Foto tomada de internet |
He de reconocer que no suelo salir a andar. Ya se
sabe que es un sano ejercicio a mi edad. Pero, tal vez por vagancia, por estar
haciendo otras cosas o preferir dedicar el tiempo a otros quehaceres, un día por
otro, a pesar de ser consciente de la necesidad de caminar, sigo sin hacerlo.
No obstante, de cuando en cuando, me gusta
despejarme, hacer volar el pensamiento a otras esferas y, al ritmo sosegado del
paseo, dar rienda suelta a la imaginación. Digo eso porque si dejas la mente
suelta, abierta a los estímulos del entorno, ella divagará en función de lo que
prefiera o le sea más impactante o interesante entre todo aquello que se ofrece
a sus sentidos.
Hoy, en uno de esos escasos paseos, observé delante
de mí a una pareja formada por una chica joven y una señora mayor. La joven
tenía un tipo impresionante, una figura seductora de belleza 10, y con
matrícula de honor. Aflojé mi ritmo para no adelantarlas y seguir disfrutando
de la maravillosa visión. Se me vino a la mente lo de viejo verde y recordé lo
que suele decir un amigo mío, que prefiere ser viejo verde a estar muerte y
carente de deseos. La chica debía medir algo más de 1,70 m. Llevaba una especie
de top corto mostrando una fina línea de su cintura entre la falda y el top. La
falda, ligeramente por encima de la rodilla, mostraba algunos centímetros de
los muslos, dejando a la fantasía una morfología ideal, a la par que le daba
frescura a la imagen y un cierto encanto con el rítmico bamboleo al caminar. El
pelo rubio y abundante le caía sobre la espalda formando una melena juguetona
con la suave y casi imperceptible brisa de la mañana. Zapatos de tacones
moderadamente altos, lo suficiente para elevar los glúteos en su justa medida,
exhibiendo un trasero seductor. Piernas bien formadas, con caderas perfectas
que se iban ajustando armoniosamente a la dimensión de la cintura, que, sin ser
de abeja, ofrecía un diámetro de película, formando una figura ejemplar, de
modelo, que me hizo pensar por qué es un placer subliminal el toque de
guitarra.
Aquella chica tenía todos los encantos necesarios
para llamar la atención, para despertar admiración al observarla. Ciertamente,
el mundo nos ofrece bellezas por doquier, bien sean naturales o artificiales.
Lindas panorámicas, maravillosas construcciones, exuberantes floraciones en
primavera, etc. Y cómo no, la natural belleza del sexo contrario o, por qué no
decirlo, para algunos y algunas, los del propio sexo. Esto de la belleza parece
que no es una cuestión perfectamente definida y baremable, aunque hay ciertas
tipologías que serían los modelos matizables según cada cual. En todo caso, yo
suelo decir, cuando se ve una mujer bella, que es como una obra de arte
expuesta en el museo natural de la vida para ser observada y admirada pero,
como en los museos, queda prohibido tocar.
Reconozco, como hombre, que ante estos estímulos
afloran sensaciones, sentimientos y deseos esporádicos que bullen en el
interior, produciéndose una batalla entre el deseo y la razón que, al final,
acaba venciendo. Para ello se nos ha educado en esta sociedad que nos encorseta
a normas, no siempre bien interpretadas. Porque, digo yo, ¿no quedaría bonito
que cuando un hombre o una mujer, ve a otra persona de belleza y encanto se lo
dijera? Sería lindo que alguien te parara por la calle, cuando a veces
necesitas un chute de energía positiva, y te dijera: “perdone pero al verle he
sentido en mi interior la necesidad de decirle lo bella que es usted, me
encanta su pelo, sus ojos o su…” lo que fuere, sin que ello significara que esa
otra persona te está agrediendo o invadiendo tu intimidad, sino reconociendo y
realzando tu valor. Tenemos miedo a que la gente nos malinterprete cuando
decimos algo que pueda sonar a piropo intencionado, a que se viva como una agresión
y se nos mande a freír espárragos con cajas destempladas, desde la suspicacia y
paranoia que nos ha creado este mundo de oscuras pretensiones. A mí, a veces,
me sale del alma y, en más de una ocasión, le he dicho a una chica, amparado
tal vez en la diferencia de edad, lo bonitos que tiene los ojos, la luminosidad
que proyectan y le otorgan a su cara, o la esbelta y modélica figura de su
cuerpo. Evidentemente, mis pretensiones son las del visitante del museo, solo
observar y disfrutar de la belleza de la obra creada, sin tocarla, claro está.
Pero volvamos al caso de la chica y la señora que
nos ocupan. ¡Qué maravilla! La suerte dotó a la joven, sin ni siquiera hacer
nada, con toda su belleza. Ella lo sabía, ¿cómo no? si solo al mirarse al
espejo debía recibir una chorro de autoafirmación, y satisfacción personal, con
el riesgo de llevarla a la pedantería y el engreimiento. Y mirándolo bien, me
dio la sensación de que así era. Pienso que, como se suele decir, se lo tenía
creído. Sin comerlo ni beberlo, la naturaleza le regaló la belleza; el mérito
no era suyo, en cierto sentido. De todas formas, a mí, me arrebató, sintiendo
en mi interior las alteraciones naturales del deseo, porque no nos engañemos,
la edad es la edad cronológica, pero la juventud y el deseo afloran sin
remisión… otra cosa es el autocontrol y la represión que ejercemos a lo largo de
nuestra vida sobre esos deseos de inapropiada exhibición pública.
Luego, cuando se pararon en el escaparate de una
librería, no pude menos que imitarlas. No eran los libros expuesto mi motivación,
lógicamente y ante el susodicho arrebato. De soslayo observé más detenidamente
su cara, su torso, ojos, etc. que la reafirmaban. Linda chica, me dije… y
entonces miré a la señora mayor. Debía ser su abuela.
Cambié el chip al ver su cara, cargada de arrugas,
el pelo blanco, sus ojos cansados pero no apagados, y todo su ser marcado por
el tiempo, por la vida vivida y sufrida, por las experiencias traumatizantes y
enriquecedoras, por el acúmulo del conocimiento y saber estar. Yo creo que
superaba con holgura los 70 años, pero a mí nunca se me dió bien el calcular
las edades, sobre todo en el caso de las mujeres. Eso sí, aquella señora
exhalaba encanto por los cuatro costados, hasta tal punto que borró de mi mente
a la joven y mi pensamiento voló a otros campos. En ella vi el valor de la
persona que a lo largo de su vida se va fraguando, que se crea a sí misma y su
belleza y valía es una autocreación, un cúmulo de riqueza acumulada en su
ejercicio vital, en su esfuerzo y dedicación a lo largo de la vida.
La obra de arte que portaba su nieta era de otro
artista, siendo ella un mero soporte de la belleza; en el caso de la abuela,
era ella la artista, la que había creado su obra. La belleza de la joven era un
regalo divino, no una creación propia, mientras la belleza de la abuela era el
producto de una conformación personal, una creación exclusiva realizada a lo
largo de su existencia donde fue modulando sus sentires, emociones,
convicciones, valores, etc. hasta resultar el cúmulo de encantos que emanaban
de su ser. Se veía una persona culta, sosegada, inteligente, irradiando paz.
Ese era su atractivo precisamente. Tal vez despertara cierta envidia en mí,
pues a estas edades uno de los elementos básicos que deben movernos en la vida
es, precisamente, el encuentro con esa sosegada paz que nos permita transitar
por el estadio final de nuestra existencia, hasta llevarnos a un final
tranquilo, apacible, dulce y afable. La paz interior se refleja en la sonrisa,
en la mirada y los gestos. Se muestra desde la tranquilidad del espíritu, desde
el equilibrio interno y la madurez psicológica. A esas edades, si se alcanza
esa madurez, se comprende casi todo, se entiende a la gente y se acepta la
nimiedad personal, dejando de ser insoportable la levedad del ser, como diría
Milan Kundera. A esa edad ya no ha de haber envidias, ni vanidades, ni codicia
y avaricias sobre el mundo material, sino sosiego, ternura y nobles sentimientos
que se puedan ofrecer a los jóvenes como guía para alcanzar en su mañana esas
cotas de desarrollo cercanas a la autorrealización personal.
Curiosamente, la joven pasó a segundo término
eclipsada por su (presumible) abuela. Mi instinto reproductor, mi deseo sexual,
quedó superado por mi otro deseo de maduración psicológica, de identificación
generacional y de modelo proyectivo, sabedor de que mi camino se alejaba de
aquella juventud ostentosa de la chica y se acercaba al sereno tránsito de su
abuela. Entonces prefería el valor nutriente de la experiencia, a la bacanal
impulsiva de deseos con matices de sensualidad lasciva. Tal vez se comprenda
esto al entender que el deseo sexual es una necesidad perentoria que una vez
satisfecha pierde su poder, como el hambre desaparece después de haber comido.
Hay instintos importantísimos en el ser humano, y
todas las especies animales, que permiten su perpetuación a través de la
gestación y nacimiento de sus crías, para ello, el acto de inseminación se
acompaña de uno de los placeres de mayor intensidad, porque de lo contrario no estaría
estimulada esa reproducción y la especie desaparecería. Por tanto, la
sexualidad es hedonista y placentera hasta tal punto que, mientras el resto de
las especies la usan, por lo general, en los momentos de receptividad de le
hembra para la reproducción, el ser humano, dotado de inteligencia, la busca
por puro placer. Mientras que las otras especies detectan esa receptividad por
el olfato, nosotros usamos más el conjunto de sentidos, la vista, el oído, etc.
junto a la interpretación del mensaje verbal y no verbal con todas sus
ambigüedades para valorar la receptividad del sexo contrario y la afinidad,
feeling o química, que se pueda dar entre ambos.
De ahí que la sexualidad de las personas mayores
sufran un declive con la edad, porque la naturaleza es sabia. Los jóvenes,
desde su fortaleza, garantizan una mayor calidad de las crías. A los mayores,
en todo caso, les compete aportar su cúmulo de saber en lo vivido actuando como
nutrientes del conocimiento, como aporte de la sensatez y el equilibrio que
otorgó la experiencia, aunque en los últimos tiempos la tecnología nos ande arrebatando
el derecho a transmitir las actitudes y el conocimiento intergeneracional. Ello
no quiere decir que en la madurez el sexo no exista, sino que se vive de otra
forma más sosegada, donde el coito y penetración no es el objetivo principal,
sino el contacto, la caricia, el sentimiento de acompañamiento y comprensión.
En suma la aparición del amor verdadero y no del amor pasional que prevalece
más en la juventud por imperativo subliminal de reproducción.
Si, la abuela era la verdadera obra de arte en el
sentido humano integral, con las marcas y arrugas que dejan los tiempos; la
nieta era apariencia sublime, de piel virginal, sin el contenido humano de la
abuela. ¿Me estaré haciendo viejo?
De todas formas, dado que mañana es el día de la madre, ¿qué mejor madre que la abuela? por eso se llama en algunos idiomas gran madre... va por ellas.
De todas formas, dado que mañana es el día de la madre, ¿qué mejor madre que la abuela? por eso se llama en algunos idiomas gran madre... va por ellas.
5 comentarios:
Después de leer estas interesantes reflexiones, solo me queda animarte a que todos los días salgas a pasear. ¡Ya ves lo que te pierdes!
Un abrazo.
Creo que tienes razón, Fanny.
Deberé plantearme hacer ese ejercicio y ver lo que me muesra la vida cada día, dejando a mi mente libre para divagar.
Un abrazo
Con un mes de atraso llego aquí. antonio y te leo. Creo que vas a tener que hacer más caminatas "filosóficas" como esta. La joven es pura potencia, pura promesa; y la mayor, pura esencia, puro ser.
Un abrazo a ti y otro a L.
Por cierto, la foto que elegiste para esta entrada es preciosa.
Soy vago para esas caminatas y debería de caminar más, aunque solo fuera por buscar la salud. Si luego se suma esa fase reflexiva que acompaña al deambular, mejor que mejor.
Besos
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