Hoy conocí a Sísifo. Los dioses inmisericordes, ante su afrenta, le habían condenado a ejercer eternamente un trabajo infinito, debiendo rodar una piedra ladera arriba sabiendo que, antes de alcanzar la cumbre, voltearía de nuevo hacia abajo, para volver a empezar. Había perdido el sentido de la vista y su visión de la vida era absurda, incongruente y simplona, todo su mundo se concentraba en su tarea quedando cegato para el resto de su entorno.
Con aquel trabajo titánico fue
descubriendo cómo se transformaba su cuerpo, crecía su musculatura y se iba
perfilando su anatomía con una precisión asombrosa… y se enamoró de su cuerpo,
vivió para él y a él le dedico su tiempo, su esfuerzo y atención. Se preocupaba
de su salud física y andaba ejercitando su musculatura, ya no como suplicio, sino
para remarcar su esbelta figura. Todo lo demás le era indiferente. Le
importaban un bledo los conflictos sociales, el hambre o la miseria, incluso la
cultura que solo tenía sentido para él si se llamaba culturismo. Viendo su
espléndido aspecto, su tonificada musculación y el escultural aspecto de dios
griego con su armoniosa belleza, daba por bien empleado el tiempo dedicado a
subir la inmensa piedra montaña arriba, sabedor de que volvería a rodar hasta
el valle para darle de nuevo la oportunidad de ejercitarse subiéndola, una y
otra vez, a la retadora montaña, en un eterno retorno, un ciclo vital cerrado
en círculo, donde solo el hedonismos de un ego centrípeto podía justificar tal desmesura.
Amó a la piedra. Ella era su compañera, la amiga que le permitía su desarrollo,
que afianzaba su belleza corporal, a la que abrazaba en pleno esfuerzo,
queriendo acariciarla en una alianza de propósitos, donde él tenía un fin y
ella era el instrumento para conseguirlo.
Sí, había descubierto, en el
castigo de los dioses a su osadía, el gran regalo que le otorgaron al dictar
una sentencia, o castigo ejemplar, a la que había reconvertido en oportunidad
para perfeccionar su soberbia figura de cuerpo escultural. Aquel trabajo inútil
pasó a ser útil… pero solo para él. Su mente obsesionada, por y para ello, dejo
de pensar en otra cosa y fue aumentando su ceguera, menguando su cerebro
pensante, concentrándose en un solo objetivo: conseguir cada día incrementar su
desarrollo muscular, marcar las fibras o haces musculares, aflorar sus venas delimitando
a la perfección su anatomía. Cada músculo reivindicaba su presencia, se hacía
notar en su singularidad anatómica, para tomar un protagonismo preciso en el
conjunto de aquella complexión tan envidiable.
En este estado andaba yo,
contemplando a Sísifo voltear la inmensa piedra, cuando acabé percatándome de que
aquel joven sudoroso, jadeante y magníficamente musculado, no movía una piedra,
sino unas tremendas pesas con mancuernas que una y otra vez elevaba en el aire
con esfuerzo. Con orgullo decía que cada día pasaba horas y horas en el
gimnasio, dosificando un trabajo cuyo objetivo único era tonificar su cuerpo.
Era feliz en aquel espacio que componía su mundo. Pagaba religiosamente su
cuota mensual por el uso de aquellas instalaciones, para hacer un esfuerzo
socialmente improductivo, pero que a su ego le satisfacía.
Mientras observaba los chorros de sudor
resbalar sobre su cuerpo, no sé por qué, me vino a la memoria una escena de mi
infancia, donde los gañanes del cortijo, apegados a la labranza, sudaban
embarrados, por el polvo del verano o de la trilla mezclado con sudor, para
llevar a casa un sueldo miserable. ¡Cómo ha cambiado el mundo!, me dije pensativo.
Aquel gañán trabajaba para ganar una miseria y poder subsistir él y sus hijos;
este joven se mata trabajando sin nada producir, sino un gasto a su bolsillo.
Vi a Sísifo en él, condenado a aquel trabajo inútil, improductivo, para dar
satisfacción a los dioses del Olimpo: al dios dinero que residía en el
gimnasio, al dios soberbia que habitaba en su interior, al dios Apolo en la
perfección de su belleza, al hedonismo, al ego presuntuoso o la petulante
vanidad.
Concluí que la base de la vida está
en la ponderación, en el ejercicio necesario, en el alimento requerido, en el equilibrio
entre el yang y le yin. Porque nada, absolutamente nada, es absoluto…
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