Opinión | Tribuna
Publicado en el diario La Opinión
de Málaga el 01 NOV 2024 7:00
Nuestro miedo a la muerte se ampara
en ese juicio ante un Dios terrible, que nos arrojará al infierno, como hizo
con los ángeles malos y rebelados y, por otro lado, a abandonar nuestras bienes
materiales…
Camposanto en Cuevas de San Marcos. / A.P.
==========================
En estos días, cuando honramos a
nuestros muertos, es bueno y conveniente que nos enfrentemos a esa realidad
ineludible. Tomar conciencia de nuestra nimiedad, de lo lábiles que somos, de
cuan corto es el tránsito entre la vida y la muerte, nos permite reubicarnos en
esa verdad de la que, normalmente, huimos. La muerte, al fin y al cabo, no es
más que el punto culminante de la vida, la última etapa, la meta final. Sí,
nacemos para morir y lo importante es vivir, porque el bien vivir nos llevarán
a un buen morir. La conciencia limpia, la bondad por bandera, el
trabajo bien hecho, el objetivo de la vida bien cubierto y, aparte de haber
recorrido el camino, haberse nutrido y crecido con ese tránsito, llegar al
final en paz con uno mismo y su entorno, sin conflictos internos y con la
sensación de haber aprovechado el tiempo que nos dio esa vida para crecer
mentalmente. Crecer en conocimiento, mejorando el mundo que nos fue entregado y
dejando la herencia a nuestros descendientes en mejores condiciones de las que
la recibimos.
Hay credos que hablan de esta vida
como un campo donde venimos a cultivar la espiritualidad, a sanar el alma, a
limpiar y purgar los pecados o errores cometidos en otras vidas anteriores,
hasta llegar a la perfección que nos abra las puertas de una dimensión pura
para no volver más. Tal vez sea un cuento chino al amparo de nuestra
resistencia a la nada, de nuestra rebelión contra el desvanecimiento,
evaporación y muerte, de nuestro egoísmo y soberbia, pero no deja de ser bonita
esa imaginación, esa concepción de la vida y de la muerte, que nos palía el
sufrimiento que provoca la desaparición. En nuestro mundo judeocristiano, la
muerte implica el juicio, con posible tormento eterno (que curioso eso de
eterno… no se nos dará otra oportunidad), aunque la iglesia católica ya
descartó la existencia del infierno, sigue pesando en nuestras mentes el
troquelado infantil de aquella etapa del nacional-catolicismo preñada de
amenazas divinas y castigos ejemplares. Tememos a la muerte, al juicio, al
potencial castigo con el que se nos aterró en la vida, pero también nos
resistimos a abandonar nuestras propiedades, nuestras cosas ganadas con el
sudor de la frente, nuestras comodidades materiales y los bienes del
entorno. No olvidemos que somos gente de conciencia poco clara, voluble según
el caso, sometidos al discurso del pecado y su condena, cargados de dudas sobre
nuestra moral y conducta, sujetos a juicios ajenos sobre aquello que hicimos,
sin respeto al discernimiento y análisis personal y al libre albedrio… nosotros
no definimos lo que está bien y mal, lo definen otros y eso confunde. Dios, y
en su nombre sus ministros, marca la pauta del pecado, pero esos ministros son
tan hombres como uno, tan propensos al error y a la confusión como lo somos
nosotros. De ello han dejado suficiente constancia a lo largo de la historia.
Por tanto nuestro miedo a la muerte se ampara en ese juicio ante un Dios
terrible, que nos arrojará al infierno, como hizo con los ángeles malos y
rebelados y, por otro lado, a abandonar nuestras bienes materiales.
Pero hablemos desde otra
perspectiva de la inmortalidad, de la vida eterna, que según los credos es
variable y concebible de distinta forma. El ser humano, en general, dentro de
su egolatría, se siente como un dios menor que no soporta su desaparición.
Pero, en el fondo, no desaparece, deja sus genes, sus enseñanzas, sus recuerdos
y sus obras. Eso perpetúa su existencia, da sentido a su vida y trascendencia
en distintos campos. Sabido es aquello de que se ha de tener un hijo, plantar
un árbol y escribir un libro. Curioso… tener un hijo: dejar tu semilla, tus
genes, tu sangre con su carga proyectiva, con tu trascendencia personal en un
nuevo ser capaz de dar testimonio de tu existencia con su herencia genética y
su conducta. Plantar un árbol, representa tu alianza con la naturaleza,
con el medio ambiente que sustenta la vida que inicia la escala desde el
vegetal al animal más básico hasta llegar al hombre, esa especie de
reconocimiento ecológico, de contrato tácito entre la madre naturaleza, la
Pachamama de la América inca, y el ser humano donde se da esa afinidad que
perpetúa la vida en equilibrio. Finalmente, escribir un libro, que no es otra
cosa que dejar testimonio de tu paso por la vida, de tu relato, plasmando todo
el desarrollo que has realizado, qué viste y viviste, cómo lo entendiste, qué
hiciste a lo largo del camino… o, en todo caso, si no hablas de ti de forma
directa, lo haces de forma indirecta, aunque sea un testimonio novelado,
proyectado en otra historia. El libro es un testamento, un documento que deja
constancia a las generaciones venideras de tu paso por la vida.
Recuerdo lo que me decía un
paciente, etiquetado de loco en tratamiento con neurolépticos, antipsicóticos,
a raíz de sus delirios. “Los muertos viven en la memoria de los vivos, por eso
yo no puedo olvidarme de mi madre, por eso voy al cementerio todos los días,
para que ella no muera…” Esa certera locura constataba una realidad, la
inmortalidad la consiguen los hombres desde su propia trascendencia a otras
generaciones. Si saben que exististe, sin duda has existido, pero si no lo
saben... sabe Dios si habrás existido.
Al menos una vez al año nos
acordamos de nuestros difuntos, les llevamos flores, limpiamos sus tumbas y sus
lápidas, le rezas si crees y, si no, te acuerdas de ellos, de sus actos, de su
vida y su contacto. Es bueno no perder la memoria de dónde venimos, pues ello
nos ayuda a hacer el camino desde esa constelación familiar que marca nuestro
sino. El día de los difuntos los cementerios se llenan de vida, de colorido, de
luces y de gente que hace revivir al ausente y hacerlo presente con su
recuerdo. Tal vez ese día, sea el día en que menos le temo a la parca
pues tomo conciencia del corto camino que va desde el parto a la
muerte. Al fin y al cabo, entre el nacer y el morir solo hay pasos de esa senda
que nos tocó transitar sin ni siquiera pedir que la queríamos andar. Ahora me
toca pensar cómo se puede encajar en mi forma de vivir ese objetivo final para
poder terminar bajo la influencia de la bonhomía. Me viene a la memoria un
estrambote que le puse a un soneto sobre mi bodeguilla, dedicado a la bonhomía,
y que termina:
“De esta
forma te lleva a la vejez
en paz
contigo y pleno de armonía
la dulce
carroza de la bonhomía”.
Vida y muerte, y mientras tanto,
tránsito digno del camino que lleva hasta el destino final.
Hoy, día 1 de noviembre, visitaré
el cementerio de mi pueblo y veré quien vive en la memoria de los suyos y quien
ha muerto en el olvido.
Otros artículos de Antonio Porras
Cabrera
Tribuna
«Detrás de toda gran fortuna siempre hay una
injusticia»
Tribuna
Tribuna