Me gusta el solsticio de invierno. Desde tiempo
inmemorial el ser humano asoció al Sol la esencia de la vida. La luz y el calor
crearon el contexto para vivir, para cazar y disfrutar del mundo que le
rodeaba. Luz para ver y percibir el mundo en todas sus manifestaciones físicas,
en su morfología y movimiento. El calor y los rayos solares como nutrientes de
la vida, como alimento de las plantas y como diluyente del frío. El fuego, su
asociado, cambió la vida del hombre primitivo como un dios poderosos que lo
sacó de las tinieblas y le abdujo con su magia.
Hasta el solsticio de invierno los días se fueron
acortando y las noches alargando, la sombra y la opacidad se incrementaban y la
luz se retiraba vencida por la oscuridad, dejando la magia y los fantasmas de
la vida atrapados en ese mundo oscuro de la noche. El hombre primitivo, que fue
dotando de aurea mística a todo lo inexplicable, le dio al Sol el trato de
divino, lo endiosó y elevó a rey de la bóveda celestial por su gran poder y
preponderancia ante la vida. Orientó sus casas y lo alabó como un ente
superior, como al valedor de la vida. El Sol era el rey, el astro principal del
universo, el dios que todo lo ilumina y crea vida.
Los puntos de inflexión son los solsticios. El de
verano muestra el punto culminante del poder del dios Sol. A partir de ese
momento, una vez cumplida una de sus misiones principales, como es la maduración
de la cosecha, invitando a la recolección del fruto, se inicia su declive, que
es la declinación de la vida en su eterno ciclo, para deshojarse el árbol, para
hibernar y dejar sus raíces constreñidas por el frío, aletargadas, restringiendo
el flujo de la savia hasta que vuelva el calor. Es aquí, en el solsticio de
invierno, cuando son vencidas las tinieblas y el calor y la luz vuelve a
renacer. Si, simbólicamente, la sombra y tétrica oscuridad se asocia a la
muerte, el sol y la luz representa la vida y su fuerza.
El hombre, en su apreciación mística, cubrió de magia
estos cambios, celebrando estas fechas con festejos por las cosechas a la
entrada del verano y por el nacimiento del nuevo sol al concluir el otoño. El
dios Sol nace con la muerte del otoño, se impone a la sombra y empieza a crecer
cada día amamantado por el gélido invierno hasta llegar a su cenit al final de
la primavera. Es la natividad del dios Sol, es la Navidad de los creyentes,
donde sus dioses que brillan como soles, vienen al mundo a salvarnos de las
tinieblas y guiarnos para conseguir el pan y la gloria del paraíso que nos
traerá la primavera.
Y así fue siempre, desde nuestros ancestros más lejanos
hasta nuestros días, el hombre sigue viendo en el solsticio de invierno la
magia del Sol y de la vida, plasmada en su credo religioso. Los “dioses solares”,
los que traen la luz, nacen en diciembre, cuando el sol empieza a superar a la
sombra, según algunos autores, desde Horus a Mitra, pasando por Osiris, Krishna,
Zarathustra, incluso el dios Azteca Huitzilopochtli, hasta llegar al propio
Jesucristo.
Pero, tal vez, deberíamos hacer algunas observaciones
relacionadas con esas fechas en que se asigna su nacimiento, dado que hay
divergencia entre distintos autores, ubicando determinadas fechas en la
primavera, lo que significaría centrar la vida en la floración y la eclosión
consecuente, y cuestionando, incluso, la misma fecha de diciembre como nacimiento
de Jesús. No quiero entrar en ese debate pero sí enfocarlo desde la perspectiva
de la valoración de los seres humanos sobre la importancia que tiene la
naturaleza y su influjo en esa magia mitológica que ya he referido. El sol
empieza a vencer a la penumbra, la luz se impone a la oscuridad con el reforzamiento
de las horas de sol, a la par que también, desde otra visión, la primavera
significa la eclosión de la vida, y la vida la da ese dios en el que se cree.
Por tanto, sea en un caso o en otro, queda vinculada el nacimiento de los dioses
con los hechos naturales que la tierra y el cosmos nos deparan con relación a
la vida y su desarrollo.
En todo caso, dejar una pequeña anotación complementaria:
Los solsticios se dan cuando hay un mayor desequilibrio entre el día y la noche,
cuando uno empieza a imponerse sobre el otro, mientras que los equinoccios se
producen cuando existe un equilibrio entre la luz y la sombra, cuando el día y la
noche duran lo mismo. Los dioses guerreros, impositivos y rígidos o inflexibles,
podríamos pensar que nacerán cuando se empiece a imponer la luz sobre las
tinieblas; mientras los pacifistas, maternales, tolerantes y abiertos tendría más
sentido ubicarlos en las fechas de equilibrio entre el día y la noche.
Resumiendo:
Creo que en estas fechas hacemos lo que han hecho
nuestros ancestros a lo largo de la historia, celebrar que el día se impone
sobre la noche, que la luz empieza
a vencer a las tinieblas y que se inicia un nuevo ciclo de vida en ese eterno
retorno. Luego, las religiones, siempre avispadas, fueron ubicando el nacimiento
de sus dioses en esas fechas, tan significativas y cargadas de magia ancestral,
usurpando esa simbología para adjudicarla a sus dioses y fortalecerlos como
salvadores, protectores y creadores de la vida. Cuando uno estudia las religiones
de forma aséptica (no me estudie la religiones desde la perspectiva de alguna
de ellas que no será imparcial) y a través de los tiempos, acabas comprendiendo
que determinados credos y rituales se repiten o copian unos de otros, en mayor
o menor medida. Me quedo, pues, con esa idea de celebrar que el sol empieza a
vencer a la sombra, la luz a la penumbra y la claridad a la opacidad, lo que
nos llevará a la nueva primavera que con su eclosión nos llenará de vida. Ahora
bien, si usted es creyente de alguna de las religiones que ubican en estas
fechas nacimientos o apariciones de sus dioses, disfrútelos también, porque lo
importante es vivir esta transición de vida, estación y/o ciclo anual.
Felices fiestas de celebración del cambio o inicio
del ciclo anual.
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