Nuestra civilización se adueñó de
gran parte del mundo desde la prepotencia y el dogmatismo religioso y cultural.
Se les despojó a los pueblos conquistados de sus credos y culturas sin ni
siquiera pararse a pensar o conocerlos. Nosotros, la “Civilización occidental”,
al amparo de la cultura judeocristiana, rechazamos cualquier otra fe o credo al
que identificamos como falso y, a quienes lo practican, como infieles. De ahí
nuestra insistencia en llevar la verdad a los “pueblos equivocados” para
salvarlos.
Nos desligamos de la filosofía
politeísta de los romanos, en la que incorporaban o toleraban la mitología de
los pueblos conquistados como forma de integración de la cultura del vencido,
por lo que no imponían sus dioses sino que los incluían en un “Olimpo abierto”
junto a los otros, aunque prevalecieran, en la escala de poder, los dioses
romanos sobre los conquistados; Júpiter sería el número uno.
Esto nos privó de conocer y valorar
otras culturas, sobre todo en lo referente a la vinculación del ser humano con
la propia naturaleza. En el caso de los territorios conquistados en América, se
obvió la filosofía, podríamos decir ecológica, de los pueblos nativos. Por
tanto no tenemos interiorizado el respeto y amor hacia la Tierra en un sentido
amplio, como lo tienen los indígenas mapuches, incas, etc. habitantes del cono
sur y centro de Sudamérica. Para ellos, el endiosamiento de la tierra significó
respeto y amor, consolidó vínculos emocionales, afectos y de atenciones con
ella.
El mundo occidental, claramente en
expansión, colonizó las tierras para explotarlas, para sacarles la máxima
rentabilidad sin pararse demasiado a pensar en los efectos de la desforestación
y la sobreexplotación de sus recursos. Bajo mi punto de vista existe una
diferente forma de entender esa relación hombre-naturaleza, mientras que los
indígenas la ven como una aliada que nos nutre y alimenta, un ente superior que
otorga los nutrientes de la vida a todos los seres de la creación, a la que hay
que amar y proteger, ya que no es nuestra sino, más bien, nosotros somos de
ella; los occidentales la consideran propia desde las palabras bíblicas del
Génesis:
“1:29 Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla,
que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla;
os serán para comer”.
“1:30 Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a
todo lo que se arrastra sobre la tierra, en que hay vida, toda planta verde les
será para comer. Y fue así”.
Este mítico planteamiento tiene dos
visiones, que se han venido manifestando a lo largo de los tiempos, según la
interpretación que se haga del mensaje: Una es “esto es para comer, cuídalo o
te quedarás sin nada”; otra es “todo es para comer cómetelo”. La irracionalidad
miope del ser humano le ha llevado a creer que su dominio sobre todo le
permitía hasta el exterminio, pues no vio la vinculación interactiva, y
sostenida en el tiempo, que debe garantizar la perpetuación de la vida en la
naturaleza. Nuestro sistema económico y consumista pasa por encima de esa
lógica y arrasa con todo en base a esa miopía egoísta y egocéntrica a que me
refería. Lo curioso es que, como estamos “hechos a imagen y semejanza de Dios”,
pensamos que somos un dios menor y, en nuestra soberbia y prepotencia
desmedida, en lugar de crear vamos destruyendo en el beneficio inmediato; o
sea, somos como un Demiurgo en negativo.
Desde hace mucho tiempo, en una
concepción de panteísmo, reenfoqué mi visión sobre la naturaleza desde otra
perspectiva basada en el posicionamiento de los pueblos primitivos aludidos,
con su actitud de respeto y consideración hacia la madre tierra: La Pachamama
de la mitología inca, o al todavía más profundo concepto de Ñuke Mapu (Madre
Tierra) del pueblo mapuche.
No se piense que esa filosofía era
exclusiva del sur, pues, en Norteamérica, los indios también mantenían una
relación parecida con la tierra. Es famosa, aunque haya creado cierta
controversia, la carta, o discurso, del Gran Jefe Seattle, de la tribu de los
Swamish, a Franklin Pierce presidente de los Estados Unidos de América, cuando
le ofertó comprar la tierra; de ella extraigo estas dos preguntas que el Jefe
le plantea al Presidente:
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?, esta
idea nos parece extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire, ni del
brillo del agua, ¿Cómo podrán ustedes comprarlos?
Esta es otra interesante
observación que alude a la Tierra: Somos
una parte de ella, y la flor perfumada, el ciervo, el caballo, el águila
majestuosa, son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los prados húmedos,
el cuerpo sudoroso del potro y el hombre..., todos pertenecen a la misma
familia.
Tras un extenso discurso, concluye
así: ¿Dónde está el bosque espeso?:
Desapareció. ¿Qué ha sido del águila?: Desapareció. Así se acaba la vida y solo
nos queda el recurso de intentar sobrevivir.
Jefe Seattle (1855)
Todo esto lo expongo como forma de
despertar la necesidad de reflexionar sobre ello para evitar el colapso
definitivo de nuestra casa, parta llamar a nuestra conciencia a respetar el
ecosistema, para comprender que no podemos montar en el carro de ese progreso
egoísta de un neoliberalismo que sobreexplota los recursos para sacar beneficio
inmediato, sino que hemos de velar por el desarrollo sustentado en un sistema abierto
e interactivo sostenible. En este debate existen dos puntos de interés muy
significados: Por un lado está cómo, en qué condiciones, dejamos la Tierra en
herencia a nuestro hijos; por otro con qué cultura y actitudes dejamos a
nuestros hijos en esa Tierra que los ha de alimentar. Traigo a colación un
texto publicado el 29 de abril de 2010, en este mismo blog, cuyo enlace es:
https://antoniopc.blogspot.com/2010/04/que-mundo-les-dejaremos-nuestros-hijos.html
¡FELIZ DÍA DE LA MADRE… TIERRA!