martes, 27 de diciembre de 2016

Solsticio de invierno


Me gusta el solsticio de invierno. Desde tiempo inmemorial el ser humano asoció al Sol la esencia de la vida. La luz y el calor crearon el contexto para vivir, para cazar y disfrutar del mundo que le rodeaba. Luz para ver y percibir el mundo en todas sus manifestaciones físicas, en su morfología y movimiento. El calor y los rayos solares como nutrientes de la vida, como alimento de las plantas y como diluyente del frío. El fuego, su asociado, cambió la vida del hombre primitivo como un dios poderosos que lo sacó de las tinieblas y le abdujo con su magia.

Hasta el solsticio de invierno los días se fueron acortando y las noches alargando, la sombra y la opacidad se incrementaban y la luz se retiraba vencida por la oscuridad, dejando la magia y los fantasmas de la vida atrapados en ese mundo oscuro de la noche. El hombre primitivo, que fue dotando de aurea mística a todo lo inexplicable, le dio al Sol el trato de divino, lo endiosó y elevó a rey de la bóveda celestial por su gran poder y preponderancia ante la vida. Orientó sus casas y lo alabó como un ente superior, como al valedor de la vida. El Sol era el rey, el astro principal del universo, el dios que todo lo ilumina y crea vida.

Los puntos de inflexión son los solsticios. El de verano muestra el punto culminante del poder del dios Sol. A partir de ese momento, una vez cumplida una de sus misiones principales, como es la maduración de la cosecha, invitando a la recolección del fruto, se inicia su declive, que es la declinación de la vida en su eterno ciclo, para deshojarse el árbol, para hibernar y dejar sus raíces constreñidas por el frío, aletargadas, restringiendo el flujo de la savia hasta que vuelva el calor. Es aquí, en el solsticio de invierno, cuando son vencidas las tinieblas y el calor y la luz vuelve a renacer. Si, simbólicamente, la sombra y tétrica oscuridad se asocia a la muerte, el sol y la luz representa la vida y su fuerza.

El hombre, en su apreciación mística, cubrió de magia estos cambios, celebrando estas fechas con festejos por las cosechas a la entrada del verano y por el nacimiento del nuevo sol al concluir el otoño. El dios Sol nace con la muerte del otoño, se impone a la sombra y empieza a crecer cada día amamantado por el gélido invierno hasta llegar a su cenit al final de la primavera. Es la natividad del dios Sol, es la Navidad de los creyentes, donde sus dioses que brillan como soles, vienen al mundo a salvarnos de las tinieblas y guiarnos para conseguir el pan y la gloria del paraíso que nos traerá la primavera.

Y así fue siempre, desde nuestros ancestros más lejanos hasta nuestros días, el hombre sigue viendo en el solsticio de invierno la magia del Sol y de la vida, plasmada en su credo religioso. Los “dioses solares”, los que traen la luz, nacen en diciembre, cuando el sol empieza a superar a la sombra, según algunos autores, desde Horus a Mitra, pasando por Osiris, Krishna, Zarathustra, incluso el dios Azteca Huitzilopochtli, hasta llegar al propio Jesucristo.

Pero, tal vez, deberíamos hacer algunas observaciones relacionadas con esas fechas en que se asigna su nacimiento, dado que hay divergencia entre distintos autores, ubicando determinadas fechas en la primavera, lo que significaría centrar la vida en la floración y la eclosión consecuente, y cuestionando, incluso, la misma fecha de diciembre como nacimiento de Jesús. No quiero entrar en ese debate pero sí enfocarlo desde la perspectiva de la valoración de los seres humanos sobre la importancia que tiene la naturaleza y su influjo en esa magia mitológica que ya he referido. El sol empieza a vencer a la penumbra, la luz se impone a la oscuridad con el reforzamiento de las horas de sol, a la par que también, desde otra visión, la primavera significa la eclosión de la vida, y la vida la da ese dios en el que se cree. Por tanto, sea en un caso o en otro, queda vinculada el nacimiento de los dioses con los hechos naturales que la tierra y el cosmos nos deparan con relación a la vida y su desarrollo.

En todo caso, dejar una pequeña anotación complementaria: Los solsticios se dan cuando hay un mayor desequilibrio entre el día y la noche, cuando uno empieza a imponerse sobre el otro, mientras que los equinoccios se producen cuando existe un equilibrio entre la luz y la sombra, cuando el día y la noche duran lo mismo. Los dioses guerreros, impositivos y rígidos o inflexibles, podríamos pensar que nacerán cuando se empiece a imponer la luz sobre las tinieblas; mientras los pacifistas, maternales, tolerantes y abiertos tendría más sentido ubicarlos en las fechas de equilibrio entre el día y la noche.

Resumiendo:
Creo que en estas fechas hacemos lo que han hecho nuestros ancestros a lo largo de la historia, celebrar que el día se impone sobre la noche, que la luz empieza a vencer a las tinieblas y que se inicia un nuevo ciclo de vida en ese eterno retorno. Luego, las religiones, siempre avispadas, fueron ubicando el nacimiento de sus dioses en esas fechas, tan significativas y cargadas de magia ancestral, usurpando esa simbología para adjudicarla a sus dioses y fortalecerlos como salvadores, protectores y creadores de la vida. Cuando uno estudia las religiones de forma aséptica (no me estudie la religiones desde la perspectiva de alguna de ellas que no será imparcial) y a través de los tiempos, acabas comprendiendo que determinados credos y rituales se repiten o copian unos de otros, en mayor o menor medida. Me quedo, pues, con esa idea de celebrar que el sol empieza a vencer a la sombra, la luz a la penumbra y la claridad a la opacidad, lo que nos llevará a la nueva primavera que con su eclosión nos llenará de vida. Ahora bien, si usted es creyente de alguna de las religiones que ubican en estas fechas nacimientos o apariciones de sus dioses, disfrútelos también, porque lo importante es vivir esta transición de vida, estación y/o ciclo anual.


Felices fiestas de celebración del cambio o inicio del ciclo anual.


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