En las décadas de los años 30 y 40 del siglo pasado,
la raza aria se sintió supremacista. Los arios eran una raza superior elegida
por Dios para liberar al mundo. Eran, por tanto, los elegidos, los seres
humanos perfectos, los que tenían que mandar, por derecho genético, en el globo.
Por ello se dedicaron a conquistarlo, a masacrar al enemigo para someterlo,
para mostrar su superioridad e instalar una era de dominio y supremacía de la
raza aria. Ellos eran los garantes de la evolución de la especie y los demás
eran seres inferiores que solo valían para servirles en sus megalómanos
proyectos. Recurrieron a perfeccionar la raza, a delimitar las características
que debían definirla, y fueron buscando al ser humano perfecto en su aspecto y
morfología: rubio, alto, físicamente bien proporcionado y sin defecto alguno…
hasta en laboratorios de procreación.
La vida de los seres inferiores no valía nada,
incluso, se deberían tomar medidas para eliminarlos, bien asesinándolos o bien
evitando se reprodujeran, o sea esterilizándolos. En todo caso, el poder y
dominio de la sociedad, su gobierno y la gestión política, era de su
incumbencia exclusiva. El partido nazi aglutinaba a esa raza superior, mientras
todos ellos, en un acto de obediencia debida, perfectamente jerarquizada,
asumían el honroso papel de soldados de la causa, ejerciendo la beligerancia
necesaria para imponer las ideas, principios y estructura organizacional de esa
causa. El ser humano, en su singularidad, carecía de importancia y solo la
adquiría en el marco de un todo al que debía someterse. No estaba para mandar
sino para obedecer al líder, al Führern como encarnación del poder. Misticismo,
credo religioso que casi divinizaba a Hitler, con el mismo método que
divinizaron a los emperadores romanos, a los faraones, a los reyes a quienes
Dios les otorgó su gracia para gobernar.
El nacismo, ese delirio megalómano que llevó al
mundo al mayor desastre habido jamás, dejó claro lo calamitoso que era. El
mundo lo anatemizó, lo repudió como idea supremacista y tomó medidas para que
no volviera. Pero, hete aquí, esas ideas siguen anidando en determinados
sujetos, que continúan defendiendo la genética racial como determinante de la
inteligencia y de la superioridad de unos sobre otros. Ese absurdo
planteamiento, que la evidencia científica deshace, niega la posibilidad de la
influencia del proceso formativo en el desarrollo del individuo, en tanto la
genética lo condicionará, por lo que el ser inferior a la raza supremacista, que
es la blanca, ha de asumir su limitación y ejercer funciones secundarias.
He de reconocer que el supremacismo me repugna en
tanto soy de los que piensan que la genética tiene su valor, pero es un valor
variable, porque no ha de salir un genio de otro genio, aunque tenga bastantes
posibilidades. He conocido grandes lumbreras, médicos de renombre y prestigio y
el hijo era una calamidad. También he conocido personas brillantísimas
procedentes de clases bajas. Tenemos cantidad ingente de ejemplos en nuestra
propia sociedad.
El blanco se sobrepone al negro cuando es más rico,
cuando tiene más recursos para invertir en su formación y cuando los hábitos de
estudio y el entorno socio familiar facilita su desarrollo, a veces, fraudulento,
pues los idiotas, si son hijos de lumbreras o clase alta, parecen menos
idiotas, pero no dejan de serlo, y asumen el poder que le otorga una sociedad
clasista.
Nosotros, en
nuestra historia, arrastramos el fatalismo de esa incongruencia. Nuestros
reyes, con serias patologías mentales o alteraciones conductuales, cuanto
menos, trastornadas, causaron más males a la patria que los propios enemigos
internacionales. Sujetos depresivos, con trastornos severos de conducta, felones
y déspotas, fraguaron la desgracia del país, al ser reyes por la gracia de Dios
y no por designios de la real inteligencia. Carlos II es el más claro ejemplo, pero no
queda atrás su propio padre Felipe IV el disoluto, después, en los borbones, Felipe
V el ciclotímico, Carlos IV el inseguro, Fernando VII el felón, su hija Isabel II
la… entre otros. España ha sido siempre un país de río revuelto con infinidad
de pescadores a la orilla para conseguir su pez, bien ejerciendo de rey, de valido
real, bien ubicándose donde hubiera pesca. En todo caso el río de plata nacía
en América y desembocaba en Sevilla (qué bien lo definió Quevedo con su poema
Poderoso caballero es don dinero). Que inventen ellos, se decía, nosotros tenemos
para pagar; hasta que los ellos fueron ricos y nosotros pobres. Pero ese es
otro tema, vuelvo al que nos ocupa.
No negaré que la filogénesis y la epigenética
influyen en el desarrollo de las especies y, por ende, de los seres humanos.
Pero, no mayoritariamente por factores estimulares intrínsecos o internos, sino
extrínsecos o externos, que a su vez elicitan su interior. Son las demandas
ambientales, básicamente, las que fueron determinando la evolución de la
especie en una sabia estrategia de adaptación al medio. Por tanto, en un acto
de justicia social, solo cabe procurar el desarrollo de esos ambientes para que
influyan, en igual medida, en todos los seres humanos, dando así la posibilidad
de que cada cual dé salida a la espiral de sus potencialidades de desarrollo
personal como forma de aporte social.
Me cisco, pues, en los supremacistas que, el azar y,
tal vez, la necesidad, como decía el biólogo francés Jacques Monod, le encumbró
al vértice superior de la pirámide social, pisoteando a las bases y
concentrando en su poder recursos para su mejor desarrollo, dejando a los demás
sin acceso o posibilidad de evolución. No es, por tanto, el supremacismo de una
raza sobre otra lo que se manifiesta, sino el desequilibrio económico, de
recursos, hábitos y posibilidades de desarrollo, lo que determina que cada uno
esté donde está y no donde podría estar.
La semilla es, prácticamente, la misma, lo único que
cambia es la tierra de cultivo. Si un blanco tienes recursos, o sea buena y
rica tierra para su cultivo, llegará más lejos que un negro, aunque, a veces,
surjan idiotas y haya que esconderlos. Por tanto, en la educación y formación
del niño, en el cultivo del brote que surge de la tierra, está el éxito o
fracaso de la cosecha. Otra cosa es que la buena tierra, o sea la riqueza y el
poder acceder a los recursos y nutrientes del sistema, estén a disposición de
todos o solo de unos pocos, los que dominan y se definen por eso supremacistas.
Claro, no querrán compartir los nutrientes, el abono y minerales, que hacen
crecer su planta, para eso reclaman el poder, para seguir nutriéndose ellos y
dejar a los otros en las tierras secas del desierto, escasas en agua y en
posibilidades de crecimiento.
Este, en el fondo, es el dilema de una sociedad en
desarrollo, que no sabe muy bien a donde va, o que sí lo sabe, pero solo unos
pocos, los que defienden el nuevo orden mundial, donde ellos serán, como
pretendían los nazis, la especie del futuro, y los demás esclavos o servidores
de la misma.
Creedme, y lo digo desde la experiencia de un hijo
del campesinado andaluz, esa losa, a veces sutil y otras descaradas, sigue
existiendo sobre quien tiene recursos limitados para poder desarrollar sus
potencialidades intelectuales. Aunque nuestra generación haya luchado por
cambiar el sistema, está el contrapeso de las clases dominantes, en lo político
y económico, intentando neutralizar ese esfuerzo y, extrañamente, en ocasiones,
los mejores defensores de esa idea son los hijos de la nada que se van sometiendo
al poder sugestivo del líder y la idea que defiende, sin ni siquiera pararse a
pensar más allá de los valores supremacistas que le plantean como dogmas o
verdades. El sumiso alienado es el mejor servidor del supremacismo; tal vez
porque, en su complejo de inferioridad, necesita un grupo de pertenencia que lo
ampare y encumbre a los más alto como colectivo, si bien como individualidad sea
solo un mero instrumento manipulable al servicio del omnímodo poder supremacista.
No quiero terminar sin traer a colación una anécdota
que se cuenta sobre Marilyn Monroe y Albert Einstein, de la que no tengo
certeza pero sí referencias en el mundo de internet, y que, en todo caso, me
parece ilustrativa. Esta anécdota surgió del encuentro entre Monroe y Einstein
en 1949. Ella preguntó: "¿Qué dice, profesor, deberíamos casarnos y tener
un hijo juntos? ¿Se imagina un bebe con mi belleza y su inteligencia?" Se
dice que Einstein, con una sonrisa, respondió: "Desafortunadamente, me
temo que el experimento salga a la inversa y terminemos con un hijo con mi
belleza y con su inteligencia". He de decir que, según parece y por ahí
anda escrito, la Monroe tenía un altísimo cociente de inteligencia. En todo
caso, hoy por hoy, salvo que más adelante se utilicen técnicas de ingeniería
genética, el resultado en la fecundación es incontrolable si es producto de una
relación sexual normal. El espermatozoide que llega y perfora primero al óvulo
no tiene por qué ser el más inteligente, aunque esté sometido a un ejercicio de
selección a lo largo del camino hacia su objetivo.
No obstante, si el supremacismo ganara la batalla
ideológica y se impusiera, se podría acabar, con los conocimientos de ingeniería
biogenética, creando seres anormales, superiores en según qué y para qué cosa,
más cerca de la robótica que de la naturaleza del ser humano. Tal vez se vaya
por ahí, incluso sin que sea el supremacismo su instigador, sino en el deseo de
mejorar la especie desde la vertiente exclusiva de mejor calidad de vida y
eliminación de trabas, malformaciones y enfermedades a través de la
manipulación genética. Al tiempo…
En todo caso, y refiriéndome al supremacismo, mal
vamos si no aislamos esas ideas y las dejamos diluirse en su absurdidad, en
lugar de dar crédito o divulgarlas sin someterlas a debate y crítica racional.
El futuro, que no será el mío, está en juego.
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