Vía Lactea. Nuestra inmensa casa. |
Ahora,
cargado de años y experiencias, con el bagaje de la vida a mis espaldas, este insomnio
es una bendición del cosmos, un regalo que ofrece para contactar con la
infinitud del universo, para meditar en busca de la verdad holística, la que lo
abarca todo, la síntesis de la existencia de un mundo inescrutable, donde el
ser humano no es más que una parte insignificante de un todo inmenso que gira y
gira en su espacio infinito, como decía la canción. Ese giro y giro es el
eterno retorno (me viene a la mente el postulado de Nietzsche sobre el eterno
retorno). Los budistas comprendieron bien ese continuo girar y usan en sus
oraciones la rueda de plegaria. Para ellos existe ese retorno, aunque no lo
entiendan como eterno sino como contumaz sistema de perfeccionamiento hasta que
puedas escapar de esa órbita siendo un espíritu puro.
Ya
me entró en mi mente la idea del eterno retorno para ocupar el espacio que dejó
el insomnio. No puedo dormir. Me bajo al patio, me tumbo en la hamaca y,
sosegadamente, me voy integrando en la oscura noche, que refrenda mi
acoplamiento a esa oscuridad hasta permitirme observar los mil matices de sus
grises contrastes. En las cálidas noches del verano andaluz la más ligera
brisa es un regalo y siento la caricia de la noche con el suave mimo y deleite de
su hálito, que muestra su venia entre el balanceo de los pámpanos de mi parra.
Me acerco para observar a la luz de la luna el dorado fruto guarnecido por un
ejército de hojas verdes, donde algunas empiezan a desertar tomando un tono
marrón oscuro que les llevará a secarse y desprenderse de su oficio. Aparece la
sensación de un “déjù vu”, pero en este caso real. Cada año por estas fechas se
produce el mismo ceremonial en la naturaleza, forma parte del ciclo de la vida
y de la muerte, es el eterno retorno.
Mientras
que el día es la realidad que te rodea, ficticia o no, cargada de prejuicios, de
etiquetas y dogmas y sometida al encorsetamiento social de la cultura donde te
integras, la noche es la fantasía, el escape, la magia del sueño. En la noche
se rompen las cadenas que atrapan tu mente, derrumbas los muros impuestos por
otros para aprisionar tu pensamiento. Cuando duermes es el ensueño el que te
libera, sueñas con lo prohibido, con aquello que los miedos te coartan, con la
satisfacción de tus frustraciones… el ensueño es el canto y la forma de
libertad que ejerce tu mente sometida a la norma. En el sueño, a veces, hay más
verdad y manifestación de ti, de como tú eres, que en la vida real. Pero, los
sueños se perdonan, sueñes lo que sueñes, siempre estará bajo la protección del
subconsciente y a él se le adjudica la culpa y el protagonismo.
Digo
todo esto por la complejidad de soñar despierto, por lo transgresor que resulta
en esta sociedad pensar y razonar cosas, de desear lo vedado, de cuestionar,
incluso, dogmas y verdades impuestas. Soñar despierto es más fácil de noche,
cuando el vigilante de la mente descansa o se relaja, cuando la luz del día no
nos delata, cuando los ruidos no interfieren, cuando se es más libre. Hay que tener el valor de desvestirse del
día para integrarse en la noche, donde la luz del universo nos hace más grandes
y nos emancipa ofreciendo una vía infinita para discernir entre tantos
estímulos cósmicos. Y es aquí, en mi patio y a esta hora “intempestiva”, donde rompo
amarras y vuelo planeando sobre la naturaleza para que me ilustre y oriente,
para que me muestre su eterno ciclo de la vida: El eterno retorno.
La
naturaleza nos enseña que ese ciclo de la vida es un círculo, una esfera que
gira y gira, donde cada año, con sus estaciones, se nace y muere. Florece el
árbol en primavera, se carga de hojas verdes y nutrientes para que la flor fecundada nos dé, en el verano, el fruto
y la semilla que geste otro árbol. En el otoño languidece y se produce una
mágica muerte, donde se despoja de su manto y quedan sus ramas desnudas, casi
inertes, en un invierno sometido a la poda para tomar fuerza de cara a una
nueva vida en primavera, iniciando otra vez el ciclo.
Una
ráfaga de viento algo más fresco penetra por el patio y despeja, en una
pacífica razia, el ambiente. La lona del toldo baila oscilando al ritmo que le
marca, la parra mece sus pámpanos tremolantes y el espantapájaros gira al compás
de una danza caprichosa a meced del aire. Son las dos y media, sigo sin sueño
tumbado en la hamaca contemplando el cielo.
La
luna me lanza un destello y me atrapa. Ahora está en menguante, pasará a luna
nueva, luego irá a crecente para acabar en luna llena y volver a su eterno
ciclo de 28 días. Nuevamente el cielo me muestra el curso de la vida. Todo
gira, la luna, el sol, la tierra, las estrellas, los planetas… es la danza del universo
de la que no podemos escapar. ¿Será la vida esa danza? ¿Estamos condenados al
eterno retorno? Pero, ¿cómo se entiende en nuestro caso? Al igual que el árbol
nacemos y florecemos en una juventud de pasiones y deseos que nos llevan a
reproducirnos, a dar el fruto, para luego entrar en el otoño de la vida. ¿Será
la muerte el invierno? Pero si estamos en el eterno retorno deberemos volver a
ser, a iniciar el ciclo. ¿Tendrán razón los budistas?
Uno,
que no sabe nada, solo puede conjeturar. ¿Pero no es acaso eso lo que hizo el
hombre a través de la historia? Conjeturas, suposiciones, hipótesis, teorías o
creencias… nada definitivo, salvo la duda. Solo sabemos la nimiedad que cabe en
esa pequeña masa cerebral. Por qué no podría darse la dualidad mente-cuerpo,
para algunos alma-cuerpo, donde lo físico es el sostén, la huerta donde se
siembra una “energía cósmica inteligente” que requiere de ese cuerpo para
desarrollarse, para crecer. Yo soy energía, tú eres energía, todos somos
energía. Mi cuerpo es el instrumento, la herramienta, el campo de cultivo, que
permite a esa energía manifestarse, desarrollarse y crecer. Esa energía se
cultiva a través de la inteligencia, de la elevación del conocimiento, de la
comprensión de la verdad absoluta, lejana y utópica, eso sí, pero establecida
como el objetivo final que lleve a la bondad madura del sujeto.
El
conocimiento… el conocimiento, es la base del desarrollo del ser humano, de la elevación
de su espíritu, de su mente, para integrarse lo más posible en ese cosmos que
lo sustenta. El conocimiento es poder, responsabilidad y libertad, pero también es peligro para
aquellos que no tienen como objetivo facilitarlo a los demás, sino controlarlo
y gestionarlo para someter al ser humano a la ignorancia y la sumisión en un materialismo
esclavizante. Esa función se ejerció siempre desde el poder y los credos, desde
el dominio y apropiación de ese conocimiento. Allí afloran las ideologías y las
religiones que dicen como son las cosas que tú querrías saber, para que no te
molestes en pensar en más allá de lo establecido, para que seas gregario en ese
grupo que ofrece la posibilidad de ser y existir a su modo. Luego, esta sociedad,
precisamente llamada del conocimiento, te enterrará en mil datos que mientras
más conozcas más importante te sentirás… pero olvidará que no es lo mismo tener
conocimientos que vivir el conocimiento. Vivir el conocimiento es empatizar con
él; es decir, sentir en tu interior el flujo de la verdad que proyecta ese
conocimiento en un sistema interrelacionado, con una visión holística del
cosmos donde no hablamos de unas cifras conocidas sino del entramado y las
sinergias que las hacen posibles y su repercusión o influencia en la dinámica
del mundo. Por tanto, no es lo mismo tener conocimiento que vivir el
conocimiento.
Una
vez, un paciente, loco él bajo los criterios clásicos de la salud mental, me
decía que venimos a este mundo a desarrollar nuestra inteligencia y que en el
cosmos había diferentes niveles de inteligencia según la dimensión en que
estuvieras. Eran niveles escalonados que él los ubicaba en diferentes planetas.
Explicaba ese eterno retorno como la repetición de la vida por reencarnación hasta que hubieras
conseguido un nivel de perfección o inteligencia determinado, entonces, a tu
muerte, unos seres superiores te llevarían a otro nivel, a su planeta; pero
ojo, dentro de los planetas también había clases, se pasaba de uno al otro en función
del nivel que se fuera adquiriendo. Qué curioso, al fin y al cabo eso tiene
cierta similitud con los planteamientos aludidos de la filosofía y el credo
budistas. Pero aquél señor era de campo, casi analfabeto, pero con una inteligencia
privilegiada hasta el punto que se le declaró loco. A mí me gustaba hablar con él,
lo tenía todo bien atado y encajado en su discurso.
Vuelvo
a reseñar la capacidad o posibilidad de que exista un cocimiento gnóstico, esa
especie de ciencia infusa que llevamos dentro y que solo es necesario sacarla a
flote para actualizarla mediante la meditación, el pensar en libertad y sin
corsés o, incluso, el propio azar. Pero, claro, al fin y al cabo somos lo que
sentimos, lo que pensamos, nuestro mundo no deja de ser esa percepción real o
imaginaria que tenemos, aunque existan otras cosas que escapan a nuestra estructura
sensorial que es la que nos suministran la información para computar los hechos
y sacar conclusiones. O sea, que seguimos especulando: conjeturas,
suposiciones, hipótesis, teorías o creencias… en un eterno retorno, del gira y
gira que algo irá cambiando aunque sea imperceptible, pero desde la individualidad
anclada en un colectivo con el que se interactúa. Cada uno somos un mundo
porque nuestros sentimientos y emociones son singulares, aunque también nos
tengan presos y limitados por el aspecto sensorial, pues solo nos llega aquello
que sentimos, lo que nuestros sentidos nos ofrecen, nada más… y ello, siempre,
nos llevará a la duda sobre el más allá de los sentidos. Tal vez la noche nos
ofrezca la posibilidad de abrir el cosmos a esas conjeturas.
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