(Publicado en el nº 13 de la Revista de Pensamiento y Literatura "La Garbía").
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Una de las obras más interesantes que he leído en los últimos tiempos, no solo por su calidad literaria, su clarividente y rica narrativa y su enjundia y dimensión, sino por su magistral, preciso y extenso trato de la temática histórica de la España del siglo XIX es, sin duda, Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, el insigne y nunca bien valorado escritor canario que vivió en una de las etapas más convulsas y trascendentes de nuestra historia.
Hace tiempo, muchos años, había intentado su
lectura pero no estaba preparado para ello y acabé aburriéndome como una ostra
y dejando el intento. Hay libros u obras literarias que se han de leer cuando
la mente está en condiciones de hacerlo. No siempre se puede, pues a veces es
necesaria una actitud, una disposición y estado mental y de conocimiento, que
permita la absorción de los temas tratados a la par que despierte el interés necesario
para hacerlo, además de disponer del tiempo que requiere una lectura tan
extensa.
Son 46 novelas de componente histórico,
protagonizadas por personajes varios, lógicamente ficticios, que nos llevan de
la mano a través de la historia de España del siglo XIX, en concreto desde 1805
a 1880, publicada en un amplio especio temporal, que va de 1873 a 1912. Empieza
con la aciaga derrota de Trafalgar y termina con la restauración borbónica a
manos de Cánovas del Castillo en la persona de Alfonso XII. En el ínterin se da
un repaso a todo lo acontecido entre uno y otro acto.
Salgo de la lectura con cierto malestar,
desasosiego y desesperanza en un pueblo que a lo largo de su historia no ha
sabido dar salida a sus conflictos, donde la visceralidad y el dogmatismo
religioso se impusieron a la razón, manifestándose en continuas luchas
fratricidas enarbolando el desprecio a los demás y a la diversidad. Es la
historia de la frustración de una nación, cuyos mandos y ostentadores del poder
civil, militar y religioso se encargaron de yugular o condicionar cualquier
proceso de desarrollo en la línea evolutiva de Europa. Las asonadas militares
nos muestran cuán implicado estaba un ejército caduco, muy tocado por las
guerras coloniales, que buscaba el ascenso y los honores en el uso de las
armas.
Por otro lado, el llamado Siglo de las Luces,
vinculado en su esencia con la Ilustración, que fue un movimiento cultural e
intelectual europeo “que apostó por la razón y las ciencias como medio de
disipar la ignorancia y avanzar en el progreso de la historia y la sociedad”, tuvo
su freno en los Pirineos o, al menos, una importante modulación desde la
idiosincrasia de nuestra singular sociedad. Con posterioridad, las ideas de la
Revolución Francesa, que cambiaron Europa, se neutralizaron por la pérfida invasión
napoleónica y por el avivamiento de la llama opositora por parte de un clero y
una nobleza que, salvo casos testimoniales, presentía el riesgo de perder sus
prebendas e influencia. Todo ello, en ese entorno, llevó a identificar al
ilustrado como afrancesado, por lo que, en el ámbito de la contienda, acabó
señalado como alevoso.
Este querer evolucionar, por parte de una masa
popular y cierta clase intelectual, y el freno a ello impuesto por los poderes
anacrónicos dominantes, revirtieron siempre en sangre y muerte, en miseria y
confrontación, en incompetencia política y administrativa. La corrupción de los
gobiernos, el nepotismo, las cesantías según quien gobernara, las revoluciones
de diferente calibre, hicieron de este país un campo de batalla y discordia,
donde se perdió la esencia de nación homogénea y próspera, descolgándose del
tren del desarrollo industrial, económico y social que circulaba en los países
del entorno. Ya no fue solo el veto a la revolución ideológica que llevó a
Francia a la República, sino a la propia revolución industrial y mercantil que
dinamizaba la economía mundial.
España perdió escandalosamente esa guerra
llamada de la Independencia. Franceses e ingleses, incluso portugueses, se
cebaron en la destrucción de la poca industria que existía, en las
infraestructuras y vías de comunicación, y en todo aquello que ayudara a
empobrecer a la que fuera “in illo tempore” la primera potencia mundial. Borrar
definitivamente del mapa de las potencias occidentales a un país como España
era eliminar competencia e introducirla en un tercer mundo de miseria donde
pescar, explotando sus minas y sus riquezas desde el dinero de las potencias
extranjeras y la compra de sus personajes influyentes, así como incrementar la
influencia en su caduco imperio hasta conseguir arrebatarle sus dominios y adueñarse
de las vías comerciales.
La descripción de esta etapa de singular
violencia producida por la invasión napoleónica, a lo que los ingleses le
llamaron la Guerra Peninsular, tiene, a mi entender, una magnifica narración en
la obra de Galdós. Desde la misma batalla de Trafalgar, pasando por el relato
de los sitios de Zaragoza y Gerona, donde el dramatismo, la violencia y el
sufrimiento humano tiene gran protagonismo, hasta la crónica de la confrontación
a campo abierto, ya sea en la batalla de Bailén, Arapiles o de Vitoria, que tan
bien describe… No queda fuera de su relato el singular protagonismo gaditano,
con su fortaleza inexpugnable amparada por la flota inglesa, que permitió la
elaboración de una de las constituciones más innovadoras y liberales dadas en
Europa y el mundo, siendo ejemplo para otras venideras en ultramar.
Luego nos vino un rey, Fernando VII, llamado “el
Deseado”, que resultó ser un felón impresentable que no dudó en llamar a los
cien mil hijos de San Luis (segunda invasión francesa que no se consideró
agresión al defender el absolutismo de la monarquía) para imponer su dominación
totalitaria y cruel, con una década ominosa, que llevó la ejecución, de forma
alevosa, a Riego (El 7 de noviembre de 1823 Rafael de Riego, hundido moral y
físicamente, fue arrastrado en un serón hacia el patíbulo situado en la Plaza
de la Cebada en Madrid y ejecutado por ahorcamiento y posteriormente
decapitado), Torrijos y sus compañeros en las playas de San Andrés en Málaga, y
otros muchos militares y políticos que pregonaban la Constitución Liberal de
1812.
A su muerte dejó la herencia de la
ingobernabilidad, de la confrontación entre herederos; por un lado su hermano
Carlos María Isidro y por otro su infantil hija Isabel, regentada por su esposa
María Cristina Borbón Dos Sicilias. El conflicto “legal” se dio entre la ley
Sálica (algo descafeinada, pues mientras en la ley sálica establecida en las
leyes seculares no podía reinar una mujer, en este otro caso no podían reinar
mientras hubiera un varón en la línea directa de sucesión, situación que
persiste en la actualidad) y la Pragmática Sanción (que reinstauraba la de 1789
retomando la sucesión tradicional de las Siete Partidas de Alfonso X de
Castilla) no suficientemente promulgada y clarificada en 1830, lo que desembocó
en una larga y cruel guerra que enfrentó a Carlistas e Isabelinos (Cristinos)
por el tema de la sucesión, desarrollada sobre todo en el norte, donde más
abundaban los seguidores del carlismo.
La
primera guerra, de las tres que hubo, tuvo su apogeo con Tomás de Zumalacárregui,
general de las huestes carlistas muerto a consecuencia de las heridas recibidas
en el cerco de Bilbao, mientras su hermano Miguel Antonio ejercía de
jurista liberal, lo que da una idea de
hasta qué punto estaban divididas las propias familias. Esta concluyó, según
muchas opiniones, en falso, con el Abrazo de Vergara el 31 de agosto de 1839
entre los generales Espartero y Maroto.
Es de resaltar la extrema violencia y ejecuciones
sumarias que se practicaron por ambas partes. El general Cabrera, llamado el
Tigre del Maestrazgo, fue uno de los más aguerridos y crueles desde su posición
inexpugnable de la fortaleza de Morella. Claro que esto se justificaba, entre
otras cosas, en que, tras mandar él mismo el fusilamiento de los alcaldes
liberales de Torrecilla y Valdealgorfa, sus enemigos, por orden del general
Nogueras, con el consentimiento del general Espoz y Mina, a la sazón Capitán General
de Cataluña, fusilaron a su madre como represalia, lo que encolerizó
sobremanera a Ramón Cabrera y lo hizo despiadado y cruel. Acabó en Londres,
casado con una inglesa y, por lo que se dice, sometido a los designios de la
esposa… una cosa es la batalla a pecho descubierto en las guerras y otra la
batalla soterrada por el dominio doméstico, donde el militar suele claudicar
(tómenselo a broma).
Una características de los carlistas,
defensores del Trono y el Altar, dispuesto a morir por Dios, por la Patria y el
Rey, es decir del absolutismo monárquico y religioso, era que no fusilaban a
nadie sin antes tener un cura para poder ofrecer la confesión al condenado y
darle la opción de ser perdonados sus pecados, para no condenarle
irremisiblemente al infierno. Curiosa idea, pero bajo mi modesta opinión era
congruente con su credo, pues podía enjuiciar y arrebatar la vida, pero sin
condenar al alma, que era jurisdicción divina y correspondía a Él el juicio de
condena o absolución mediante el perdón a través de sus ministros. Vaya forma
de pensar y entender estos caballeretes la justicia. La verdad es que pasar del
altar a la batalla era cosa bien vista y muchos los curas que tomaron las armas
para defender su credo absolutista.
Por otro lado, el movimiento político era
vertiginoso y continuos los cambios de gobierno, donde el Presidente del
Consejo de Ministros era extraño que duraran más de uno o dos años. Desde 1833
a 1874 con la restauración con Antonio Cánovas, hubo 72 cambios de estos presidentes,
repitiendo algunos de ellos en varias ocasiones, como es el caso Narváez,
llamado el Espadón de Loja de tendencia moderada, el propio Espartero que era
del grupo progresista o Leopoldo O’Donnell catalogado como liberal. O sea,
cambios entre unos y otros en función del viento o lo veleta que afectara a la
realeza y los movimientos sociales, sobre todo Dª Isabel II que acabó
desterrada y dando paso a la Gloriosa, una revolución casi de guante blanco,
que acabó buscando un rey que ocupara un trono poco deseado por su
conflictividad. El general Prim consiguió que viniera Amadeo de Saboya, en un
intento de proclamar la primera monarquía parlamentaria de España, pero en las
vísperas de su recepción en Cartagena, asesinaron a Prim y el primer acto real
de protocolo que hubo de hacer fue acudir al entierro de su mentor. Tras dos
años de reinado se acaba “largando” a su tierra, junto a su papá, que era el
rey de Italia, Víctor Manuel II y dando paso a la Primera República, donde, al
amparo de la libertad, aparece el movimiento cantonalista con Cartagena como
uno de sus principales bastiones.
Luego vendría D. Antonio Cánovas del Castillo,
paisano nuestro como malagueño y conservador convencido, que procuró y
consiguió la restauración monárquica con la abdicación de Isabel II en su hijo
Alfonso, lo que instauró, por el llamado acuerdo del Pardo, una etapa de
alternancia política entre su partido y el de Práxedes Sagasta, conservadores y
liberales, que se mantuvo hasta 1909, aunque Cánovas fue asesinado en Mondragón
en 1897 por el anarquista italiano Michele Angiolillo, inscrito en el
establecimiento (balneario de Santa Águeda) como corresponsal del periódico
italiano Il Popolo.
En fin, amigos, que si sois gente de lectura a
la que le gusta la novela histórica, podéis daros una vuelta interesante por la
historia de España, de la mano de D. Benito y su obra. Materia no os faltará en
un sinfín de páginas que os llevará meses leerlas (a mí me ha costado más de siete
meses concluir su lectura, que empecé con avidez y en las últimas novelas me
fue más tedioso). Eso sí, aunque los datos históricos son de mucha fianza,
mirad que los personajes no son reales, salvo los históricos reconocidos, vayamos
a entender que existieron en verdad sus protagonistas (aunque a algunos se les
pueda poner casi nombre y apellidos), pero sacaréis conclusiones muy
interesantes que os harán comprender mejor el porqué estamos como estamos y
donde andamos, y que esto no se arregla si no se cambian las actitudes, sobre
todo de los políticos, la política educativa y la formación de un espíritu
democrático y respetuoso que nos lleve a comprender y compartir la vida y las
cosas con nuestros conciudadanos en sinergias que pretendan el bien común.
Me quedo las frases finales que le dice
Mariclio, la diosa o musa de la historia, a Tito Liviano, el protagonista final
en la novela Cánovas, de la quinta serie:
«La
paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores,
cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su
existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y
relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza
de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales
empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos
desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a
la consunción y a la muerte.
Los
políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos
igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer
la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada
fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas
castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias.
Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que
las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por
último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la enseñanza, la
riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que
llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.
Alarmante
es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no
tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia
que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos
si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a
que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si
queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos
llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes
en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no
os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro...
me duermo...».
Antonio Porras Cabrera
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