Opinión | Tribuna
Publicado el 20 JUN 2024 7:01 en el diario La Opinión de Málaga
El singular caso de la ultraderecha española
Nuestra derecha no era homologable a la derecha
europea; una luchó y derrotó al fascismo y la nuestra se alimentó, en parte, de
él…
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Resultan curiosas las conclusiones a las
que se puede llegar cuando uno medita sobre el porqué la ultraderecha española
no ha crecido tanto en España como en el resto de Europa. Tal vez una de las
causas esté en cómo se forma y fragua la derecha en nuestro país en comparación
con los demás países europeos, donde los partidos de ultraderecha, tras la
elecciones, han dado un salto impresionante, ya sea Alemania, Francia o Italia
y otros, sin considerar los ya afianzados, como Hungría.
La historia reciente
puede aclarar, bajo mi punto de vista, esta singularidad. En la II Guerra
Mundial confrontaron el fascismo y el nazismo con los países regidos por
democracias de corte liberal. Ganaron finalmente los segundos, además del
bloque comunista, con las consecuencias de la guerra fría, como todos sabemos.
Tal vez podríamos decir que aquella guerra no concluyó con la derrota de los
alemanes, sino que se prolongó, mediante la llamada guerra fría, por muchos
años y, aún hoy día, pudiera ser un fleco la propia guerra de Ucrania, pero ese
es otro tema.
La derecha europea,
militante de los países democráticos, ganó la contienda a las ‘Potencias del
Eje’; o sea, fue su enemiga y vencedora. Surge pues con una actitud de
intolerancia con los postulados de ultraderecha que defendían sus enemigos.
Situación bien diferenciada se da en la derecha española, que es producto de un
‘proceso evolutivo’ del tardofranquismo que tuteló la transición de manos de un
rey que había jurado su lealtad al viejo régimen y bajo gobiernos regentados
por miembros del propio Movimiento Nacional, incluidos Suárez y otros, o Fraga
con sus adláteres de Alianza Popular.
En nuestro caso, la
ultraderecha, surge del propio PP donde algunos militantes, como Abascal, se
radicalizan o, tal vez, muestran su verdadera identidad inmersa, antes, en un
halo más democrático. A mí me recordaron a la extinta Fuerza Nueva del notario
Blas Piñar, que surgió en la transición sin grandes éxitos, pues no era el
momento dada la deriva que tomaba el país hacia la democracia. La transición
fue un pacto aceptado por el poder establecido, o sea por el tardofranquismo,
para virar a la democracia y poder integrarse en la esfera internacional y en
las instituciones europeas. Cabían dos opciones, la Ruptura o la Reforma. La
primera implicaba redefinirlo todo y llevaba, sin duda, a una mayor
confrontación; la segunda, la Reforma, era un cambio descafeinado donde se
mantenían los privilegios del poder establecido y los cargos y estructuras del
Estado con pequeños cambios normativos para adaptarlos a una Constitución de consenso.
Seguían intactas la estructura administrativa y la cadena de mando militar,
manteniendo los pilares que soportaban el Estado, incluso el dominio de los
resortes económicos en mayor o menor medida. Por tanto, hablamos de banca,
ejército, el poder judicial o la propia iglesia, que mantuvo los privilegios
que le otorgaba el concordato.
Por otro lado, el
régimen había escrito la historia reciente, con toques también del pasado, para
su mayor gloria. No se aceptó, ni se acepta aún, una revisión de esa historia
partidista que se heredó del franquismo, alegando que cambiar o cuestionar
aquel pasado era reabrir las heridas con el riesgo que ello conlleva. Siguieron
los muertos republicanos en las cunetas y los nacionales fueron llevados al
altar de la beatificación… pero, eso no fue abrir heridas. Perdone el lector
que me haya extendido en estos matices pero parece conveniente traerlos a
colación.
En conclusión, esto
nos deja una situación donde nuestra derecha no era homologable a la derecha
europea; una luchó y derrotó al fascismo y la nuestra se alimentó, en parte, de
él. Por otro lado era lógico, pues 40 años de formación del espíritu nacional y
adoctrinamiento debían dejar huella. No obstante, a este sector de la derecha,
hijo del viejo régimen, lo blanqueó su alianza con ideologías democráticas,
como la democracia cristiana, el liberalismo, los monárquicos, etc. formando un
totum revolutum heterogéneo pero avenido por los intereses de grupo. No había,
pues, un rechazo absoluto a la ultraderecha, sino una conveniencia, al menos de
momento, de obviarla para parecer más centrados, procurando integrarla en sus
propias filas.
Por tanto, el
continuum político en nuestro país estaba claramente escorado a la derecha,
desplazando el centro, también, hacia ese lugar. Ya les hubiera gustado, a
determinados colectivos, que hubiera funcionado la idea del espíritu del 12 de
febrero de 1974, que vino a proponer Arias Navarro como forma de salir del
pasado y enfrentar el futuro manteniendo el poder y la ideología del Movimiento…
no sé si lo recordarán o conocerán las nuevas generaciones.
Concluyendo: Los
españoles no vencimos al fascismo, convivimos con él durante 40 años, al final
en su expresión más moderada, mientras que en Europa fue vencido, anatemizado y
proscrito desde la propia concepción política de la sociedad, que vio y vivió
sus fatales consecuencias, y le juzgó y condenó en el juicio de Núremberg.
Nuestra derecha ya ocupa un espacio de la ultraderecha por propia convicción,
lo que deja reducido el segmento que podría ocupar esa ultraderecha, donde la
línea que divide ambas partes es más difusa. La heterogeneidad del PP da pie a
que diferentes tendencias impongan su línea según el momento y poder que
ostenten, cohabitando posiciones cuasi ultras con las más moderadas. Por otra
parte, las estructuras militares, económicas, judiciales, políticas y
religiosas están bastante condicionadas por la larga mano del pasado.
La ultraderecha lo
tiene más difícil aquí que allende las fronteras porque el PP le tiene comido
parte del terreno, escorado más a la derecha que en el resto de Europa. Aquí ya
se ha demostrado que la derecha y la ultraderecha pueden pactar y gobernar
juntos sin ningún tipo de sonrojo o cortapisa.
Todo esto nos ha
llevado, en los últimos tiempos, a someter a la democracia a un test de
resistencia cuyo resultado final no está nada claro. ¿Aguantará semejante
prueba?
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