropicales, tan de moda hoy día, no se conocían ni cosechaban en aquellos tiempos.
 
Excelentes tomates cultivados por mi primo José
En las eras crecían, alimentadas por el riego, un interesante número de hortalizas. Como tomates, berenjenas, pimientos, melones, sandias, ajos, cebollas, lechugas, zanahorias, calabacín, pepino, etc… Pero uno de los productos más deseados era el tomate, que al abrirse por la mitad y ponerle sal refregando las partes para la disolución, era un bocado exquisito. Si a ello sumamos la accesibilidad al consumo de fruta, ya me dirás si aquello no era un paraíso para los críos, que no veíamos el esfuerzo y el trabajo que requería el cultivo y cuidado de la huerta.

Recuerdo la vereda que llevaba de las casas a la alberca, estrecha y siempre amenazada por el zarzal indómito, escoltada por frutales en sus bordes y acariciada melosamente por la acequia a cuyo borde pugnaba por sobrevivir la mata del TE. Era dificultoso transitar en algunos tramos del camino ya que frutales y zarazas, en su pugna por dominar la zona, ocupaban el espacio obligando al transeúnte a inclinar la cerviz a modo de sometimiento ante la lucha de la naturaleza.

Desde la perspectiva actual se ve claramente que no eran tiempos fáciles, sin agua en las casas, sin servicios sanitarios que te remitían al uso del muladar, sin acomodos y confortabilidad y escasez de enseres del hogar. Eran tiempos difíciles, pero el niño, en su inocencia, no llegaba a comprender el agobio que tanta dificultad producía en sus padres. A pesar de todo, la vida tenía su encanto, la casa encalada y blanca, su suelo empedrado con cantos rodados del cercano río, la chimenea encendida y adornada con morcillas ahumándose, el corral con las gallinas dando huevos y carne, mientras que la cabra aportaba leche, los conejos carne y el cerdo era un gran reciclador pues hacía de los desperdicios excelentes jamones y demás derivados; el burro pacía en la cuadra a la espera de su turno de trabajo, mientras perros y gatos merodeaban en continuas esquivas para evitar encontrarse en conflicto… era un conjunto ecológico donde compartían espacio y hogar los seres humanos y los otros seres que, en su alianza, nos hacían la viuda más fácil desde su arcaica connivencia.

Casas de la familia en la actualidad
El calor en las noches de verano te arrojaba de la casa y buscabas en la puerta, sentado en la silla de aneja, una ligera brisa que paliara el sofoco. Mientras los mayores charlaban y fumaban, los críos jugábamos o nos quedábamos embelesados con las historietas y cuentos que nos relataba un espontáneo con vocación de narrador, o más bien narradora, pues eran las mujeres las que, desvinculándose de la charla de los mayores, se aliaba con nosotros con su voluntad de asombrarnos con sus relatos de tradición oral. Eran temas de fábulas, de amores, bandoleros, pugnas y reyertas, o de cuentos, que nos hacían interesarnos por el pasado y la historia permaneciendo con la boca abierta. ¡Cuánta bondad había en aquellas relatoras!

La casa de mi abuelo tenía una explanada empedrada delante; una parra escuálida, a juego con la penuria de aquellos tiempos, que se esforzaba denodadamente en ofrecer unas escasas hojas que nos protegieran de las agresiones del sol, adornando unos raquíticos racimos de uvas que eran más un ornamento que un fruto comestible, en un intento de ganar el favor de mi abuelo para no ser eliminada por incompetente. El botijo de agua fresca, del que había que beber a chorro… y pobre del que chupara el pitorro, se ofrecía como forma de apagar la sed y las amenazas del calor. Todo ello a la espera de que una ligera brisa suavizara la calurosa noche, que una vez superada invitaba al descanso en un catre con colchón, en algunos casos, relleno de crujientes panochas, o de lana de borra.


Yo, hoy, a la vista de esta foto, volé buscando en el pasado reflejos diferentes de un humanismo tan ausente, de una forma de vida en valores distintos. La tecnología nos apartó de la naturaleza, le volvimos la cara y le mostramos un desprecio que nos puede costar caro, pues la tierra es la madre de todo nuestro sustento. Nos satisfará hasta su último aliento, pero si no somos capaces de encontrar la belleza y las emociones que conlleva su trato, si el amor a la “Pacha mama” se diluye y muere, también será nuestra sentencia de muerte. El hombre forma parte de un todo, y si no lo respetamos y conservamos no seremos nada, porque “el todo” nos habrá abandonado y entregado a la nimiedad.

martes, 30 de agosto de 2016

Palomo y el niño


Foto tomada de internet
(Relato en remembranza)

Este relato es real, con algún matiz, aderezo o mezcla de tiempos, pues en la nevada de 1954 a la que se alude tenía yo 3 años, pero el caso de Palomo fue una par de años después.
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Había amanecido un día frío, desangelado, con algo de nieve aún, tras la sorprendente nevada de un febrero loco que este año se había pasado 10 pueblos. Hacía lustros que la nieve no asoma por aquellos parajes. No era habitual que en el sur se diera esa nevada, si acaso unos copos temblorosos que se diluían al contacto con la tierra, como la estrella fugaz se volatiza con la fricción al entrar en la atmósfera. Carámbanos, rincones teñidos de un blanco residual, charcos de agua helada donde los pajarillos bebían pero no osaban bañarse, eran testigos mudos de lo acontecido días antes, cuando una tremenda tormenta  de nieve trajo un manto blanco al amanecer, cubriendo al cortijo de un níveo esplendoroso confundiendo paredes y suelo en una continua superficie alba. Los hombres, gañanes, arrieros, mozos de  mulas y demás labradores, fueron abriendo vías para romper el inusitado y pertinaz cerco de la nieve que había cubierto el suelo con una capa próxima a los treinta centímetros. Paleando con denuedo hicieron caminos hasta comunicar las diversas estancias del cortijo: cuadras, graneros, pajar, portalón, zonas habitables, etc. En el centro del patio se erguía el brocal del pozo asociado al abrevadero de las bestias. Desde él, también se hicieron surcos labrados en la nieve para comunicarlo con las diferentes dependencias.

Nada más entrar por el portalón se encontraba al frente la zona habitada, cocina y chimenea fogón, donde la casera cocinaba los potajes y fritangas de la tropa de gañanes y labriegos; al lado y en el piso superior encontrabas estancias mal dotadas, donde dormía sin demasiado confort la gente temporera, aceituneros, segadores, recolectores, etc. Una sólida y pulcra puerta con cerradura establecía el límite con las dependencias que usaba el administrador y el señorito cuando venía; desde allí se accedía a los graneros. A la izquierda se encontraban las cuadras, con el pajar y una especie de entresuelo donde dormía el gañán que cuidaba las bestias. A la derecha los espacios dedicados a los aperos de labranza, almacén de material, garaje con un pequeño taller de reparaciones y otros recintos.

Curro, subido al tejado en temeraria actitud de equilibrista, intentaba reparar algunos desperfectos que la presión de la nieve sobre el frágil techo había producido. Él era el albañil, además de gañán experto en el dominio de las mulas, con la fuerza y el peso adecuado para hundir la cuchilla del arado y sacar la tajada de la tierra en un surco interminable. En su pueblo, cuando el trabajo en el cortijo se acababa, ejercía ese oficio. No era un maestro en ese difícil arte de la albañilería, pero le metía mano a todo con una temeridad que rayaba en la inconsciencia. Hoy tenía miedo, pues el peso de la nieve y los efectos del deshielo habían dejado en evidencia la fragilidad de aquellos viejos techos donde se conjugaba la caña, el barro y la teja con un enjuague de yeso. Ya se había desprendido algún trozo de tejado que debería reparar sin dilación para evitar que el pajar quedara a merced de la amenazante lluvia. Debería ir con cuidado si no quería dar con sus huesos en el suelo, o mejor dicho, en el pajar. Al menos el golpe sobre la paja no sería tan traumático como el porrazo en el patio.

Andaba Curro en estas disquisiciones y otras preocupaciones propias de su oficio, cuando le distrajo la imagen de Antoñito jugando con Palomo. Palomo era un perro blanco, grande y fiel, de raza indefinida, que siempre acompañaba al chaval como leal guardián y defensor. La madre del niño, que sentía un terrible pánico por las serpientes, decía haber visto como se le erizaba el pelo, rugía amenazante y ladraba con la vista puesta al frente; era una serpiente que se escabulló llevada por el miedo ante la amenaza de Palomo.

Pobre crío, pensó el gañán, que tiempo más malo le ha tocado vivir en su infancia, aunque él, con sus tres años, vivía un mundo irreal donde esas cuestiones no tenían cabida. Hambre, escasez, frío, mal abrigo y rodeado de miseria y pobreza tras esta terrible contienda civil que nos ha tocado sufrir. Al menos, en el cortijo, no le faltaría un bocado de pan, aunque fuese duro. Y Curro dejó volar su pensamiento recordando las ilusiones de la gente cuando la II República prometía liberarles del yugo de los señoritos explotadores. Una sonrisa se le escapó de sus labios reviviendo sus andanzas, sus luchas, junto a sus camaradas, contra los que tuvieron la osadía de levantarse contra el legítimo gobierno. Fueron tiempos de esperanza, de libertad y promesas de un futuro mejor, de igualdad entre los hombres y de una revolución en la educación llevando las escuelas a los pueblos…

Su rostro se transformó en compungido, serio y afligido pensando que todo fue un espejismo, que se perdió la guerra, que se le llevó a un hermano en el campo de batalla y a otro fusilado a los pies de la tapia del cementerio. Él había escapado de milagro al no tener delitos de sangre, decían los vencedores, como si ellos no tuvieran miles de esos delitos acumulados a sus propias espaldas; pero el vencedor siempre tiene la razón, la razón de la fuerza, claro. Ellos mataban por justicia, los demás por asesinos y traidores a su patria. Malos tiempos vinieron para él y los suyos, hubo palizas buscando delaciones, sorna y chanza por ser rojo, humillaciones y desprecios. Al final, sumiso y obediente, acabó aceptando al explotador contra el que quiso luchar. Había aprendido que en este nuevo orden, para evitar problemas y sobrevivir, lo mejor era callar y obedecer al amo, sí al amo, eso era el señorito, el amo de todos ellos. Sacudió la cabeza, como queriendo sacudirse de tales pensamientos que le atormentaban, en el mismo momento en que cedía el trozo de techo que le sostenía en parte, quedando a horcajadas, peligrosamente, sobre el caballete que formó la pared ya libre y limpia del tejado. ¡Vaya susto! Pensó… y mientras se reponía volvió a posar su mirada sobre Palomo y el niño.

El perro llevaba sobre su lomo una especie de aparejo que él mismo le había hecho para que Antoñito lo montara, sabiendo que el animal se dejaba montar por el niño con docilidad. También le había hecho una jáquima especial con cuerda y tiras de lona. El crio pretendía poner la jáquima en ese momento, estaba preparándolo para que ejerciera de caballo fantástico en una extraña simbiosis entre perro y niño que proporcionaba regodeo a ambos. Ya le había visto en otras ocasiones haciendo de jinete, conformando una singular figura infantil sobre un brioso corcel blanco con ronzal y espuelas. Era habitual encontrar, entre los gañanes y gente de campo que habitaban el cortijo, a ambos, perro y jinete, a modo de proyecto de un centauro mítico en estado infantil. No comprendía como aquella impresionante mole de animal permitía que el chaval le hiciera tantas perrerías y abusos sin la menor queja. Palomo era fiero con los demás, pero con el crio se convertía en blandengue. Su mirada era limpia, sumisa, reflejando una docilidad sorprendente, eso sí, al niño que no lo tocara nadie con mala intención. En una ocasión, un temporero desabrido increpó al chiquillo que estaba cerrándole el paso.  En ese momento el perro, que iba a su lado, se volvió y con un terrible rugido le enseñó una dentadura limpia, fuerte y amenazante. El hombre se quedó de piedra y quiso imponerse al perro, pero todos le aconsejaron que desistiera de ellos pues Palomo era terriblemente fiero cuando entraba en pugna. Todo acabó cuando Antoñito llamó al can y le dijo, con su media alengua: “Vamos Palomo”. Ahora, el perro estaba mayor y hacía algunas cosas raras… serían de la edad.

Caray, qué frío. Una ráfaga de aire helado le azotó la cara y Curro se percató que la leve sudoración, que se había iniciado con el trabajo de reparación del techo, había desaparecido, cosa evidenciada por aquel repelús que le distrajo, mientras pensaba que era mejor bajar para comer algo, dada la hora.

En ese momento volvió a mirar al niño que ahora disputaba con el perro. El animal parecía agresivo, tenía la manita del niño en la boca, mientras la otra mano del chaval sujetaba el ronzal y el perro cabeceaba dando la sensación de que había mordido al crío atrapándole la mano, lo curioso es que Antoñito no lloraba. No lo pensó dos veces, saltó como pudo del tejado creyendo que Palomo, en su senectud, había perdido la razón, si es que los perros tienen uso de ella, y agredía a Antoñito. Tomó una vara que había por allá y fue directo a sacudirle al animal que, ante el doloroso contacto con el castigo, se desprendió violentamente del crio con un quejido lastimero, pero sin mostrar agresividad, pues Curro era su amigo. En todo caso puede que no entendiera las causas por las que Curro le castigaba tan violentamente. Optó, tras recibir otro par de varazos, por huir del lugar aullando y dejando al niño sumido en un llanto inconsolable. Curro quiso coger al crio para protegerlo, pero este se resistía pegándole golpes en el pecho, en la cara y allá donde llegara con sus bracitos, a la par que gritaba chillonamente: ¡Malo, malo, deja, malo…! queriendo ir tras el perro que se había ocultado en la casa.

A los gritos del chiquillo salió su padre y su madre que estaban en la casa, preguntando qué había pasado y por qué lloraba el niño y actuaba de semejante forma. Curro quiso explicar con detalle todo lo que había pasado y la extraña conducta del perro. El padre de Antoñito no le dejó terminar y le dijo: “Escucha Curro, yo estaba en la ventana viendo jugar al niño con el perro. El niño, en su curiosidad, y sujetando con una mano la brida, intentaba cogerle la legua al perro con la otra y tirar de ella, cosa que molestaba al animal como es natural, procurando desprenderse mediante sacudidas con la cabeza. No le estaba mordiendo, Curro, solo intentaba liberarse del atosigamiento a que le sometía el crio, Palomo nunca le haría daño al niño, es más daría la vida por él si fuera necesario y tú lo sabes”. Mientras, Antoñito, al sentirse liberado de los brazos de Curro, se fue corriendo a buscar a Palomo. Lo encontró lamiendo la zona golpeada, se acercó al perro y se abrazó a él, quedando los dos unidos en un abrazo al que solo la inocencia del niño y la bondad del animal podían dar sentido.

Curro se percató de su error sin saber cómo enmendarlo. Quiso ir a buscar al perro y tras él marchó el padre de Antoñito. Cuando el animal le vio se sobresaltó, y el niño, en ese momento, comenzó a gritarle de nuevo que se fuera de allí. Ahora el perro, ante los gritos del chiquillo, había cambiado y se enfrentó a Curro mostrando su poderosa mandíbula y su disposición  a agredirle si tocaba al crio. Curro sintió miedo, se separó y protegió detrás del padre. Este le dijo: “Vámonos Curro, deja al niño con el perro y más adelante haremos las paces, cuando yo hable con Antoñito”.

Aquella noche Curro no durmió bien. Soñaba que Palomo se marchaba con Antoñito sobre su grupa y volviendo la vista atrás le amenazaba con su rugido si les seguía. Estaba perdiendo al niño y al perro en la lejanía y una extraña angustia se apodero de él rayando en la culpa, la frustración y la sensación de pérdida. Despertó sudoroso y dispuesto a resolver el caso por la mañana. El padre le explicó a Antoñito lo que había pasado, el error de Curro y cómo corrió a defenderlo a él de la agresión de Palomo. El niño no comprendía, en su inocencia infantil, cómo le iba a hacer daño el perro a él si eran amigos, uña y carne podríamos decir. De todas formas, al final, entendió las explicaciones del padre y mostró su disposición a volver a ser amigo de Curro, al que había gritado y retirado su amistad. El padre le pidió que acompañara a Curro para hacer también las paces con Palomo y accedió.

Luego, cuando Curro y el padre de Antoñito hablaron, establecieron una estrategia para que este y el perro borraran de su memoria lo sucedido y volvieran a ser amigos como antes. Antoñito iría de la mano de Curro a ver a Palomo, se acercarían a él tranquilamente, como amigos, y Curro le entregaría un trozo de carne en señal de paz. Inicialmente el perro, que se encontraba en las cuadras, estaba reticente, desconfiado hacía el adulto, pero sometido al niño. Antoñito lo acarició mientras Curro le ofrecía la carne, que olió a la par que la mano asesina que le golpeó el día anterior. Dio un paso atrás, aunque después, con el tutelaje del niño, se dejó acariciar por Curro y acabó aceptando el presente que volvía a sellar la amistad entre ambos. Los adultos salieron de la cuadra y marcharon a la casa dejando al crio con el perro. Al cabo de un rato, perro y niño aparecieron por el patio jugando, dando saltos el perro, buscando el aparejo y la jáquima… todo volvía a ser como antes. Incluso la nieve del día anterior se había esfumado dejando una mañana luminosa. El frío se suavizó y la pared norte del patio ofrecía una “recacha” espléndida para tomar el sol del gélido invierno. El padre del niño le dijo a Curro: Hoy no podemos ir al campo, pues la tierra está enguachinada  por la nieve derretida, ¿te hace  un pitillo en aquella “recachita” para calentarnos?  Y allá fueron a hablar de sus cosas mientras liaban ambos sus respectivos cigarrillos con tabaco de la petaca y papel de los librillos. Perro y niño jugaban ajenos a todo. La vida seguía su cauce habitual dando lecciones para los que quieran escucharlas.



lunes, 29 de agosto de 2016

Aquellos años felices de los sesenta.

Foto de  1964

(Un relato en remembranza)

Cada etapa de la vida tiene su encanto. La juventud puede con todo y, en nuestro caso, aunque hubiera un sinfín de necesidades, la afrontábamos con la alegría del reto. Ahora, cuando se ha transitado por el mundo a caballo de tantas circunstancias y avatares de la vida que fueron forjando una personalidad cercana a la madurez, se mira al entorno y se ve la abundancia de recursos materiales, los diversos y originales mecanismos que nos facilitan la vida, el acceso a la información a través de internet y un cúmulo de circunstancias que nos permiten encontrar lo que buscamos a primeras de cambio. Entonces se aprecia la impresionante diferencia que hay entre los jóvenes de hoy y los de aquellos tiempos.

Hoy se está familiarizado con el asombroso mundo de la comunicación y la computación desde pequeño. Los padres entienden que quien no domine la informática y la tecnología punta será un analfabeto funcional el día de mañana. Es imprescindible que nuestros hijos conozcan y se ejerciten en ese mundo misterioso, vedado, en gran medida, a nuestro conocimiento de adultos sobrepasados, en mayor o menor grado, por el proceso evolutivo al que no pudimos subir por su vertiginosa marcha y las pocas habilidades, o capacidades, que fuimos adquiriendo en nuestro inapropiado plan de estudios y formación para estos menesteres. Nuestros hijos, de mente abierta, agilidad demostrada, y especial disposición para comprender y asimilar el lenguaje de las tecnologías punteras, juegan, se entretienen y desarrollan su inventiva con recursos impensables en aquellos tiempos nuestros. Consolas, telefonía, videojuegos que, con la aparición de las Playstation, conforman una oferta de actividades lúdico educativas o formativas con una diferencia abismal con lo que nosotros tuvimos.

Yo recuerdo que mis juegos tenían una doble vertiente. Por un lado, dada la imposibilidad de adquirirlos, debía fabricarme mis propios juguetes en función del proyecto que me hubiera planteado. Si quería jugar a tener un campo, con huerto y maquinaria agrícola, tenía que recrear ese campo en el patio de la  casa, buscar el lugar adecuado para poder construir una pequeña alberca, formar los almorrones de la huerta, la eras y los cauces por donde discurriría el agua, así como construir un tractor con el material que tuviera a mano, dotado de remolque, etc… Y vosotros os preguntaréis qué cómo se hace eso: pues con mucha fantasía, con imaginación y creatividad infantil, hasta tal punto que un mamarracho de invento podía parecernos una maravilla de diseño y construcción. Me construí con madera mis espadas, mi arco y mis flechas, mis armas de guerra, para ejercitar mis habilidades guerreras en el patio de mi casa. Tiro con arco, esgrima y ejercicios de corte militar para entrar en guerra con los paisanos del otro barrio.

Hoy no nos dejarían fabricar armas con un cuchillo, como a mí, con el riesgo de sufrir un accidente, pero en aquellos tiempos, o nuestros padres eran unos inconscientes, o la cultura familiar determinaba que los niños debían enfrentarse a su entorno desde muy temprana edad y aprender el uso de navajas y cuchillos como forma de desarrollo personal. Luego, conforme ibas creciendo, cambiabas la orientación de tus motivaciones para el ocio y juego. Nuestros padres eran analfabetos, o semianalfabetos, y no se sentían con los conocimientos suficientes para orientar nuestra educación, sobre todo en un mundo tan cambiante como el que se estaba viviendo. Ello, una vez que habías superado su nivel de conocimiento desde la escuela, nos permitía cierta libertad de movimiento apoyado en la excusa u orientación del aprendizaje y los libros.

Hubo en mi pueblo, allá por los 60 y 70, una generación de chavales cargados de energía y creatividad. Yo recuerdo  con especial cariño al colectivo en el que me integraba. Me viene a la memoria el malogrado José Porrino, Francisco Hinojosa, Salvador Gutiérrez, Antonio y Enrique Reina, José Bernardo, Hipólito y Miguel Ángel hijos del cuerpo de la Guardia Civil, y un amplio etc. Pero especialmente tengo el imborrable recuerdo de mi amigo Vicente Torralvo. Éramos uña y carne, hasta tal punto que formamos un club al que denominamos VIPO (Vicente y Porras), cuyo objetivo principal era el esparcimiento mediante la investigación y desarrollo en muy variadas vertientes: laboratorios farmacéuticos, tecnología en construcción  de barcos y armas de guerra, juegos, excursiones y demás.

El laboratorio se instaló en la guarrera o porqueriza de la casa de su abuela dado que no estaba en uso en ese momento; el problema vino cuando el cerdo ya comprado para el cebo quiso usurparnos el lugar, pero ese es otro tema. Tras preparar la dependencia buscamos mobiliario adecuado como pequeñas mesas, sillas, estanterías, etc. Recolectamos medicamentos varios de los desechados por nuestras madres y abuelas y cualquier otro que pudiera servirnos de componente para el ensayo. Nuestra inventiva nos llevaba a mezclar sustancias y ver cómo reaccionaban, tanto en frío como al calor del fuego, lo que nos dio algún que otro susto. El compuesto resultante se denominaría con la primera sílaba de cada uno de los integrantes que habíamos mezclado, dejando constancia de su fórmula. Luego, en un acto de maldad, inoculábamos el nuevo producto en los tábarros, previa eliminación del aguijón, y observábamos la reacción anotando en un papel el resultado de la misma. Cuando se iba acabando un producto y no teníamos más, le poníamos agua y pasaba a llamarse, por ejemplo: Caseosán aguado. Recuerdo, con cierta sorna, que decidimos disponer de orina usada como otro componente más, dadas las propiedades que le asignaban los hindúes, etiquetándola como Meaos puros; una vez nos faltaron y como no teníamos gana de orinar ninguno de los dos le añadimos agua y la cambiamos el título por Meaos aguados. El humor que no faltara para acompañar a la fantasía.

Os aseguro que conseguimos que reviviera un tábarro, que había resultado ahogado, aplicándole uno de nuestros productos. Luego, las multinacionales farmacéuticas no nos hicieron caso y la magia de nuestros inventos se perdió. La casa Roche nos obvió y todo fue un derroche de energía y creatividad desaprovechado.

En una ocasión diseñamos y construimos un barco… pero un barco de vapor que andaba solo. Nuestro astillero era pobre, de medios muy reducidos, por lo que recurrimos a lo que teníamos más a mano. Una lata de leche condensada vacía, un envase metálico de pastillas efervescentes, un corcho para cerrarlo haciendo de caldera, una barrita de bolígrafo atravesando el corcho en contacto con el vacío superior de la caldera que recogiera el vapor y, atravesando el casco del barco y hundiéndose en el agua, lo expulsara e hiciera chocar con ella  como fuerza de empuje. Para terminar debíamos usar algo que calentara la caldera y convirtiera el agua en vapor forzándolo a salir con la fuerza necesaria para propulsarlo, para lo que usamos un algodón impregnado en alcohol y depositado en un platillo de cerveza, que se colocaba bajo la caldera sometiéndola directamente al fuego, mientras se sujetaba por un mecanismo de alambre que hacía de soporte.

Ahora se trataba de construirlo. Quitamos tapa y culo de la lata, la presentamos en forma de hoja abierta y la doblamos por la mitad; a cada extremo le cortamos un trozo quedando un doble tronco irregular de pirámide unido por la base superior. Al doblar los bordes cortados en los extremos y sellarlos con cera formamos la popa y la proa; a la popa, más vertical y redondeada, le hicimos un agujero para que pasara la barrita del boli que venía de la caldera y se hundiría en el agua, la proa más biselada, con más inclinación y con una quilla fina que cortara el agua. Al fondo plomo para que hiciera de lastre y no volcara el invento. La estanqueidad se conseguía con el sellado de la cera. El barco estaba terminado, solo faltaba botarlo. No teníamos mar, pero sí una alberca pequeña con agua. Allá vamos.

El invento flotaba, el lastre lo mantenía sin volcarse y la caldera medio llena de agua estaba dispuesta sobre el platillo con algodón y alcohol, debidamente asegurado el corcho con alambra para que no saltara. Fuego y a esperar. Se consume el alcohol y no funciona. ¿Será que no ha dado tiempo a calentarse el agua y evaporarse? Más dosis de fuego y… poco a poco empieza a silbar un flujo de vapor que atraviesa la barrita del boli y lo lanza dentro del agua… lentamente el barco se desplaza y va cogiendo ritmo. ¡Albricias, el invento ha funcionado! Nos miramos y la cara de satisfacción lo dice todo.

Luego lo hicimos funcionar en la alberca del cura, en el cortijo de su abuela, en el pilar, etc. para asombro de los observadores. Todavía lo recuerda su tía Piedad y a veces lo comentamos.

Después vendrían otros inventos, como la fabricación de pólvora, la construcción de un cañón y algunas otras cuestiones de menor orden, que nos permitían esa felicidad que produce el logro de los objetivos marcados por la curiosidad de unos chavales que querían aprender y experimentar, cargados de inquietudes; pero eso lo dejo para otra ocasión, si es de vuestro interés…


Alienación y librepensamiento

Opinión | Tribuna Por: Antonio Porras Cabrera Publicado en el diario La Opinión de Málaga el día 13 SEPT 2025 7:00 https://www.laopin...