En un febrero gélido de 1951 vine a dar con mi cuerpo en este mundo hace ya 70 años, alcanzada esta meta, seguiremos intentando proseguir la ruta de la vida por senderos y
caminos que conducen al ocaso, como el sol, que naciendo en el este, sigue su ineludible
destino hasta perderse en el oeste. Nacer y morir, el eterno retorno de la vida
y de la muerte.
Hubo
tiempos en que llegar a los setenta era tenido por considerable longevidad. En
estos, sin embargo, la ancianidad de antes pasa a ser una segunda juventud u
oportunidad para vivir lo no vivido. Eso hacemos los mayores de estos tiempos,
o al menos lo intentamos dentro de nuestras posibilidades.
No
olvidamos que los setentones de ahora somos los hijos de la posguerra, aquellos
que sufrimos privaciones, que, huyendo de la nada, lo dimos todo para alcanzar
lo que tenemos. Yo, en este momento, no puedo ni quiero evitar un ejercicio de
memoria, un repaso al pasado, a ese tránsito vital que nos marcó, donde fuimos
caminando sometidos a los avatares de la vida, a las circunstancias que nos
envolvieron en cada momento. Es bueno saber de dónde partimos, cómo caminamos y
dónde estamos. Somos hijos del ayer, creadores del presente y testadores del
futuro. Que gran responsabilidad implica eso. Fraguamos un mundo nuevo, sacamos
todo lo que tenemos hoy de aquella nada y ofrecemos a nuestros descendientes un
futuro cargado de valores y defectos, de luces y sombras, pero fraguado con
esfuerzo, con las mejores intenciones, sobreponiéndonos a la miseria de nuestra
infancia hasta alcanzar los niveles actuales de calidad de vida y desarrollo.
Mi
generación, no suficientemente apreciada por muchos jóvenes egoístas de ahora,
sufrió la posguerra con carencias de todo tipo, económicas, alimentarias, de
ropa, higiénicas, de vivienda y un amplio etc. donde se incluye la libertad. Luchamos
lo indecible para escapar de aquella nada y crear un país próspero, donde nuestros
hijos y nietos no pasen por las mismas privaciones. Pongamos un ejemplo: de
pequeños muchos de nosotros dormimos en un colchón de panochas. ¿Qué es eso?,
se preguntarán las generaciones a actuales. La panocha es la mazorca del maíz,
esa espiga de considerables dimensiones recubierta de hojas llamadas perfollas,
sobre todo cuando se secan. Con esas hojas se llenaba el colchón en la casa del
pobre dado que no había recursos para comprar lana.
Pero
volviendo al tema, creo que los jóvenes tienen un déficit de información sobre
aquellos tiempos y sus peculiaridades, tal vez, si conocieran con realismo
aquella situación, resultante, en gran medida, de la guerra civil, tomarían
mejor nota del ayer y valorarían más lo que ahora poseen.
Pero, en
fin, a cada generación le toca vivir su tiempo, si bien es conveniente aprender
del pasado para no repetir los errores cometidos. Hoy, a los setenta años,
quiero reivindicar mi generación, hacerla visible en estos momentos tan
trágicos donde el virus se ceba especialmente con ella.
Empezamos a
trabajar de niños, muchos compaginamos nuestros estudios con el trabajo
acudiendo a los institutos nocturnos, y salimos de la miseria con ímprobos
esfuerzos. Cotizamos a la Seguridad Social años y años, con lo que se fueron
construyendo los hospitales y el sistema sanitario que hoy poseemos, con el
esfuerzo de nuestra generación se levantó la economía, se construyeron
carreteras y vías, escuelas, viviendas, infraestructuras, etc. En nuestra
juventud dimos la cara luchando por cambiar el régimen, reconquistar la
libertad robada en una guerra fratricida y cruel, e implantar la democracia
para integrarnos en Europa.
Servimos a
nuestros padres desde una concepción cultural de dependencia y entrega filial;
nos volcamos en ayudar a nuestros hijos para que estudiaran en mejores
condiciones que nosotros (los que elegimos ese doble trabajo) y, además de
protegerlos y apoyarlos en su desarrollo personal, luego, volvimos a
entregarnos en el cuidado de los nietos, conformando un sistema relacional de
interdependencia que los descargara a ellos de un excesivo peso.
Pero también,
siendo mayores, asumimos los retos tecnológicos que nos sobrepasaban,
aprendiendo a usar la tecnología que el vertiginoso desarrollo ponía a nuestro
alcance, en muchos casos con la ayuda y orientación de nuestros hijos y de los
propios nietos que, con su habilidad de aprendizaje, beben como agua la
interacción con la máquina y su complejo mundo funcional. Tal vez seamos la
generación que más ha leído a lo largo de la historia de este país, la que ha
superado con éxito los mayores retos, la que ha aportado su esfuerzo con más logro
evolutivo, la que ha generado más desarrollo positivo.
Ahora,
llegados a la jubilación, deberíamos recibir la justa compensación a aquel
sufrir con que vinimos al mundo, a nuestro esfuerzo y, cómo no, reconocimiento
social. En este momento, cuando estábamos viajando, disfrutando de situaciones especiales
en buena compañía con amigos y compañeros generacionales, se trunca todo y
acabamos encerrados en casa, confinados, con-finados, en el confín de nuestra
vida. Por desgracia, incluso hay jóvenes que nos consideran una carga y
claudican al discurso de que ellos nos están pagando las pensiones, olvidando
que nosotros ya las pagamos antes y lo que ellos abonan ahora es la suya. Otra
cosa es qué hicieron con aquellos fondos los gestores y gobernantes.
Pero, esta
generación que ahora se va, a la que el virus ataca y la guadaña de la Parca
siega la vida en residencias y hospitales, en sus casas o entre sus hijos,
arrebatándole el honor de una justa despedida de sus seres queridos, que se marcha
en sepelios furtivos y solitarios, no se merece este final, esta sufrida muerte
que te asfixia, esa segregación de las UCIs por causas de la edad, este
abandono y forzado rechazo por mor del contagio. Ya no hay besos o caricias que
te acompañen en el momento final, frases de consuelo y gestos emotivos de los
hijos y nietos a los que se los prohíbe su presencia ante el drama de la
transmisión del virus. Malos tiempos para la lírica, como decía la canción de
Golpes Bajos. Tal vez nuestro pecado haya sido atentatorio contra la naturaleza
y el ecosistema, pues hemos querido cambiar tanto el mundo para sacarle
provecho que cometimos errores importantes, agresiones al entorno, al
equilibrio ecológico; nuestra ansia por conseguir para los nuestros aquello que
nos fue negado en un principio pudo llevarnos a la irracionalidad de ese
atentado consumista estrujando los recursos naturales.
Pero,
llegados los setenta, tal vez lo importante sea conseguir, en esta etapa final,
una vida sosegada, una paz interior donde reine la bonhomía y cada cual pueda
dar testimonio de su vida, de su existencia y ese tránsito desde el nacer al
morir al que todos estamos sometidos inexorablemente, para que, quien quiera o
le apetezca, pueda tomar nota e integrar en su conocimiento lo vivido en el
pasado. Desde esta madurez setentona, ya sabemos cómo es el mundo y la nimiedad
que representamos en un cosmos infinito, puede que sea bueno que las nuevas
generaciones tomen nota para madurar con mayor precisión y conocimiento de la
vida.
Seguiremos
aprendiendo hasta el final, hasta que la muerte nos aparte de la vida, porque
vivir es aprender mediante la interacción con el medio, una interacción
irrenunciable como fuente de desarrollo del conocimiento. Vivir es beber por
los poros de la piel aquello que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición
en la dinámica existencial de cada cual.
¡BIENVENIDOS
LOS SETENTAS!
4 comentarios:
¡Mil felicitaciones, salud y cariño!
Felicidades para toda la década.
Besos y abrazos que espero darte en
persona cuando esta pandemia sea historia.
Los extraño mucho, besos a los dos.
Gracias, Myriam. Un abrazo
Muy atinada su reflexión, soy de la misma generación, mañana cumplo 69 años y me dio mucho gusto leer su artículo.
Reciba un cordial saludo desde el Noreste de México
Gracias, Anónimo. Saludos
Publicar un comentario