miércoles, 16 de octubre de 2024

Otoño en la serranía

 

Opinión | Tribuna

Antonio Porras Cabrera

Publicado en el diario La Opinión de Málaga el día 16 OCT 2024 7:00

 

La Tierra está viva y se manifiesta en todos los seres vivientes; si ella muere, muere toda la creación con ella…


El Bosque de Cobre en el Valle del Genal. / L.O.

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El otoño está en pleno apogeo y una de las exhibiciones más increíbles de la naturaleza es la otoñal caída de las hojas. Pero si, además, te encuentras en la Serranía de Ronda, en el Valle del Genal para más señas, rodeado de castaños en los meses de octubre o noviembre, el espectáculo cobra un valor especial. Viajamos por estrechas carreteras, zigzagueando por el bosque, a la espera de una nueva y sorprendente panorámica al pasar el próximo recodo, que ofertará otro paisaje entre montes y valles tintados de verde y cobre. Ya hace fresco y se nota en nuestra faz la caricia de la brisa que lo expande, mientras el sol decae en lontananza bordando de colores las laderas del este tapizadas por un bosque de castaños. ¡Para, para!, esta espléndida visión merece una pausa… La imagen ha de prenderse en la retina para tener la suerte de evocarla y poder disfrutarla en la memoria recordando lo vivido al remembrarla.

Haz volar conmigo tu imaginación. Ubiquémonos en una vaguada orientada al oeste, sentados en una sólida roca, con un sol extenuado que se pierde pausadamente en el horizonte, otorgando con su luz una espléndida policromía a las nubes que pincelan el cielo. Los castaños, expuestos ya a un suave viento, que se va levantando poco a poco, envalentonado por la inminente ausencia del sol, van agitando dócilmente sus ramas al ritmo que el aire les marca. Al horizonte se nos presenta la montaña con su falda cubierta por un manto de hojas de marrón dorado, un color cobrizo, que se han ido desprendiendo de las ramas tremolantes del castaño. Justo al frente, un árbol nos tamiza la luz del sol, que parece jugar con nosotros en un continuo guiñar entre el follaje ya caduco. Las hojas caen lentamente, planeando en una danza mágica al compás melodioso de la música que tañe la brisa vespertina, sacudiendo a las ramas; van buscando el lugar adecuado donde cubrir el suelo y abonar la tierra para la próxima cosecha. Los tallos desvestidos de su frondosidad, empiezan a mostrar sus esqueletos presintiendo su confrontación con el gélido invierno. Ya saben que al volver la primavera el brote surgirá con savia nueva, las hojas le vestirán de verde intenso y la flor anunciará ya el fruto cierto. El ciclo que ahora cierra no es de muerte, sino de letargo en el camino hacia otra vida, que cada primavera se despierta para recorrer la senda prometida.

Y mientras vemos el tránsito del sol, el lento caminar de las nubes otoñales, el oscilante movimiento de las ramas, las hojas que planean buscando su acomodo, el vuelo de las aves camino del descanso y el sosiego de la noche, nosotros, seres pensantes, intentamos digerir tanta belleza, tanta expresión de vida mecida en la frágil cuna de la naturaleza. Ese mundo, ignoto para los urbanitas, nos despierta el profundo sentir que hemos ahogado en un mar de ruidos y ajetreos que la ciudad nos impone para desconectarnos de la tierra madre y de sus frutos, de la vida natural, llevándonos al artificio creado por el hombre para cubrir necesidades inventadas, para sentirse superior cuando, en el fondo, seguimos siendo nada.

Tal vez, a la vista de estos montes, al contacto con la brisa y el crepúsculo que precede a las enigmáticas sombras de la noche, observando el vuelo de los pájaros o descubriendo los ciclos de la vida en el castaño, tomemos real conciencia de que el ser humano es otro producto de la tierra, que ejerce como madre nutriente y protectora, que perdona los agravios que sus hijos le infligimos mientras va perdiendo su energía hasta la muerte. La Tierra está viva y se manifiesta en todos los seres vivientes; si ella muere, muere toda la creación con ella.

Y ahora, amigo y amiga, sigamos el camino a nuestra casa, pero con la conciencia centrada en el sostén de la existencia, en la Tierra y en sus nutrientes frutos que nos alimentan. Entre tanto, tras esta experiencia, habremos aprendido a amar las esencias de la vida, que es un regalo que nos ofrece la madre naturaleza… ¿seguiremos agrediendo a quien nos nutre o tomaremos conciencia de que estamos inmersos en un todo que sustenta nuestra esencia?

Con la brisa del ocaso y el anaranjado horizonte de belleza singular, producto de un sol que se resiste a sucumbir a la penumbra de la noche, me viene a la memoria Baruch Spinoza y esa concepción ‘panteica’ de un todo universal que nos acoge en el cosmos infinito, como un dios omnipotente y protector, donde nos integramos en equilibrio con nuestra propia existencia, ese todo somos todos en una concepción holística de la vida.

 

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