lunes, 10 de julio de 2017

Finisterre, el fin del mundo...


Faro de Finisterre
El 13 de mayo salimos de A Coruña con la intención de ver por primera vez Finisterre, pues no habíamos ido ninguna de las veces que visitamos Galicia. Finisterre, era el fin de la tierra para los antiguos, donde acababa el mar y aparecían los monstruos abisales de un enigmático abismo en el que concluía el mundo conocido, un tenebroso y mítico lugar que no dejaba, ni deja, indiferente a ningún visitante.

Allá por el Siglo I, según cuenta Lucio Anneo Floro, “el victoriosos Décimo Junio Bruto, tras recorrer toda la costa del Océano, no regresó hasta contemplar, no sin cierto horror y miedo de cometer un sacrilegio, como el sol se precipitaba en el mar y una llamarada salía de las aguas”. Yo lo entiendo, porque el ocaso del sol en un inmenso océano, visto desde la altura de un monte como el que adorna el faro de Finisterre, no deja de ser un espectáculo sorprendente. El sol se pierde en el agua, se hunde y apaga dejando un inmenso resplandor que ilumina las nubes y tiñe los cielos de un rojo luminoso espectacular. Qué extraña fantasía afloraría en la mente de un sujeto que no sabe ni entiende de rotaciones terrestres, ni de las leyes y el orden astronómico que rigen en el universo. La visión crepuscular, de la puesta de sol, sigue extasiando al espectador, a pesar de su racional conocimiento de los fenómenos que la producen, y dada su imprevisible manifestación tan variada en función del estado del cielo en esos momentos, sigue embelesando aunque lo hayas visto más de una vez. Una inmensa bola roja va declinando lentamente y, en el momento de tocar el agua, parece que acelera y en poco tiempo se pierde, como si esa esfera candente se apagara al contacto con el agua dejando un cielo incandescente, cargado de tonos y matices con su resplandor.

Finisterre

En este sentido resalto el embrujo y la magia que nos embargan en las salidas y puestas de sol. Ya he referido algunas veces que el sol es el exponente más simbólico de la vida; tal vez por eso el hombre primitivo lo adoró como el dios máximo de la creación. Para ese hombre primitivo que exaltó al sol a nivel de divinidad, el ciclo del mismo representó la esencia de la propia vida: el amanecer es el nacer, el tránsito por la bóveda celestial es la propia vida y el anochecer u ocaso es la simbolización de la muerte. Después viene la penumbra de la noche, la oscuridad insondable que nos muestra el desconocimiento del más allá, con sus miedos y sus monstruos, sus fantasmas y los espíritus de los muertos que pululan buscando su aposento final. El sueño es lo más parecido a la muerte, nos ausentamos de la vida por momentos y no somos nuestros dueños, sino que estamos sometidos al influjo del ensoñamiento y a la indefensión ante el ataque de los depredadores y enemigos. Luego despertamos, amanecemos de nuevo a otro día que, en cierto sentido, es otra vida nueva anclada en las experiencias del pasado, a la vieja usanza de la concepción mística y religiosa que definen los budistas con sus reencarnaciones.

Parroquia de San Vecenzo do Duio
Pero dejemos esta elucubraciones y pasemos al relato. Antes de llegar, para que los amigos Frank y Eva asistieran a la misa de rigor, buscamos por internet un lugar próximo y en ruta donde se celebrara la eucaristía. La encontramos en un pueblecito perdido, una pequeña iglesia parroquial inserta en el cementerio del lugar, llamada San Vicenzo de Duio. Mientras ellos cumplían con sus deberes religiosos, nosotros, que no somos practicantes, nos dedicamos a recorrer la zona con el coche e ir descubriendo rincones originales de la Galicia profunda, sus verdes campos repletos de pasto para el ganado, sus casas con muros de piedra, sus calles estrechas, sus hórreos típicos de hasta 10 patas y sus caminos angostos. Bosques frondosos, verdes pastos, casas de piedra, agua, vacas y flora silvestre, junto a algún que otro perro que ladraba repeliendo la invasión del desconocido.
 
Entrada en hórreos
Experimentamos la visión de un mundo diferente, singular, que solo se puede palpar si te adentras en lo rústico y alejado del mundanal ruido. No sería yo capaz de vivir allá, con aquel clima y faena, pero no deja de ser un excelente lugar para un retiro puntual del ajetreo del urbanita estresado. Casas diseminadas, caserones de labranza, forraje para los animales y el colorido de un campo que eclosiona en primavera. Galicia, la singular Galicia, mostraba el verdor de sus campos y montañas, su peculiar orografía y sus casas, entre ráfagas de nubes y de lluvia en un eterno y bucólico baile de armoniosa vida secular.
 
Calle del pueblo
Cuando volvimos a buscar a los amigos, nada más aparcar el coche, un chucho chillón se deshacía en ladridos amenazantes desde una prudente distancia, como si me dijera: “Este es terreno mío y de mi amo, tú eres un intruso intolerable y debes abandonar este lugar, no nos fiamos de ti ni de tus intenciones; solo se admiten a los conocidos, fuera de aquí o probarás mis feroces fauces de can cabreado…” ¡Caray, al poco tiempo ya eran dos los que ladraban! Pasé de sentirme seguro a mostrar cierto reparo, que se fue convirtiendo en desasosiego tendente al miedo, mientras los chuchos acentuaban sus ladridos, posiblemente al oler ese miedo que afloraba. Al final, dado que estaban bloqueando el acceso al coche, decidí hacer un espaviento para amedrentarlos y conseguí romper el cerco.
 
Vista del campo
Dado que aún no había terminado la misa y que el minúsculo cementerio circundaba la pequeña y rústica iglesia, me dediqué a observar los enterramientos. Siempre me gustó verlos desde este lado de la vida, no sé cómo se verán desde el otro, si acaso se ven. Lo curioso es que el perro, cuando pasé al cementerio dejo de ladrar, posiblemente entendió que allí moraban los muertos y esos no son peligrosos, por tanto me debió dar por fenecido al traspasar la frontera de la vida y se fue triunfante a casa de su amo. Es a destacar cómo en los sitios más recónditos se explicita el culto a los antepasados, a los seres queridos, a los que se les rinde pleitesía dejando patente el recuerdo en las lápidas que adornan el panteón o nicho donde descansan sus restos. Vi distintas inscripciones donde se apreciaban edades muy variadas de abandono de esta vida, desde niños y jóvenes, hasta gente longeva, muy longevas… parece que quien supera la prueba y se inmuniza ante el mundo labriego tiene garantía de una larga vida.
 
Cruceiro antes de llegar a Finisterre
Pero vayamos a casos de más agrado en nuestra ruta turística. Nuestro objetivo era visitar el cabo de Finisterre, su faro y el entorno. Y sí, allí está el final de la tierra.  Agua y más agua conforman un horizonte desde la perspectiva singular de una abrupta zona montañosa, que lucha estoicamente con la mar para defender los límites de la tierra de las acometidas de las olas, en esa eterna pugna entre el agua y las rocas por ganar espacios propios, que la agreden en los días de mar embravecida. Mirando al fondo, ves destrozarse las olas contra el indeleble muro de las rocas, en una eterna batalla suicida, que ruge y emite borbotones, espuma y agua pulverizada hasta confundirse en el aire. Bello espectáculo de la naturaleza en la confluencia entre tres de sus elementos básicos: sólida roca, líquido elemento marino y aire de la atmósfera que los cubre. El viento, sabedor de su influencia sobre el alborotado mar, sigue jugando hasta picarlo llenándolo de enrabietada espuma, a la par que lame las laderas y barre el entorno del faro y el pequeño hotel que hay enfrente, con un soplido que suena a lamento amenazante y lúgubre.
 
Kilómetro cero
Gran espectáculo de luz y sonido natural, donde se conjuga la puesta de sol con la penumbra inquietante, el viento que ladra retador y el mar con su infinita danza de oleaje permanente. Allí, sentado, con la mirada perdida en el horizonte, se toma conciencia de la nimiedad del ser humano, de su finitud ante el poder de la naturaleza y de la injustificada soberbia que nos adorna. El sol, al igual que nosotros, también muere esta tarde, pero nos deja la esperanza de resurgir mañana, de resucitar para tener otra oportunidad de vida donde corregir los errores y elevar nuestro espíritu para que, desde esa conciencia de nimiedad, podamos comprender lo que somos y para qué somos, si ello es posible, dentro de nuestra limitada conciencia de vida y anclaje al entorno que nos sustenta.
 
Sobre la roca
Luego, dando un paseo por la zona, vas descubriendo lugares que te llaman la atención. Por ejemplo, existía una antigua costumbre de los peregrinos que venían hasta Santiago desde todo el universo católico, consistente en ir hasta el fin de la tierra para quemar determinadas pertenencias en una hoguera. La tradición obliga a quemar alguna prenda de ropa que se haya vestido durante las etapas del recorrido como símbolo de la renovación interior que todo peregrino sufre en el Camino de Santiago. Se quema lo viejo para dar cabida a lo nuevo. Allá se ve el lugar donde se realizaba esa práctica, hoy prohibida por convertir el lugar en un auténtico vertedero, que ha obligado al Concello a retirar cada año toneladas de basura.
 
Al borde del mar
Os sugiero dar una vuelta por el lugar, visitar el faro, subir por las veredas en torno a las escarpadas rocas, asomarse al abismo y disfrutar de las impresionantes panorámicas que nos ofrece. Reta al viento, sube a la roca y grita, deja que la melena (quien la tenga, claro, no es mi caso) baile mecida por el aire que, a veces, notarás como agresivo y otras acariciante. Es un reto: a los pies el precipicio, al fondo la mar brava, al frente el viento acometiendo y sobre tu cabeza el sol y las nubes en juegos y requiebros, y tú, retando a todo ello, inhiesto y espigado sobre la roca, implorando y despidiendo al dios Sol con los brazos abiertos y un grito o aullido primitivo testifical de tu presencia. ¡Qué maravilla, qué sensación más singular e indescriptible! Te sientes poderoso sobre la sólida roca, mientras a tus pies el mundo sigue su tránsito, el mar brama, el viento sopla y las nubes siguen jugando con el viento y un sol que se esconde y aparece en una danza imprevisible de luces y de sombras.
 
El mundo a tus pies

Después vuelve a la realidad de la vida, y te vas a tomar algo al bar del hotel para, desde allí, seguir disfrutando de unas excelentes panorámicas a cubierto, entre la penumbra del atardecer y la noche que se aproxima lenta pero inexorablemente. Ahora toca volver, pero antes no estaría de más una cena a base de productos de la tierra en el mismo Fisterra, ya tendremos tiempo de tornar a A Coruña para descansar. Por tanto, tomamos posesión de una mesa en la Sidrería A Cantina y degustamos un rico pulpo, mejillones y otros manjares acompañados de un buen albariño y cerveza, según el caso. El día ha concluido, solo falta la vuelta, y yo, conduciendo, he de renunciar al consumo de alcohol para regar las viandas… con ello también acaba mi relato, pero no mi recuerdo.
El baile de las brujas sobre la roca

3 comentarios:

Myriam dijo...

¡Qué buenas las fotos, Antonio! las de Uds dos
en la Cruz me la guardo. Yo cuando estuve ahí
tuve mucha niebla, así que no había sacado fotos,
por eso las vuestras las he disfrutado mucho.
Qué estupendo viaje , toda una experiencia para los amigos de EEUU,
me imagino.

¡Vaya con los canes! ¡qué susto!.
Tu historia del cementerio me recordó un viaje en avión en vuelo transoceánico,
el que mi compañero de asiento era un finlandés de profesión enterrador.
Ni te cuento todo lo que aprendí sobre enterramientos en Finlandia :-)

Abrazos x 2


Antonio dijo...

Myriam, los de la cruz no somos nosotros, es una foto hecha desde lejos con dos peregrinos que llegaban en ese momento. Por lo demás fue una experiencia inolvidable tanto para nosotros como para Frank y Eva.
Gracias por tu comentario y un abrazos.

Prudencio dijo...

Magnífico relato. Me ha recordado a Asturias. El mismo clima, los mismos campos verdes, los hórreos, tanta lluvia, tanto cielo nublado.
A todo se hace uno. Después de meses viviendo allí te haces a su clima, tan distinto del nuestro, a su entonación, a las comidas... Bueno, cuando joven se hace u o a todo. Ahora mismo no creo que me gustara.
Merece la pena visitar esos lugares, y todos, claro..
Un abrazo, Antonio.

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