viernes, 1 de noviembre de 2024

Los muertos viven en la memoria de los vivos

 


Opinión | Tribuna

Antonio Porras Cabrera

Publicado en el diario La Opinión de Málaga el 01 NOV 2024 7:00

 

Nuestro miedo a la muerte se ampara en ese juicio ante un Dios terrible, que nos arrojará al infierno, como hizo con los ángeles malos y rebelados y, por otro lado, a abandonar nuestras bienes materiales…


Camposanto en Cuevas de San Marcos. / A.P.

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En estos días, cuando honramos a nuestros muertos, es bueno y conveniente que nos enfrentemos a esa realidad ineludible. Tomar conciencia de nuestra nimiedad, de lo lábiles que somos, de cuan corto es el tránsito entre la vida y la muerte, nos permite reubicarnos en esa verdad de la que, normalmente, huimos. La muerte, al fin y al cabo, no es más que el punto culminante de la vida, la última etapa, la meta final. Sí, nacemos para morir y lo importante es vivir, porque el bien vivir nos llevarán a un buen morir. La conciencia limpia, la bondad por bandera, el trabajo bien hecho, el objetivo de la vida bien cubierto y, aparte de haber recorrido el camino, haberse nutrido y crecido con ese tránsito, llegar al final en paz con uno mismo y su entorno, sin conflictos internos y con la sensación de haber aprovechado el tiempo que nos dio esa vida para crecer mentalmente. Crecer en conocimiento, mejorando el mundo que nos fue entregado y dejando la herencia a nuestros descendientes en mejores condiciones de las que la recibimos.

Hay credos que hablan de esta vida como un campo donde venimos a cultivar la espiritualidad, a sanar el alma, a limpiar y purgar los pecados o errores cometidos en otras vidas anteriores, hasta llegar a la perfección que nos abra las puertas de una dimensión pura para no volver más. Tal vez sea un cuento chino al amparo de nuestra resistencia a la nada, de nuestra rebelión contra el desvanecimiento, evaporación y muerte, de nuestro egoísmo y soberbia, pero no deja de ser bonita esa imaginación, esa concepción de la vida y de la muerte, que nos palía el sufrimiento que provoca la desaparición. En nuestro mundo judeocristiano, la muerte implica el juicio, con posible tormento eterno (que curioso eso de eterno… no se nos dará otra oportunidad), aunque la iglesia católica ya descartó la existencia del infierno, sigue pesando en nuestras mentes el troquelado infantil de aquella etapa del nacional-catolicismo preñada de amenazas divinas y castigos ejemplares. Tememos a la muerte, al juicio, al potencial castigo con el que se nos aterró en la vida, pero también nos resistimos a abandonar nuestras propiedades, nuestras cosas ganadas con el sudor de la frente, nuestras comodidades materiales y los bienes del entorno. No olvidemos que somos gente de conciencia poco clara, voluble según el caso, sometidos al discurso del pecado y su condena, cargados de dudas sobre nuestra moral y conducta, sujetos a juicios ajenos sobre aquello que hicimos, sin respeto al discernimiento y análisis personal y al libre albedrio… nosotros no definimos lo que está bien y mal, lo definen otros y eso confunde. Dios, y en su nombre sus ministros, marca la pauta del pecado, pero esos ministros son tan hombres como uno, tan propensos al error y a la confusión como lo somos nosotros. De ello han dejado suficiente constancia a lo largo de la historia. Por tanto nuestro miedo a la muerte se ampara en ese juicio ante un Dios terrible, que nos arrojará al infierno, como hizo con los ángeles malos y rebelados y, por otro lado, a abandonar nuestras bienes materiales.

Pero hablemos desde otra perspectiva de la inmortalidad, de la vida eterna, que según los credos es variable y concebible de distinta forma. El ser humano, en general, dentro de su egolatría, se siente como un dios menor que no soporta su desaparición. Pero, en el fondo, no desaparece, deja sus genes, sus enseñanzas, sus recuerdos y sus obras. Eso perpetúa su existencia, da sentido a su vida y trascendencia en distintos campos. Sabido es aquello de que se ha de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Curioso… tener un hijo: dejar tu semilla, tus genes, tu sangre con su carga proyectiva, con tu trascendencia personal en un nuevo ser capaz de dar testimonio de tu existencia con su herencia genética y su conducta. Plantar un árbol, representa tu alianza con la naturaleza, con el medio ambiente que sustenta la vida que inicia la escala desde el vegetal al animal más básico hasta llegar al hombre, esa especie de reconocimiento ecológico, de contrato tácito entre la madre naturaleza, la Pachamama de la América inca, y el ser humano donde se da esa afinidad que perpetúa la vida en equilibrio. Finalmente, escribir un libro, que no es otra cosa que dejar testimonio de tu paso por la vida, de tu relato, plasmando todo el desarrollo que has realizado, qué viste y viviste, cómo lo entendiste, qué hiciste a lo largo del camino… o, en todo caso, si no hablas de ti de forma directa, lo haces de forma indirecta, aunque sea un testimonio novelado, proyectado en otra historia. El libro es un testamento, un documento que deja constancia a las generaciones venideras de tu paso por la vida.

Recuerdo lo que me decía un paciente, etiquetado de loco en tratamiento con neurolépticos, antipsicóticos, a raíz de sus delirios. “Los muertos viven en la memoria de los vivos, por eso yo no puedo olvidarme de mi madre, por eso voy al cementerio todos los días, para que ella no muera…” Esa certera locura constataba una realidad, la inmortalidad la consiguen los hombres desde su propia trascendencia a otras generaciones. Si saben que exististe, sin duda has existido, pero si no lo saben... sabe Dios si habrás existido.

Al menos una vez al año nos acordamos de nuestros difuntos, les llevamos flores, limpiamos sus tumbas y sus lápidas, le rezas si crees y, si no, te acuerdas de ellos, de sus actos, de su vida y su contacto. Es bueno no perder la memoria de dónde venimos, pues ello nos ayuda a hacer el camino desde esa constelación familiar que marca nuestro sino. El día de los difuntos los cementerios se llenan de vida, de colorido, de luces y de gente que hace revivir al ausente y hacerlo presente con su recuerdo. Tal vez ese día, sea el día en que menos le temo a la parca pues tomo conciencia del corto camino que va desde el parto a la muerte. Al fin y al cabo, entre el nacer y el morir solo hay pasos de esa senda que nos tocó transitar sin ni siquiera pedir que la queríamos andar. Ahora me toca pensar cómo se puede encajar en mi forma de vivir ese objetivo final para poder terminar bajo la influencia de la bonhomía. Me viene a la memoria un estrambote que le puse a un soneto sobre mi bodeguilla, dedicado a la bonhomía, y que termina:

“De esta forma te lleva a la vejez

en paz contigo y pleno de armonía

la dulce carroza de la bonhomía”.

Vida y muerte, y mientras tanto, tránsito digno del camino que lleva hasta el destino final.

Hoy, día 1 de noviembre, visitaré el cementerio de mi pueblo y veré quien vive en la memoria de los suyos y quien ha muerto en el olvido.

 

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2 comentarios:

Maribel Castro dijo...

Certero artículo y bien traído hoy día 1 de noviembre, día de todos los Santos. No hay nada más cierto que vivimos muriendo, que desde el minuto uno de nuestra entrada en este mundo se pone en marcha nuestro reloj biológico y comienza la cuentra atrás. Temer a la muerte es directamente proporcional al apego que le tengamos a la vida. Yo, que soy agnóstica, no suelo frecuentar mucho los cementerios, pero son ya muchos los seres queridos que se marcharon y los llevo en mi pensamiento. En fin, amigo mío, tener conciencia de que el camino de la vida no es más que un corto, o largo, tránsito a la muerte es lo que marca la diferencia.
Que tengas un buen día. 💜

Antonio dijo...

Gracias, Maribel, por tu comentario. Yo, también desde mi agnosticismo, suelo ir porque no lo entiendo como un tema religioso, sino como un acto de recuerdo anclado en la cultura popular, como homenaje a los fallecidos.

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