viernes, 10 de julio de 2015

Lucidez y felicidad



Hace ya algunos días vi una entrevista en la tele a Arturo Perez Reverte donde hablaba de la dificultad para ser feliz cuando se tiene lucidez. Decía, entre otras cosas: “Ser lúcido y español siempre aparejó mucha amargura” frase puesta en boca de uno de los personajes del Capitán Alatriste, y él refería que la lucidez en España es muy triste porque ves cosas incluso que querrías no ver… Por otro lado me acordé de las noticias aparecidas en prensa sobre la enseñanza de la asignatura de religión en las escuelas públicas y de sus contenidos. En uno de ellos se hablaba, si no recuerdo mal, de la incapacidad del ser humano para alcanzar por sí mismos la felicidad sin acercarse a Dios. Luego me encontré con la frase del gran filósofo  Friedrich Nietzsche (ver biografía:


“¿Buscamos paz, tranquilidad y dicha? No; buscamos solo la verdad, aunque esta fuese repulsiva y horrible. Aquí se separan los caminos de los hombres: ¿quieres paz espiritual y felicidad? Cree; ¿quieres ser un apóstol de la verdad? Entonces busca.”

Si entendemos que la felicidad, en un sentido amplio, es un estado anímico consciente donde la satisfacción y el contento con el entorno y el interior del sujeto es constante, habría que ver si es conseguible desde el pensar y discernir, analizando ese entorno y el propio e individual mecanismo emocional y conductual. De aquí mi pregunta: ¿Puede ser feliz, en su sentido más amplio, el hombre lúcido?

A  partir de aquí me he parado a pensar en la propia esencia del ser humano y en la situación social que ha ido creando a lo largo de la historia. Nuestro país no sale bien parado de este análisis, tal como yo lo veo. Luego cada cual, sacará sus propias conclusiones. Estas son las mías.

El hombre lúcido, por su propia capacidad de ver y analizar la realidad, acaba abocado a la infelicidad. Todo ello se enmarca en el sentimiento de desesperanza y desasosiego que emana de la compresión de la mentalidad del colectivo social y ciudadano que puebla nuestro país. El hombre lúcido ve más allá de aquello que le muestran, con mayor profundidad y con criterio más analítico y, por supuesto, descubre y enmarca la dinámica de nuestra cultura popular en un sentido más críptico, más oscuro y enigmático, con la desesperanza que otorga el saber hasta dónde da de sí el sistema imperante.

El hombre (cuando digo hombre lo uso en sentido genérico, incluyendo hombre y mujer, por supuesto) lúcido conoce la historia, los avatares por los que fue pasando nuestro país y las formas diversas de manipulación y subordinación a los que sometieron, desde la incultura y el analfabetismo, a nuestro pueblo. La educación y formación ciudadana en el ejercicio del pensar fue yugulada a lo largo de los tiempos. El adoctrinamiento no fue para aprender a pensar y discernir, para desarrollar la mente, la inventiva, la creatividad y el libre pensamiento, sino para acatar y someterse a los dogmas y principios que determinaban las clases dominantes. Subordinación al poder establecido, acatamiento del credo religioso y sumisión al mismo eran los valores que se desarrollaban y mostraban a lo largo del proceso educativo. Aprender a pensar por sí mismo era un atentado a la autoridad, una licencia intolerable al colectivo social. No se predicaba que las cosas se hacen por convicción, por un método racional, por discernimiento y análisis de la realidad que nos rodea, sino porque sí, porque lo dice la autoridad, porque el de abajo está para obedecer al de arriba, que es el que sabe, el que tiene la capacidad para tomar las decisiones. Fuimos un pueblo de rebaño guiado por sus pastores desde tiempo inmemorial, discursos desde el púlpito nos conducían a la obediencia ciega, al dogma incuestionable y al sometimiento, gente sumisa (su misa y su homilía).

Tres votos marcaron la actitud religiosa, la elevación a lo más sagrado de la orientación humana: Pobreza, castidad y obediencia. Pobreza, para aprender a soportar las penuria de la miseria como exaltación de un credo que nos llevaría a disfrutar de la gloria en el más allá, sin rebelarse, aguantando estoicamente los avatares de la vida, los sufrimientos. Castidad, no sé muy bien para qué, salvo para neutralizar el hedonismo que pudiera producir el placer sexual y la felicidad que conlleva y, por ende, al apetito desordenado de la sexualidad (apetito  desordenado que se da cuando ese necesidad no está bien cubierta y se opta por cubrirla con cualquier otro elemento que se tenga a mano, sea pederastia, o cualquier otro forma de satisfacerla, de lo contrario te llevará a la frustración y esta a la inestabilidad del carácter, cuanto menos). Todo esto lleva más esfuerzo que enseñar una buena educación sexual. Por tanto se toleró y potenció el ejercicio de la muerte y la sangre derramada en combates y castigos y se proscribió la sexualidad como algo malo y animal, cuando en realidad es lo contrario. Obediencia, ciega obediencia a los representantes de Dios en la tierra, a los pastores, aliados con el poder, que estaban encargados del adoctrinamiento y la educación de los pocos que tenían acceso al saber. La gestión del dogma era de ellos, de su infalibilidad incuestionable. Fueron los dueños del saber hasta tal punto que se permitieron la elección de los libros y materias que debían preservarse, eliminando, cuando no destruyendo, aquellas obras que pudieran ir contra su credo y su dogma. Los monasterios centraron la actividad de control y distribución del conocimiento.  Por si era poco, llenaron la vida de anatemas, de prohibiciones y pecados, hasta el punto de crear mentes atormentadas por el mismo… mentes culposas que generan la necesidad de un autocastigo que lleve desde la infelicidad autoculposa a la felicidad de la liberación del pecado… Pero he aquí el cultivo de un perverso sistema donde el pecado conlleva la liberación, siempre placentera, a través del sufrimiento, donde no te libera la razón, sino la pena o castigo que has de sufrir para volver a quedar impoluto (esto merece una reflexión aparte).

Cuando el Siglo de las Luces, o la Ilustración, llamó a nuestras puertas, el poder establecido se las cerró con un portazo en la cara, pues era un atentado a su autoridad, a su capacidad de control de sus súbditos y vasallos y a esa estructura adoctrinadora que sustentaba el sistema. Pudo entrar una brisa fresca por la ventana de aquellos que, teniendo la mente abierta, estaban en disposición de aprehender esos conocimientos y actitudes; pero poco, eso sí, pues el sistema los anatemizaba, los excluía como endemoniados que pretendía subvertir las cosas y cuestionar la soberanía del mismísimo rey, que lo era por la Gracia de Dios (Franco también lo fue y así lo ponía en sus monedas) y de la Santa Madre Iglesia.

En Europa afloran las ideas liberales emanantes de la Ilustración, y la burguesía renovadora y progresista va sembrando sus ideales, que se confronta con la concepción de patria y rey, para hablar de ciudadano soberano y de sus derechos, bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad. ¿Y a partir de aquí qué pasa? Pues que se pierde la “Guerra de la Independencia” para pasar a la situación previa de dependencia de la autocracia imperante, que la Constitución de Cádiz, que era un leve despertar del sueño de la sumisión histórica, cae en saco roto de la mano de un Rey Felón y miserable, como era Fernando VII. A este, que traicionó a su patria entregando el trono a José Bonaparte, lo reentronizan a la sombra de las otras recelosas monarquías de Europa. Su vileza se muestra cuando llegado al poder, para lo que tuvo que jurar su acatamiento de la Constitución, traiciona su juramente, intriga contra esa Constitución, la abole y persigue a los liberales que le apoyaron, dejando una de las etapas más negras de nuestra historia, como fue la llamada década ominosa (1823-1833).  En esta década se ejercita la lucha entre hermanos y España queda desgajada de las tendencias políticas liberalizadoras de Europa, donde la revolución francesa fue sembrando ideología, mientras aquí, todo lo que sonara a liberalismo era tachado de afrancesado y traidor a la patria. El siglo de las luces no dejó de ser un leve resplandor en esta España nuestra, un relámpago intenso que iluminó las mentes, pero que una vez apagado devolvió esas mentes a la más profunda oscuridad que conlleva la falta de libertad y el control del pensamiento.

Esa España decadente desde antes de Carlos II, que soportó una guerra de sucesión cuyas secuelas persisten aún, que solo Carlos III supo enderezar temporalmente, seguía gobernada por la oligarquía, por los grupos de poder y malandrines aduladores de reyes ineptos que preferían tener sus validos, cuyo deporte nacional era el nepotismo (eso sigue más o menos ahora) y el ejercicio del mangoneo y la corrupción.  Se instauró, pues, en el ejercicio político, esa forma de gobernar putrefacta e inmoral que se completó con la tragedia de luchas fratricidas por el dominio de la corona y las ideologías (las tres guerras carlistas, una primera república ahogada y la humillante derrota en la guerra de Cuba supuso un shock traumático para los engañados españoles que se creían que aún eran una potencia mundial). Un siglo XIX trágico precursor de otro siglo venidero, no menos sangriento y traumático, para este sufrido pueblo. Luego vendría el intento de ocupar y dignificar aquel ejército, maltrecho moral y militarmente, que acabó en otro drama de sangre y muerte, como fue la guerra de Marruecos, con sus desastres del Barranco del Lobo en 1909 y el de Annual en 1921, a caballo de corruptos generales de intendencia, que llevó a la muerte a miles de ciudadanos inocentes enrolados por narices para defender el honor patrio y su imperialismo frustrado.

Resultado: un pueblo descontento, desilusionado y rebelde con el poder establecido. Con ganas de romper con aquella oligarquía plutocrática dominante y, simbólicamente, llamado “a cabalgar, a cabalgar, hasta arrojarla a la mar”. Las ideologías liberales, socialistas, anarquistas y comunistas se alían para establecer un sistema nuevo, a través de la II República, quitando la soberanía al rey y dándosela al pueblo mediante su voto. Son momentos de ansias de cambio, de reivindicación democrática, de reclamo de igualdad, de libertad, de sueños y utopías. Se avecinaba la revolución pendiente, aquella que yuguló Fernando VII, la que no permitió el poder establecido con la iglesia a la cabeza junto al resto de poderes fácticos. Se potencia la docencia y educación, se crean escuelas, se acerca el saber al pueblo bajo la influencia del extinto Giner de los Ríos y de la mano de su sobrino Fernando de los Ríos, defensor del socialismo humanista, desde una perspectiva reformista y no revolucionaria y dentro del marco político de la democracia liberal burguesa. Parecía que la cosa empezaba a despegar, que el pueblo analfabeto rompería sus cadenas desde el saber mediante la educación. Arduo trabajo al que la república dedicó un especial empeño, sabedora que solo desde el conocimiento se hace a los pueblos libres.

Mala suerte. En Europa corrían vientos de confrontación y conflicto ideológico. El fascismo italiano y el nazismo alemán estaban en auge; el comunismo quedaba lejos geográficamente, pero su expansión y consolidación en Rusia desde la primera guerra mundial había sido total. Las potencias democráticas burguesas o liberales estaban expectantes, inseguras de qué hacer y un posible conflicto en España era cuestión de segundo orden para sus intereses, por lo que se declararon cínicamente neutrales cuando el levantamiento militar.

En estas circunstancias se volvía a cernir sobre España la sombra de una nueva yugulación del proyecto liberalizador. La llamada derecha, los conservadores del espíritu político y religioso que imperaba en el país, no estaban dispuestos a soportar la pérdida del poder y su dominio sobre el gobierno español. La España que se estaba engendrando no se podía consentir. Había que remarcar su intolerancia, la violencia que practicaba, el atentado a la propiedad privada y los principios patrios, etc. había que potenciar y provocar conflictos y confrontaciones que hiciera insostenible la situación hasta levantar contra ella a quienes tenían el poder de la fuerza. Mientras, merodeando por la frontera, estaban los regímenes europeas que buscaban el dominio del continente; por un lado la Rusia comunista y por otro dos de los más beligerantes, los fascistas italianos y los nazis alemanes. Los rebeldes, según se desprende del análisis que plasman un nutrido grupo de intelectuales en el libro “Los mitos del 18 de julio”, fueron fraguando su rebelión orquestadamente con el fascismo italiano, bajo el paraguas de la Alemania de Hitler, desde el mismo momento en que ganó el frente popular en febrero de 1936. Una vez más, aparecía las dos Españas, la de “Vivan las Caenas” y “Viva la Pepa” del siglo XIX.

El poeta describió la situación perfectamente:

Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

Después ya se sabe lo que pasó. Ganaron los rebeldes, los que defendían los valores patrios clásicos y el poder de los grupos oligárquicos que lo había ostentado desde siempre. En la postguerra fueron años duros para los vencidos, donde lo importante era eliminar al enemigo, al que pensaba de otra forma… años de controlar el pensamiento, de defender y adoctrinar en el nacionalcatolicismo e imponer, por la fuerza si era menester, una política intolerante con las diferencias. Tiempos de humillación y de muerte, de terrorismo de estado y de cadáveres en las cunetas a modo de escarmiento. Pero, posiblemente, eso hubiera sido lo mismo si hubieran ganado los otros. El asunto es que de nuevo se manifestaban las  dos Españas con toda su virulencia y su incapacidad de comprenderse y de llegar al entendimiento pacífico y a una estructuración del estado que permitiera zanjar las diferencias y modernizar España. Volvíamos a ser la reserva espiritual de Europa y el orgullo patrio del imperio perdido.

Por suerte, hubo una transición donde se pudieron conseguir algunos acuerdos, acordes con el momento, para permitir un cambio hacia otra dimensión. Ya no existía el fascismo, ni el nazismo, que pudiera justificar y avalar internacionalmente esa ideología. Las potencias democráticas, que habían permitido la subsistencia del viejo régimen, como un mal menor, por cuestiones geoestratégicas y el dominio de las bases militares americanas, exigían cambios para aceptar en su seno a esa España que empezaba a renacer de las cenizas de la dictadura franquista. Se pactó una especie de no agresión con base en el pasado, se dejaron las injusticias cometidas por el viejo régimen en standby y se intentaron lanzar pelillos a la mar con tal de ser aceptados por la comunidad europea. Ello ha significado la no reparación de la historia, el no cerrar las heridas del pasado y mantener un ambiente enrarecido al entender gran parte de nuestra sociedad que no se ha hecho justicia, ni se han lavado y curado las heridas.

Cuando se hace este análisis de la historia, con la mayor lucidez posible, no se encuentran motivos para fundamentar sentimientos de felicidad, en todo caso afloran deseos de cambiar esto, pero se sabe que no habrá cambios hasta que no haya una política educativa que los permita y que nos forme en el respeto a la diversidad y nos enseñe a empatizar con los demás, a sentirnos hermanados, amigos, y no rivales perennes con esa carga histórica. Hace falta, pues, cambios a nivel individual y social.



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