Año 1954. Aldea de los Pérez |
Hoy
ha caído en mis manos esta vieja foto de mi infancia. Ha sido la llave o el
resorte que me ha trasladado al pasado, como una nave del tiempo. Tal vez tenía,
entonces, tres años, y posaba junto a la mayoría de niños de la aldea donde
vivía. Eran los escalones de la ermita, justo al lado de la escuela, lo que nos
sirvió de grada para posar en la foto.
Es
curioso cómo estas imágenes generan sentires y sensaciones que parecen olvidadas, cómo
fluyen los olores, la brisa y el aire que acariciaba la cara, el olor de la
tierra y su contacto, el canto de los pájaros, la sombra del granado y el sabor
de su fruta madura, la higuera por la que trepábamos para hurtarle el fruto, o
el olivo con su grueso tronco y el ramaje que acogía los nidos de las tórtolas,
a las que desahuciábamos arrebatándoles su casa como desalmado banco acreedor, los huevos o los polluelos
para criarlos en cautividad, desde la maligna inocencia infantil (aunque suene a
oxímoron eso de inocencia y maligna).
Las travesuras infantiles, los juegos peligrosos
impensables hoy, las pueriles luchas y combates de guerreros imaginarios, el
gélido colegio en el invierno, la monotonía de la maestra repitiendo sus
enseñanzas a ritmo de canciones, la casa carente de agua corriente, de
servicios y de luz eléctrica; el alimento pobre, aunque suficiente, sin grandes
manjares, pan y aceite, fruta del tiempo, garbanzos, lentejas a expurgar,
alubias y potajes, por lo general, viudos de carne… tomate conservado en la
botella con el arte y la habilidad que mostraba la madre para garantizar
alimento en el invierno… la vieja chimenea donde chisporroteaba la húmeda leña
soltando su nube de vaho, que impregnaba el ambiente, mientras las morcillas
colgadas se iban, poco a poco, ahumando, resecando para mantenerse sanas y comestibles.
El recuerdo del patio trasero, su muladar, la
porqueriza y la cuadra, el gallinero y las conejeras, que dejaba patente una
fuente más de suministro alimentario; eran las piezas claves del reciclaje, los
animales que convertían los desperdicios en nuevo alimento a través de los
huevos o el sacrificio de su propia carne, mientras el resto de orgánicos
acababan en el muladar convertidos en abono natural para los campos.
Y cómo no, escasa ropa, cargada de remiendos que
alargaban su vida hasta límites insospechados, sandalias de verano que pasaban
el otoño con buen uso y solo era el mal tiempo la causa de su desecho para
cambiarlas por calzados más acorde a los fríos inmisericordes del invierno,
trajecito o ropa limpia de domingo para ir a misa. Paciencia maternal peinando
lentamente nuestro pelo para erradicar los piojos y las liendres que ibas
cosechando en el colegio. Vida pobre de recursos, pero plena de cariño; dura en
su expresión, pero fortalecedora en el espíritu; maestra en la calle para
curtirte en el combate, para conformar los grupo, identificar los roles y papeles
de líderes y gregarios; una forma de socializarse desde las diferencias de clase que reinaban en aquel tiempo.
Pero sobre todo, me viene a la memoria, el contacto
con la tierra. Cómo se hundía el pie dejando huella, su olor según el tiempo,
seca o húmeda, polvorienta o embarrada, terrones que se deshacían con la pisada
o charcos que invitaban a chapotear en ellos… y a la vista el olivar, ese
inmenso ejército alineado marcialmente que parecía subir por la ladera para morir
en la batalla del horizonte, con sus camadas cubiertas por la hierba que iniciaba
la cadena alimenticia con los insectos, dando alimento a los pájaros que
pululaban en bandadas.
Recuerdos de las trampas con sus danzarinas alúas
que atraían a los pájaros quedando atrapados para engrosar nuestra mesa. Las
hazañas y aventuras infantiles haciendo de cazadores furtivos de perdices, a
las que cansábamos corriendo tras ellas para, desde el agotamiento, rendirlas
hasta cogerlas con las manos como el que coge una gallina del corral. El espectáculo
de los buitres leonados carroñeros, comiendo los cadáveres de los cerdos
afectados por la peste porcina, mientras esperábamos que llenaran su estómago
para acometer contra ellos y ver cómo les costaba levantar el vuelo ahítos de
carne… o el singular espectáculo de la nevada de 1954 con las calles y campos
blancos en una tierra siempre ausente, aunque anhelante, de nieve.
Y cómo olvidar la búsqueda por los campos de hierba
para alimentar a los conejos, de ramas y raíces para el fuego, de brezo para
hacer escobas rama, de nidos para hurtar los huevos de las aves, o de
espárragos para completar la exigua dieta alimentaria de la familia. El campo
era para el niño un extenso mundo a explorar que ofrecía la aventura de su
tránsito, el descubrimiento de su orografía, de su flora y de su fauna silvestre,
de los mares del trigal, del olivar inhiesto y ordenado, de las huertas y del
río, del frutal y de las plantas que cultiva el hortelano… o de ese mundo
mágico cargado de vida donde sorprende una serpiente que impresiona con su
reptar sigiloso, el conejo que te salta en el camino, la perdiz que levante
torpemente el vuelo, el zorro vigilante para batirse en retirada a la menor
señal de amenaza, o el vuelo majestuoso de las aves rapaces explorando, con su
vista penetrante, los campos en busca de la presa… albercas para el riego cubiertas por su
verde manto de cama de rana donde escuchabas el concierto de múltiples croares,
senderos abrigados de follaje y de zarzales y canales de agua fresca que marchaba en pendiente buscando las eras de las huertas para darle savia a la hortaliza. Una
universidad de la naturaleza donde se cursaban los estudios de la vida,
comprendiendo los principios y fundamentos que alimentan la existencia.
Hoy, cuando se ven las viejas fotos, afloran los
recuerdos que nos fueron forjando para ser lo que ahora somos, porque somos lo
que somos debido a lo que fuimos. Tal vez en el mañana serán de otra manera, no
fraguados en connivencia con la naturaleza, sin haber sentido el contacto con
la esencia de los campos, sin experiencia y compresión de los ciclos de vida
que van marcando las estaciones: el nacer y florecer en primavera, maduración y
recogida del fruto en el verano, languidecer en el otoño con las ramas
desvestidas de sus hojas e hibernación en el invierno para dejar la semilla que
siembre la esperanza de otro ciclo venidero… las fases de la vida se repiten
tenazmente, mientras la mano del hombre no lo trueque y lo acabe destrozando
todo. Mas eso solo podrá evitarse si el ser humano ama a la madre naturaleza,
si se educa en ese amor y respeto comprendiendo que forma parte de un todo
sostenido que, al romperse, solo puede conducir al caos y a la muerte.
4 comentarios:
Ay, cómo la aflora la añoranza con estas palabras. Un abrazo, Antonio.
Sí, añoranza, pero no por el bien vivir de aquellos tiempos, sino por la etapa de la vida. Un abrazo
Pero que niño más guapo eras
con la cabeza llena de rulitos
y cómo se intuye al mirarte la profundidad
de tu personalidad allí en potencia.
Lindas añoranzas, Antonio. Me alero que hayas encontrado
esta foto y la compartieras con nosotros, junto a tus recuerdos.
Un gran abrazo
Cuánto me alegro, digo.
Publicar un comentario