Hoy os presento una reflexión muy personal, basada en una opinión con claro componente subjetivo, en tanto son percibidas y argumentadas desde una visión singular, la mía. Las opiniones que se vierten son convicciones propias que se han ido fraguando a lo largo de mi forma de ver y entender la vida, modulada por mis propios principios y valores, por mi razonamiento y discernimiento, con mayor o menor acierto.
Son convicciones como pueden ser las vuestras, pero estas son las mías. Si te decides a leerlas espero que no te cansen y, en todo caso, estás invitado a comentarlas.
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La historia se ha fraguado desde el poder y la guerra, desde la imposición y el arrebato, desde el saqueo y la muerte, desde la sumisión y el castigo; en suma, desde los intereses de las clases dominantes y sus adláteres. O sea, ha estado marcada por la codicia. Los otros principios como la solidaridad y la justicia han estado subordinados, cuando no controlados, a los objetivos de interés principal.
La codicia forma parte del ser humano, a la par que otras muchas características que conviven en nuestro interior. Tiene su origen en el egoísmo miope que garantiza la perpetuación de la especie. Digo miope, porque el ser humano está motivado por tres instintos básicos encaminados a esa perpetuación, como son: la nutrición, la reproducción y la socialización. En todos ellos hay un proceso de negociación con los semejantes para intercambiar bienes y cubrir necesidades, para conseguir alimentos, para buscar pareja de reproducción, para ayudarnos y defendernos de los enemigos que acechan y de los depredadores. Por tanto la codicia, debe ser reprimida, controlada y negociada para que en ningún caso impida el acuerdo de intercambio, para que no frustre el proceso de socialización; pero, si es posible, sacaremos la máxima tajada del negocio usando nuestra capacidad intelectiva y el poder que podamos ejercer.
Por otro lado, somos sujetos dicotómicos donde se conjugan elementos opuestos. Yo diría más, se establece una línea entre esos elementos opuestos, extremos, y nos movemos por ella acercándonos a uno u otro lado según el caso. Pero ¿que define que nos acerquemos más o menos a un lado u otro? ¿Que estemos más cerca del amor o del odio, de la generosidad o del egoísmo, de la comprensión o la intolerancia, de la caridad o de la tacañería, de la justicia o de la arbitrariedad, de la bondad o de la maldad…? En suma, somos capaces de lo más vil y de lo más sublime.
Yo creo que hay dos elementos claves, uno interno y otro externo, aunque están íntimamente relacionados. El interno lo conforman los principios y valores del propio sujeto, su conciencia y compromiso social, su ética y cuantas virtudes y defectos le arropan y acompañan, su personalidad. El externo, que en cierta medida fraguó al interno, hace alusión a las conductas y comportamientos sociales. Estos comportamientos no son totalmente generalizables, pues existen matices propios asociados a los roles de cada grupo social… la conducta de un militar, de un religioso, de un obrero, de un capitalista, de un profesional de de tal o cual actividad, etc… tiene características e intereses diferentes en función del rol social que se le asigne.
La formación e imposición de las culturas también se fraguó para sostener esos mismos intereses, y la estructura social que lo soporte, como es lógico. Los principios y valores, la ética y la moral de una sociedad, se estructuró en esas culturas y, para darle mayor poder y dominancia sobre la gente, se ampararon en dioses, que avalaron esos comportamientos. Establecieron premios y castigos, respaldo divinos a sus leyes hasta avalar la ejecución y muerte de seres humanos como algo aprobado y designado por la divinidad, quedando conjugado en los credos religiosos. Todo estaba justificado si protegía o hacía bien al grupo.
Pero el grupo no era homogéneo, era heterogéneo, cargado de diferenciaciones, de clases y roles propios de cada una de ellas, de servilismos y dependencias, estratificado como una pirámide donde la base era la mayoría y el vértice unos pocos. Arriba la cabeza pensante, abajo la mano de obra obedeciendo, en medio los intermediarios, motivados por un reconocimiento social y las mejoras económicas sobre la base, que les hacía ejecutores y leales al poder. El servilismo del oprimido era el garante de la perpetuación del poderío del opresor.
Resultado: Una sociedad con un grupo dominante, que acumula el capital y el poder sobre la producción y las finanzas, una clase media conformista con un relativo buen nivel económico, una clase baja sin grandes conocimientos ni posibilidades de desarrollo personal e intelectual. Este esquema se mantiene a lo largo de la historia, comportándose como un acordeón según las etapas y los países; acercándose en los desarrollados a una gran clase media y trabajadora que vive al amparo del salario, con una importante capa marginal de sujetos de deshecho, y un grupo de ricos inversores que manejan el capital.
El mensaje es bien claro; si yo, como empresario, gano mucho tú tendrás el beneficio del trabajo, pero la empresa que crecerá, con tu trabajo y mi dinero, será exclusivamente mía. Tu trabajo será pagado con la suficiencia para que puedas vivir y cubrir tus necesidades básicas, pero nada más… Yo creo el trabajo y, si retraigo mi dinero y no invierto, tú te quedas en la calle sin salario. Así es que vete con cuidado… porque te interesa que mi mesa esté bien llena para que caigan las migajas de ella y tú puedas comer algo. Tu pobreza solo se palia con la abundancia de mi riqueza.
Al hablar de codicia hemos de observar que, si hay algún colectivo que ejerza, potencie y valore esta conducta, es el capitalista, el empresariado, el mundo de las finanzas, donde la competitividad y la confrontación por el mercado y por los beneficios es manifiesta. A lo largo de la historia han dado sobrada cuenta de ello. El desarrollo de la banca, la acción especuladora de las bolsas, el acopio de capital, el abuso sobre el trabajador, el control de las instituciones, el manejo de los medios de comunicación, el dominio directo del poder en determinados regímenes, la compra y/o chantaje de políticos en la democracia, el apoyo al sistema desde las estructuras y jerarquías eclesiásticas o religiosas aunque digan lo contrario, el uso de la bandera y el concepto de patria, la difusión de la idea de que el ciudadano está al servicio del estado (de la patria) y no este al servicio del ciudadano, etc…, “sin entrar en que el problema está en la propia concepción de la empresa como un bien personal en contraposición a un bien social…”, todo ello conforman una filosofía de vida social y política que ancla en el pasado buscando la pervivencia en el futuro, que ha estado y está integrado en nuestra cultura.
Pues bien, cuando se han obviado los valores humanos; cuando se han perdido los esquemas de concebir la actividad productiva como un servicio a los demás para buscar el desarrollo del colectivo social; cuando los intereses de un grupo minoritario están por encima de los colectivos; cuando se entiende el mundo financiero y empresarial como una batalla de lobos hambrientos; cuando se crea terror y miedo en la gente para dar salida a productos farmacéuticos, como el caso del agripe A, mientras se mueren de hambre y de enfermedades endémicas millones de niños y adultos en el mundo; cuando la solidaridad pasa por entregar las migajas para limpiar conciencias en plan caridad; cuando la indiferencia ante el dolor y la muerte se reviste de cinismo invadiendo países para llevarles la democracia y lo que se persigue son sus materias primas y su mercado; cuando los medios de comunicación machacan para crear necesidades innecesarias; cuando muchos de estos mismos medios desinforman, manipulan, crean opinión amparando estas prácticas; cuando ha pasado todo esto… hay un solo dios, y este es LA CODICIA.
Si la CODICIA la elevamos al rango de dios, por encima de los valores humanos y la subimos al tobogán de la vida, arrasará con todo a su paso. Y eso, amigos y amigas, es lo que yo creo que ha pasado y está pasando. Pero lo grave no es que haya pasado sino que seguirá pasando, porque los políticos, y también los ciudadanos de a pie, salvarán al codicioso para no hacer temblar al sistema y caer. Porque el motor del desarrollo de este mundo mezquino, insolidario y antisocial es la codicia, a ella nos plegamos para que siga tirando del carro donde vamos montados con la opulencia; porque en el fondo todos somos codiciosos en esa lucha por la supervivencia individual y de grupo, nos han educado en ella, y votaremos a aquellos que perpetúen el bienestar, el status quo, que son defensores y colegas de los actores codiciosos del sistema. EL SISTEMA ES EL PROBLEMA, un mundo de yupis y de vampiros.
Pero, entonces… ¿Qué hacer?
Sociológicamente se entiende que en los grupos siempre existe tres subgrupos, uno lo definimos como el motor, el que tira de todos y va marcando los objetivos, la marcha del colectivo, el dirigente; otro lo forma la gran masa, la mayoría del grupo matriz, los que se dejan llevar y apoyan a uno y otro en función de sus intereses, pero que no se pringan; finalmente está el grupo freno, el opositor, el que tiene otras ideas y alternativas, esa minoría concienciada que tira del carro en sentido contrario para evitar que se sigan cometiendo los errores, según ellos.
En este caso el grupo dirigente o motor, en términos generales, está montado y llevado por la codicia. El grupo freno, o alternativa, deberá dejar bien claro esta situación para que la masa tome conciencia de ella y deje de apoyar al llamado motor, buscando la alternancia o el cambio de objetivos.
Si estamos instalados en la codicia, habrá que potenciar la generosidad, como oponente, para hacer correr la situación sobre la línea que les comunica en ese continuo al que ya me referí, desde un extremo al otro. Esa generosidad basada en un sentido de la justicia diferente al desarrollado por esta sociedad injusta y codiciosa. Pero eso significa hacer temblar los cimientos de nuestra propia cultura y entramado social, de nuestra economía, cuestionarse principios, ética, leyes, conductas, actitudes y formas de vida a los que, posiblemente, no estemos dispuestos a renunciar. En todo caso, tal vez, lo que se pretenda y sea efectivo para seguir con nuestros privilegios, sea un acto de contrición, simbólico, para limpiar nuestras conciencias y seguir en nuestras treces. Habrá que ir al confesionario para admitir las culpas, pedir la absolución y seguir luego en la brecha… ¿Os suena?