Hace ya algunos días vi una entrevista en la
tele a Arturo Perez Reverte donde hablaba de la dificultad para ser feliz
cuando se tiene lucidez. Decía, entre otras cosas: “Ser lúcido y español
siempre aparejó mucha amargura” frase puesta en boca de uno de los personajes
del Capitán Alatriste, y él refería que la lucidez en España es muy triste
porque ves cosas incluso que querrías no ver… Por otro lado me acordé de las
noticias aparecidas en prensa sobre la enseñanza de la asignatura de religión
en las escuelas públicas y de sus contenidos. En uno de ellos se hablaba, si no
recuerdo mal, de la incapacidad del
ser humano para alcanzar por sí mismos la felicidad sin acercarse a Dios. Luego me
encontré con la frase del gran filósofo Friedrich Nietzsche (ver biografía:
https://es.wikipedia.org/wiki/Friedrich_Nietzsche
) que decía:
“¿Buscamos paz, tranquilidad y dicha? No; buscamos
solo la verdad, aunque esta fuese repulsiva y horrible. Aquí se separan los
caminos de los hombres: ¿quieres paz espiritual y felicidad? Cree; ¿quieres ser
un apóstol de la verdad? Entonces busca.”
Si entendemos que la felicidad, en un sentido
amplio, es un estado anímico consciente donde la satisfacción y el contento con
el entorno y el interior del sujeto es constante, habría que ver si es
conseguible desde el pensar y discernir, analizando ese entorno y el propio e
individual mecanismo emocional y conductual. De aquí mi pregunta: ¿Puede ser
feliz, en su sentido más amplio, el hombre lúcido?
A partir de
aquí me he parado a pensar en la propia esencia del ser humano y en la
situación social que ha ido creando a lo largo de la historia. Nuestro país no
sale bien parado de este análisis, tal como yo lo veo. Luego cada cual, sacará
sus propias conclusiones. Estas son las mías.
El hombre lúcido, por su propia capacidad de ver y
analizar la realidad, acaba abocado a la infelicidad. Todo ello se enmarca en
el sentimiento de desesperanza y desasosiego que emana de la compresión de la
mentalidad del colectivo social y ciudadano que puebla nuestro país. El hombre
lúcido ve más allá de aquello que le muestran, con mayor profundidad y con
criterio más analítico y, por supuesto, descubre y enmarca la dinámica de
nuestra cultura popular en un sentido más críptico, más oscuro y enigmático,
con la desesperanza que otorga el saber hasta dónde da de sí el sistema
imperante.
El hombre (cuando digo hombre lo uso en sentido
genérico, incluyendo hombre y mujer, por supuesto) lúcido conoce la historia,
los avatares por los que fue pasando nuestro país y las formas diversas de
manipulación y subordinación a los que sometieron, desde la incultura y el
analfabetismo, a nuestro pueblo. La educación y formación ciudadana en el
ejercicio del pensar fue yugulada a lo largo de los tiempos. El adoctrinamiento
no fue para aprender a pensar y discernir, para desarrollar la mente, la
inventiva, la creatividad y el libre pensamiento, sino para acatar y someterse
a los dogmas y principios que determinaban las clases dominantes. Subordinación
al poder establecido, acatamiento del credo religioso y sumisión al mismo eran
los valores que se desarrollaban y mostraban a lo largo del proceso educativo.
Aprender a pensar por sí mismo era un atentado a la autoridad, una licencia
intolerable al colectivo social. No se predicaba que las cosas se hacen por
convicción, por un método racional, por discernimiento y análisis de la
realidad que nos rodea, sino porque sí, porque lo dice la autoridad, porque el
de abajo está para obedecer al de arriba, que es el que sabe, el que tiene la
capacidad para tomar las decisiones. Fuimos un pueblo de rebaño guiado por sus
pastores desde tiempo inmemorial, discursos desde el púlpito nos conducían a la
obediencia ciega, al dogma incuestionable y al sometimiento, gente sumisa (su
misa y su homilía).
Tres votos marcaron la actitud religiosa, la elevación
a lo más sagrado de la orientación humana: Pobreza,
castidad y obediencia. Pobreza,
para aprender a soportar las penuria de la miseria como exaltación de un credo
que nos llevaría a disfrutar de la gloria en el más allá, sin rebelarse,
aguantando estoicamente los avatares de la vida, los sufrimientos. Castidad, no sé muy bien para qué,
salvo para neutralizar el hedonismo que pudiera producir el placer sexual y la
felicidad que conlleva y, por ende, al apetito desordenado de la sexualidad
(apetito desordenado que se da cuando
ese necesidad no está bien cubierta y se opta por cubrirla con cualquier otro
elemento que se tenga a mano, sea pederastia, o cualquier otro forma de satisfacerla,
de lo contrario te llevará a la frustración y esta a la inestabilidad del
carácter, cuanto menos). Todo esto lleva más esfuerzo que enseñar una buena
educación sexual. Por tanto se toleró y potenció el ejercicio de la muerte y la
sangre derramada en combates y castigos y se proscribió la sexualidad como algo
malo y animal, cuando en realidad es lo contrario. Obediencia, ciega obediencia a los representantes de Dios en la
tierra, a los pastores, aliados con el poder, que estaban encargados del
adoctrinamiento y la educación de los pocos que tenían acceso al saber. La
gestión del dogma era de ellos, de su infalibilidad incuestionable. Fueron los
dueños del saber hasta tal punto que se permitieron la elección de los libros y
materias que debían preservarse, eliminando, cuando no destruyendo, aquellas
obras que pudieran ir contra su credo y su dogma. Los monasterios centraron la
actividad de control y distribución del conocimiento. Por si era poco, llenaron la vida de
anatemas, de prohibiciones y pecados, hasta el punto de crear mentes
atormentadas por el mismo… mentes culposas que generan la necesidad de un
autocastigo que lleve desde la infelicidad autoculposa a la felicidad de la
liberación del pecado… Pero he aquí el cultivo de un perverso sistema donde el pecado
conlleva la liberación, siempre placentera, a través del sufrimiento, donde no
te libera la razón, sino la pena o castigo que has de sufrir para volver a
quedar impoluto (esto merece una reflexión aparte).
Cuando el Siglo de las Luces, o la Ilustración,
llamó a nuestras puertas, el poder establecido se las cerró con un portazo en
la cara, pues era un atentado a su autoridad, a su capacidad de control de sus
súbditos y vasallos y a esa estructura adoctrinadora que sustentaba el sistema.
Pudo entrar una brisa fresca por la ventana de aquellos que, teniendo la mente
abierta, estaban en disposición de aprehender esos conocimientos y actitudes;
pero poco, eso sí, pues el sistema los anatemizaba, los excluía como
endemoniados que pretendía subvertir las cosas y cuestionar la soberanía del
mismísimo rey, que lo era por la Gracia de Dios (Franco también lo fue y así lo
ponía en sus monedas) y de la Santa Madre Iglesia.
En Europa afloran las ideas liberales emanantes de
la Ilustración, y la burguesía renovadora y progresista va sembrando sus ideales,
que se confronta con la concepción de patria y rey, para hablar de ciudadano
soberano y de sus derechos, bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad. ¿Y
a partir de aquí qué pasa? Pues que se pierde la “Guerra de la Independencia”
para pasar a la situación previa de dependencia de la autocracia imperante, que
la Constitución de Cádiz, que era un leve despertar del sueño de la sumisión
histórica, cae en saco roto de la mano de un Rey Felón y miserable, como era
Fernando VII. A este, que traicionó a su patria entregando el trono a José
Bonaparte, lo reentronizan a la sombra de las otras recelosas monarquías de
Europa. Su vileza se muestra cuando llegado al poder, para lo que tuvo que
jurar su acatamiento de la Constitución, traiciona su juramente, intriga contra
esa Constitución, la abole y persigue a los liberales que le apoyaron, dejando
una de las etapas más negras de nuestra historia, como fue la llamada década
ominosa (1823-1833). En esta década se
ejercita la lucha entre hermanos y España queda desgajada de las tendencias
políticas liberalizadoras de Europa, donde la revolución francesa fue sembrando
ideología, mientras aquí, todo lo que sonara a liberalismo era tachado de
afrancesado y traidor a la patria. El siglo de las luces no dejó de ser un leve
resplandor en esta España nuestra, un relámpago intenso que iluminó las mentes,
pero que una vez apagado devolvió esas mentes a la más profunda oscuridad que
conlleva la falta de libertad y el control del pensamiento.
Esa España decadente desde antes de Carlos II, que
soportó una guerra de sucesión cuyas secuelas persisten aún, que solo Carlos
III supo enderezar temporalmente, seguía gobernada por la oligarquía, por los
grupos de poder y malandrines aduladores de reyes ineptos que preferían tener
sus validos, cuyo deporte nacional era el nepotismo (eso sigue más o menos
ahora) y el ejercicio del mangoneo y la corrupción. Se instauró, pues, en el ejercicio político,
esa forma de gobernar putrefacta e inmoral que se completó con la tragedia de
luchas fratricidas por el dominio de la corona y las ideologías (las tres
guerras carlistas, una primera república ahogada y la humillante derrota en la
guerra de Cuba supuso un shock traumático para los engañados españoles que se
creían que aún eran una potencia mundial). Un siglo XIX trágico precursor de
otro siglo venidero, no menos sangriento y traumático, para este sufrido
pueblo. Luego vendría el intento de ocupar y dignificar aquel ejército,
maltrecho moral y militarmente, que acabó en otro drama de sangre y muerte,
como fue la guerra de Marruecos, con sus desastres del Barranco del Lobo en
1909 y el de Annual en 1921, a caballo de corruptos generales de intendencia,
que llevó a la muerte a miles de ciudadanos inocentes enrolados por narices
para defender el honor patrio y su imperialismo frustrado.
Resultado: un pueblo descontento, desilusionado y
rebelde con el poder establecido. Con ganas de romper con aquella oligarquía plutocrática
dominante y, simbólicamente, llamado “a cabalgar, a cabalgar, hasta arrojarla a
la mar”. Las ideologías liberales, socialistas, anarquistas y comunistas se
alían para establecer un sistema nuevo, a través de la II República, quitando
la soberanía al rey y dándosela al pueblo mediante su voto. Son momentos de
ansias de cambio, de reivindicación democrática, de reclamo de igualdad, de
libertad, de sueños y utopías. Se avecinaba la revolución
pendiente, aquella que yuguló Fernando VII, la que no permitió el poder
establecido con la iglesia a la cabeza junto al resto de poderes fácticos. Se
potencia la docencia y educación, se crean escuelas, se acerca el saber al
pueblo bajo la influencia del extinto Giner de los Ríos y de la mano de su
sobrino Fernando de los Ríos, defensor del socialismo humanista, desde una
perspectiva reformista y no revolucionaria y dentro del marco político de la
democracia liberal burguesa. Parecía que la cosa empezaba a despegar, que el
pueblo analfabeto rompería sus cadenas desde el saber mediante la educación.
Arduo trabajo al que la república dedicó un especial empeño, sabedora que solo
desde el conocimiento se hace a los pueblos libres.
Mala suerte. En Europa
corrían vientos de confrontación y conflicto ideológico. El fascismo italiano y
el nazismo alemán estaban en auge; el comunismo quedaba lejos geográficamente,
pero su expansión y consolidación en Rusia desde la primera guerra mundial
había sido total. Las potencias democráticas burguesas o liberales estaban
expectantes, inseguras de qué hacer y un posible conflicto en España era
cuestión de segundo orden para sus intereses, por lo que se declararon
cínicamente neutrales cuando el levantamiento militar.
En estas circunstancias
se volvía a cernir sobre España la sombra de una nueva yugulación del proyecto
liberalizador. La llamada derecha, los conservadores del espíritu político y
religioso que imperaba en el país, no estaban dispuestos a soportar la pérdida
del poder y su dominio sobre el gobierno español. La España que se estaba
engendrando no se podía consentir. Había que remarcar su intolerancia, la
violencia que practicaba, el atentado a la propiedad privada y los principios
patrios, etc. había que potenciar y provocar conflictos y confrontaciones que
hiciera insostenible la situación hasta levantar contra ella a quienes tenían
el poder de la fuerza. Mientras, merodeando por la frontera, estaban los
regímenes europeas que buscaban el dominio del continente; por un lado la Rusia
comunista y por otro dos de los más beligerantes, los fascistas italianos y los
nazis alemanes. Los rebeldes, según se desprende del análisis que plasman un
nutrido grupo de intelectuales en el libro “Los mitos del 18 de julio”, fueron
fraguando su rebelión orquestadamente con el fascismo italiano, bajo el
paraguas de la Alemania de Hitler, desde el mismo momento en que ganó el frente
popular en febrero de 1936. Una vez más, aparecía las dos Españas, la de “Vivan
las Caenas” y “Viva la Pepa” del siglo XIX.
El poeta describió la
situación perfectamente:
Ya hay un español que
quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que
muere
y otra España que
bosteza.
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Después ya se sabe lo
que pasó. Ganaron los rebeldes, los que defendían los valores patrios clásicos
y el poder de los grupos oligárquicos que lo había ostentado desde siempre. En
la postguerra fueron años duros para los vencidos, donde lo importante era
eliminar al enemigo, al que pensaba de otra forma… años de controlar el
pensamiento, de defender y adoctrinar en el nacionalcatolicismo e imponer, por
la fuerza si era menester, una política intolerante con las diferencias.
Tiempos de humillación y de muerte, de terrorismo de estado y de cadáveres en
las cunetas a modo de escarmiento. Pero, posiblemente, eso hubiera sido lo
mismo si hubieran ganado los otros. El asunto es que de nuevo se manifestaban
las dos Españas con toda su virulencia y
su incapacidad de comprenderse y de llegar al entendimiento pacífico y a una
estructuración del estado que permitiera zanjar las diferencias y modernizar
España. Volvíamos a ser la reserva espiritual de Europa y el orgullo patrio del
imperio perdido.
Por suerte, hubo una
transición donde se pudieron conseguir algunos acuerdos, acordes con el
momento, para permitir un cambio hacia otra dimensión. Ya no existía el
fascismo, ni el nazismo, que pudiera justificar y avalar internacionalmente esa
ideología. Las potencias democráticas, que habían permitido la subsistencia del
viejo régimen, como un mal menor, por cuestiones geoestratégicas y el dominio
de las bases militares americanas, exigían cambios para aceptar en su seno a
esa España que empezaba a renacer de las cenizas de la dictadura franquista. Se
pactó una especie de no agresión con base en el pasado, se dejaron las
injusticias cometidas por el viejo régimen en standby y se intentaron lanzar
pelillos a la mar con tal de ser aceptados por la comunidad europea. Ello ha
significado la no reparación de la historia, el no cerrar las heridas del
pasado y mantener un ambiente enrarecido al entender gran parte de nuestra
sociedad que no se ha hecho justicia, ni se han lavado y curado las heridas.
Cuando se hace este análisis de la historia, con la mayor lucidez posible, no se encuentran motivos para fundamentar sentimientos de felicidad, en todo caso afloran deseos de cambiar esto, pero se sabe que no habrá cambios hasta que no haya una política educativa que los permita y que nos forme en el respeto a la diversidad y nos enseñe a empatizar con los demás, a sentirnos hermanados, amigos, y no rivales perennes con esa carga histórica. Hace falta, pues, cambios a nivel individual y social.
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