Faro de Finisterre |
El 13 de mayo salimos de A Coruña con la intención de ver por primera
vez Finisterre, pues no habíamos ido ninguna de las veces que visitamos Galicia.
Finisterre, era el fin de la tierra para los antiguos, donde acababa el mar y
aparecían los monstruos abisales de un enigmático abismo en el que concluía el
mundo conocido, un tenebroso y mítico lugar que no dejaba, ni deja,
indiferente a ningún visitante.
Allá por el Siglo I, según cuenta Lucio Anneo Floro, “el victoriosos Décimo
Junio Bruto, tras recorrer toda la costa del Océano, no regresó hasta
contemplar, no sin cierto horror y miedo de cometer un sacrilegio, como el sol
se precipitaba en el mar y una llamarada salía de las aguas”. Yo lo entiendo,
porque el ocaso del sol en un inmenso océano, visto desde la altura de un monte
como el que adorna el faro de Finisterre, no deja de ser un espectáculo
sorprendente. El sol se pierde en el agua, se hunde y apaga dejando un inmenso
resplandor que ilumina las nubes y tiñe los cielos de un rojo luminoso
espectacular. Qué extraña fantasía afloraría en la mente de un sujeto que no
sabe ni entiende de rotaciones terrestres, ni de las leyes y el orden
astronómico que rigen en el universo. La visión crepuscular, de la puesta de
sol, sigue extasiando al espectador, a pesar de su racional conocimiento de los
fenómenos que la producen, y dada su imprevisible manifestación tan variada en
función del estado del cielo en esos momentos, sigue embelesando aunque lo
hayas visto más de una vez. Una inmensa bola roja va declinando lentamente y,
en el momento de tocar el agua, parece que acelera y en poco tiempo se pierde,
como si esa esfera candente se apagara al contacto con el agua dejando un cielo
incandescente, cargado de tonos y matices con su resplandor.
Finisterre |
En este sentido resalto el embrujo y la magia que nos embargan en las
salidas y puestas de sol. Ya he referido algunas veces que el sol es el exponente
más simbólico de la vida; tal vez por eso el hombre primitivo lo adoró como el
dios máximo de la creación. Para ese hombre primitivo que exaltó al sol a nivel
de divinidad, el ciclo del mismo representó la esencia de la propia vida: el
amanecer es el nacer, el tránsito por la bóveda celestial es la propia vida y
el anochecer u ocaso es la simbolización de la muerte. Después viene la
penumbra de la noche, la oscuridad insondable que nos muestra el
desconocimiento del más allá, con sus miedos y sus monstruos, sus fantasmas y
los espíritus de los muertos que pululan buscando su aposento final. El sueño
es lo más parecido a la muerte, nos ausentamos de la vida por momentos y no
somos nuestros dueños, sino que estamos sometidos al influjo del ensoñamiento y
a la indefensión ante el ataque de los depredadores y enemigos. Luego
despertamos, amanecemos de nuevo a otro día que, en cierto sentido, es otra
vida nueva anclada en las experiencias del pasado, a la vieja usanza de la
concepción mística y religiosa que definen los budistas con sus
reencarnaciones.
Parroquia de San Vecenzo do Duio |
Pero dejemos esta elucubraciones y pasemos al relato. Antes de llegar,
para que los amigos Frank y Eva asistieran a la misa de rigor, buscamos por
internet un lugar próximo y en ruta donde se celebrara la eucaristía. La
encontramos en un pueblecito perdido, una pequeña iglesia parroquial inserta en
el cementerio del lugar, llamada San Vicenzo de Duio. Mientras ellos cumplían
con sus deberes religiosos, nosotros, que no somos practicantes, nos dedicamos
a recorrer la zona con el coche e ir descubriendo rincones originales de la
Galicia profunda, sus verdes campos repletos de pasto para el ganado, sus casas
con muros de piedra, sus calles estrechas, sus hórreos típicos de hasta 10
patas y sus caminos angostos. Bosques frondosos, verdes pastos, casas de
piedra, agua, vacas y flora silvestre, junto a algún que otro perro que ladraba
repeliendo la invasión del desconocido.
Experimentamos la visión de un mundo diferente, singular, que solo se
puede palpar si te adentras en lo rústico y alejado del mundanal ruido. No
sería yo capaz de vivir allá, con aquel clima y faena, pero no deja de ser un
excelente lugar para un retiro puntual del ajetreo del urbanita estresado. Casas
diseminadas, caserones de labranza, forraje para los animales y el colorido de
un campo que eclosiona en primavera. Galicia, la singular Galicia, mostraba el
verdor de sus campos y montañas, su peculiar orografía y sus casas, entre
ráfagas de nubes y de lluvia en un eterno y bucólico baile de armoniosa vida
secular.
Cuando volvimos a buscar a los amigos, nada más aparcar el coche, un
chucho chillón se deshacía en ladridos amenazantes desde una prudente
distancia, como si me dijera: “Este es terreno mío y de mi amo, tú eres un
intruso intolerable y debes abandonar este lugar, no nos fiamos de ti ni de tus
intenciones; solo se admiten a los conocidos, fuera de aquí o probarás mis
feroces fauces de can cabreado…” ¡Caray, al poco tiempo ya eran dos los que
ladraban! Pasé de sentirme seguro a mostrar cierto reparo, que se fue
convirtiendo en desasosiego tendente al miedo, mientras los chuchos acentuaban
sus ladridos, posiblemente al oler ese miedo que afloraba. Al final, dado que
estaban bloqueando el acceso al coche, decidí hacer un espaviento para
amedrentarlos y conseguí romper el cerco.
Dado que aún no había terminado la misa y que el minúsculo cementerio
circundaba la pequeña y rústica iglesia, me dediqué a observar los
enterramientos. Siempre me gustó verlos desde este lado de la vida, no sé cómo
se verán desde el otro, si acaso se ven. Lo curioso es que el perro, cuando
pasé al cementerio dejo de ladrar, posiblemente entendió que allí moraban los
muertos y esos no son peligrosos, por tanto me debió dar por fenecido al
traspasar la frontera de la vida y se fue triunfante a casa de su amo. Es a
destacar cómo en los sitios más recónditos se explicita el culto a los
antepasados, a los seres queridos, a los que se les rinde pleitesía dejando
patente el recuerdo en las lápidas que adornan el panteón o nicho donde descansan
sus restos. Vi distintas inscripciones donde se apreciaban edades muy variadas
de abandono de esta vida, desde niños y jóvenes, hasta gente longeva, muy
longevas… parece que quien supera la prueba y se inmuniza ante el mundo
labriego tiene garantía de una larga vida.
Pero vayamos a casos de más agrado en nuestra ruta turística. Nuestro
objetivo era visitar el cabo de Finisterre, su faro y el entorno. Y sí, allí
está el final de la tierra. Agua y más
agua conforman un horizonte desde la perspectiva singular de una abrupta zona
montañosa, que lucha estoicamente con la mar para defender los límites de la
tierra de las acometidas de las olas, en esa eterna pugna entre el agua y las
rocas por ganar espacios propios, que la agreden en los días de mar
embravecida. Mirando al fondo, ves destrozarse las olas contra el indeleble muro
de las rocas, en una eterna batalla suicida, que ruge y emite borbotones,
espuma y agua pulverizada hasta confundirse en el aire. Bello espectáculo de la
naturaleza en la confluencia entre tres de sus elementos básicos: sólida roca,
líquido elemento marino y aire de la atmósfera que los cubre. El viento,
sabedor de su influencia sobre el alborotado mar, sigue jugando hasta picarlo
llenándolo de enrabietada espuma, a la par que lame las laderas y barre el
entorno del faro y el pequeño hotel que hay enfrente, con un soplido que suena
a lamento amenazante y lúgubre.
Gran espectáculo de luz y sonido natural, donde se conjuga la puesta
de sol con la penumbra inquietante, el viento que ladra retador y el mar con su
infinita danza de oleaje permanente. Allí, sentado, con la mirada perdida en el
horizonte, se toma conciencia de la nimiedad del ser humano, de su finitud ante
el poder de la naturaleza y de la injustificada soberbia que nos adorna. El
sol, al igual que nosotros, también muere esta tarde, pero nos deja la
esperanza de resurgir mañana, de resucitar para tener otra oportunidad de vida
donde corregir los errores y elevar nuestro espíritu para que, desde esa
conciencia de nimiedad, podamos comprender lo que somos y para qué somos, si
ello es posible, dentro de nuestra limitada conciencia de vida y anclaje al
entorno que nos sustenta.
Luego, dando un paseo por la zona, vas descubriendo lugares que te
llaman la atención. Por ejemplo, existía una antigua costumbre de los
peregrinos que venían hasta Santiago desde todo el universo católico,
consistente en ir hasta el fin de la tierra para quemar determinadas
pertenencias en una hoguera. La tradición obliga a quemar alguna prenda de ropa
que se haya vestido durante las etapas del recorrido como símbolo de la
renovación interior que todo peregrino sufre en el Camino de Santiago. Se quema
lo viejo para dar cabida a lo nuevo. Allá se ve el lugar donde se realizaba esa
práctica, hoy prohibida por convertir el lugar en un auténtico vertedero, que ha
obligado al Concello a retirar cada año toneladas de basura.
Os sugiero dar una vuelta por el lugar, visitar el faro, subir por las
veredas en torno a las escarpadas rocas, asomarse al abismo y disfrutar de las
impresionantes panorámicas que nos ofrece. Reta al viento, sube a la roca y
grita, deja que la melena (quien la tenga, claro, no es mi caso) baile mecida
por el aire que, a veces, notarás como agresivo y otras acariciante. Es un
reto: a los pies el precipicio, al fondo la mar brava, al frente el viento
acometiendo y sobre tu cabeza el sol y las nubes en juegos y requiebros, y tú,
retando a todo ello, inhiesto y espigado sobre la roca, implorando y
despidiendo al dios Sol con los brazos abiertos y un grito o aullido primitivo testifical
de tu presencia. ¡Qué maravilla, qué sensación más singular e indescriptible!
Te sientes poderoso sobre la sólida roca, mientras a tus pies el mundo sigue su
tránsito, el mar brama, el viento sopla y las nubes siguen jugando con el
viento y un sol que se esconde y aparece en una danza imprevisible de luces y
de sombras.
Después vuelve a la realidad de la vida, y te vas a tomar algo al bar
del hotel para, desde allí, seguir disfrutando de unas excelentes panorámicas a
cubierto, entre la penumbra del atardecer y la noche que se aproxima lenta pero
inexorablemente. Ahora toca volver, pero antes no estaría de más una cena a
base de productos de la tierra en el mismo Fisterra, ya tendremos tiempo de tornar
a A Coruña para descansar. Por tanto, tomamos posesión de una mesa en la
Sidrería A Cantina y degustamos un rico pulpo, mejillones y otros manjares acompañados
de un buen albariño y cerveza, según el caso. El día ha concluido, solo falta
la vuelta, y yo, conduciendo, he de renunciar al consumo de alcohol para regar
las viandas… con ello también acaba mi relato, pero no mi recuerdo.El baile de las brujas sobre la roca |
3 comentarios:
¡Qué buenas las fotos, Antonio! las de Uds dos
en la Cruz me la guardo. Yo cuando estuve ahí
tuve mucha niebla, así que no había sacado fotos,
por eso las vuestras las he disfrutado mucho.
Qué estupendo viaje , toda una experiencia para los amigos de EEUU,
me imagino.
¡Vaya con los canes! ¡qué susto!.
Tu historia del cementerio me recordó un viaje en avión en vuelo transoceánico,
el que mi compañero de asiento era un finlandés de profesión enterrador.
Ni te cuento todo lo que aprendí sobre enterramientos en Finlandia :-)
Abrazos x 2
Myriam, los de la cruz no somos nosotros, es una foto hecha desde lejos con dos peregrinos que llegaban en ese momento. Por lo demás fue una experiencia inolvidable tanto para nosotros como para Frank y Eva.
Gracias por tu comentario y un abrazos.
Magnífico relato. Me ha recordado a Asturias. El mismo clima, los mismos campos verdes, los hórreos, tanta lluvia, tanto cielo nublado.
A todo se hace uno. Después de meses viviendo allí te haces a su clima, tan distinto del nuestro, a su entonación, a las comidas... Bueno, cuando joven se hace u o a todo. Ahora mismo no creo que me gustara.
Merece la pena visitar esos lugares, y todos, claro..
Un abrazo, Antonio.
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