Opinión | Tribuna
Publicado
en el diario La Opinión de Málaga el día 16 OCT 2024 7:00
La Tierra
está viva y se manifiesta en todos los seres vivientes; si ella muere, muere
toda la creación con ella…
El Bosque de Cobre en el Valle del Genal. / L.O.
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El otoño está en pleno apogeo y una
de las exhibiciones más increíbles de la naturaleza es la otoñal caída de las
hojas. Pero si, además, te encuentras en la Serranía de Ronda, en el Valle del
Genal para más señas, rodeado de castaños en los meses de octubre o noviembre,
el espectáculo cobra un valor especial. Viajamos por estrechas carreteras,
zigzagueando por el bosque, a la espera de una nueva y sorprendente panorámica
al pasar el próximo recodo, que ofertará otro paisaje entre montes y valles
tintados de verde y cobre. Ya hace fresco y se nota en nuestra faz la caricia
de la brisa que lo expande, mientras el sol decae en lontananza bordando de
colores las laderas del este tapizadas por un bosque de castaños. ¡Para, para!,
esta espléndida visión merece una pausa… La imagen ha de prenderse en la retina
para tener la suerte de evocarla y poder disfrutarla en la memoria recordando
lo vivido al remembrarla.
Haz volar conmigo tu imaginación.
Ubiquémonos en una vaguada orientada al oeste, sentados en una sólida roca, con
un sol extenuado que se pierde pausadamente en el horizonte, otorgando con su
luz una espléndida policromía a las nubes que pincelan el cielo. Los castaños,
expuestos ya a un suave viento, que se va levantando poco a poco, envalentonado
por la inminente ausencia del sol, van agitando dócilmente sus ramas al ritmo
que el aire les marca. Al horizonte se nos presenta la montaña con su falda
cubierta por un manto de hojas de marrón dorado, un color cobrizo, que se han
ido desprendiendo de las ramas tremolantes del castaño. Justo al frente, un
árbol nos tamiza la luz del sol, que parece jugar con nosotros en un continuo
guiñar entre el follaje ya caduco. Las hojas caen lentamente, planeando en una
danza mágica al compás melodioso de la música que tañe la brisa vespertina,
sacudiendo a las ramas; van buscando el lugar adecuado donde cubrir el suelo y
abonar la tierra para la próxima cosecha. Los tallos desvestidos de su
frondosidad, empiezan a mostrar sus esqueletos presintiendo su confrontación
con el gélido invierno. Ya saben que al volver la primavera el brote surgirá
con savia nueva, las hojas le vestirán de verde intenso y la flor anunciará ya
el fruto cierto. El ciclo que ahora cierra no es de muerte, sino de letargo en
el camino hacia otra vida, que cada primavera se despierta para recorrer la
senda prometida.
Y mientras vemos el tránsito del
sol, el lento caminar de las nubes otoñales, el oscilante movimiento de las
ramas, las hojas que planean buscando su acomodo, el vuelo de las aves camino
del descanso y el sosiego de la noche, nosotros, seres pensantes, intentamos
digerir tanta belleza, tanta expresión de vida mecida en la frágil cuna de la
naturaleza. Ese mundo, ignoto para los urbanitas, nos despierta el profundo
sentir que hemos ahogado en un mar de ruidos y ajetreos que la ciudad nos
impone para desconectarnos de la tierra madre y de sus frutos, de la vida
natural, llevándonos al artificio creado por el hombre para cubrir necesidades
inventadas, para sentirse superior cuando, en el fondo, seguimos siendo nada.
Tal vez, a la vista de estos
montes, al contacto con la brisa y el crepúsculo que precede a las enigmáticas
sombras de la noche, observando el vuelo de los pájaros o descubriendo los
ciclos de la vida en el castaño, tomemos real conciencia de que el ser humano
es otro producto de la tierra, que ejerce como madre nutriente y protectora,
que perdona los agravios que sus hijos le infligimos mientras va perdiendo su
energía hasta la muerte. La Tierra está viva y se manifiesta en todos los seres
vivientes; si ella muere, muere toda la creación con ella.
Y ahora, amigo y amiga, sigamos el
camino a nuestra casa, pero con la conciencia centrada en el sostén de la
existencia, en la Tierra y en sus nutrientes frutos que nos alimentan. Entre
tanto, tras esta experiencia, habremos aprendido a amar las esencias de la
vida, que es un regalo que nos ofrece la madre naturaleza… ¿seguiremos
agrediendo a quien nos nutre o tomaremos conciencia de que estamos inmersos en
un todo que sustenta nuestra esencia?
Con la brisa del ocaso y el
anaranjado horizonte de belleza singular, producto de un sol que se resiste a
sucumbir a la penumbra de la noche, me viene a la memoria Baruch Spinoza y esa
concepción ‘panteica’ de un todo universal que nos acoge en el cosmos infinito,
como un dios omnipotente y protector, donde nos integramos en equilibrio con
nuestra propia existencia, ese todo somos todos en una concepción holística de
la vida.
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2 comentarios:
El poeta que llevas dentro florece cuando tiene ocasión. Y un paseo por el valle del Genal es una ocasión perfecta.
Magnífica descripción.
Gracias, Sergio.
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