El 69 siempre fue un número mágico, con simbología
sensual, es el número que, si lo miras bien, parece que cierra el círculo de la
sexualidad al juntar dos cuerpos en uno… y sexualidad bien entendida tienen una
connotación de felicidad absoluta. Felatio-cunnilingus, placer prohibido que busca
ser descubierto desde el tacto y el contacto de mucosas cargadas de sensibilidad
extrema, donde las terminaciones nerviosas están más a flor de piel, donde el sentir y el estímulo es más
intenso y placentero, donde los puntos esenciales, de receptividad desmedida,
te elevan al clímax en una comunión deliciosa y orgásmica que une las almas de
dos seres que se quieren y desean. La mucosa es una piel fina, un velo cobertor
que permite la conexión entre dos mundos externos sin la frontera rígida y
estructurada de la piel endurecida por la vida, por la prohibición y la norma
encorsetadora que nos fueron forjando y fraguando hasta ser lo que somos, piel rugosa
y curtida que nos hace insensibles al entorno o, al menos, nos lo acaba
condicionando. ¿Por qué escribo esto como preámbulo a lo que viene después? Será porque siempre se ha de conjugar Eros y Tanatos... Amor y Muerte forman parte de la vida.
Por tanto, no quiero, en este momento, hablar de ese 69 y
lo que pueda tener de connotación en el sentido que he expuesto, sino de otras evocaciones
que tiene ese número en el día de hoy. Es curioso, como en este año, pasamos
del 69 del placer al 69 de dolor y de la muerte. Hoy hace 69 años que unos
asesinos masivos, decidieron arrojar un arma mortífera de incalculables
consecuencias, no ya por sus efectos inmediatos, que eran aterradores, sino por
las secuelas y patologías cancerígenas que se desencadenarían a medio y largo
plazo. Para mí ha sido el mayor crimen contra la humanidad que se ha perpetrado
de una sola tacada. La excusa que ponen sus defensores es que acortó la guerra
y evitó otros sufrimientos que se habrían dado de prolongarse el conflicto. Lo
malo es que fue a costa de 120.000 muertos civiles y 360.000 heridos de muerte
y horror, sin olvidar Nagasaki. Ello nos dio el verdadero rasero por el que
pueden medirse los instintos asesinos del ser humano, la quiebra de valores y
el desprecio a la vida ajena. Truman nunca debió dar esa orden y sacrificar, a
modo de omnipotente dios menor, la vida de tantos inocentes. Dio el pistoletazo
de salida para quienes quisieran, en el futuro, usar el terror civil como arma
de guerra, como estamos viendo en la actualidad. Se confirmó la desaparición de
la caballerosa concepción de los conflictos bélicos para convertirlos en
crímenes de lesa humanidad. La historia deberá juzgar tamaña iniquidad, pero,
claro, ese juicio solo tendrá lugar cuando se redefinan los principios humanos
o el país que cometió el atropello sea una potencia de segundo orden sin
capacidad de manipular y reconducir las opiniones de la gente.
No debieron de tener muy claro la bondad de su acto,
pues cayeron en la torpeza de darle la gloria de la nominación del avión al
propio piloto asesino que lanzaría la mortífera arma y, qué desfachatez, en un
alarde de devoto hijo, le puso el nombre de su madre, Enola Gay Tibbets. ¿Qué
idea de madre debería tener ese sujeto que asimiló la bomba asesina con su propia
madre en sentido simbólico? Pero es más, le ponen a la bomba el nombre de
Little Boy (pequeño niño o niñito). Juegan, pues, con dos cosas sagradas, para
sembrar la muerte, la maternidad que es símbolo de vida, de creación y desarrollo
del individuo y, a la vez, juegan con la inocencia y candidez de la infancia.
Es como si inconscientemente quisieran redimir su pecado consciente a través de
esta simbología. Pero esta simbología construía una metáfora implacable, un
constructo cuyo mensaje era aterrador: “la madre da a luz, lanzándolo desde su
vientre al abismo, a un pequeño niño que destruye la vida de 120.000 personas y
deja heridos a otros varios cientos de miles”.
Era una premonición de cómo sería la vida en el
planeta en un futuro. Solo el terror controlaría la guerra entre las grandes potencias,
aunque se mantendrían con su máxima crudeza en otros lugares donde el ser
humano pasaba a ser de segundo orden, para dilucidar conflictos locales. Muerte
y hostilidades en fronteras de influencia, armas convencionales para dirimirlos,
pero siempre la espada de Damocles de la guerra nuclear para neutralizar el
conflicto a gran escala, para persuadir al poderoso enemigo…
Lanzaron la bomba a las 8.15 de la mañana del 6 de
agosto de 1945. Cuando el capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero vio el
efecto dijo: “Dios mío ¿Qué hemos hecho?” Pero Dios, como siempre que hay una guerra,
estaba ausente. El destino del mundo lo había dejando en manos del hombre y el
hombre, arropado por el odio y la sinrazón lo entregaba a los militares
expertos en la gestión de la muerte y la destrucción.
Pero el hombre, dentro de su vileza, también es
portador de valores superiores y es capaz de reconvertir y reconducir las cosas
hasta volver a crear vida y belleza donde solo había muerte y destrucción. Ante la muerte siempre hay un canto de construcción y de vida...
2 comentarios:
Hay que ver lo bien que empezaste con lo del 69 para dejarnos helados con el resto ,la verdad querido paisano esw que solo el hombre sin ayuda de la naturaleza puede acabar deformando el planeta ,todo es cuestion de tiempo y la prisa que tengamos en provocarlo.Un saludo
Pues fíjate, Pintura, que le llamamos joder a hacer el amor y a joder de verdad, a la guerra, la cubrimos de heroísmo. Ocultamos el sexo como pecaminoso y exhibimos la sangre de los inocentes como algo natural. Este mundo está loco.
Un abrazo
Publicar un comentario