Hoy fui a mi pueblo con unos amigos y compañeros
jubilados de la universidad. Lo curioso es que cada vez que voy revivo mi infancia,
me fluyen los recuerdos del pasado y, ante las imágenes de sus campos de
inmensos olivares, sus sierras y oteros, me vuelve la fragancia de su brisa, el
aroma de sus prados, su huertas y sembrados. Cierras los ojos y te vuelves al
pasado, escuchas el trino del jilguero, el piar del gorrión, el canto de la perdiz
o el silbo del viento jugando y danzando entre los árboles o mordiendo los
tejados. Todos los sentidos revierten al pasado y te transportan, en una
máquina del tiempo imaginaria, a tu estoica infancia afrontando las
dificultades del ayer.
Frío invierno para un desarrapado crio, sofocante
calor en los abrasadores veranos e insaciable apetito ante la demanda natural
del obstinado crecimiento. Había imaginación, inventiva y búsqueda asilvestrada
de manjares complementarios a la exigua mesa que en la casa se ofrecía. A
veces, jugando y entre travesuras, eran unas habas furtivas de la huerta ajena,
otras una granada que dejaba su impronta churretosa en la camisa, higos,
manzanas, peras o cerezas, según el producto del momento que el huerto te ofrecía.
Nutrientes silvestres se buscaban por los campos mientras recogías raíces, leña para el fuego, hierba para los conejos, etc. Primaban los espárragos, las tagarninas
y las collejas que llevabas a casa para que la madre los cocinara como mejor
entendiera.
En la escuela repartían un queso de sabor extraño y una leche en polvo, a la que no le daba tiempo a diluirse y pasaba a la garganta de los críos de forma "sequerona", fraguando una masa pastosa entre la boca de difícil deglución. Era la solidaria caridad que apaciguaba la miseria, lavando las conciencias de otros países, ayudando a sofocar el hambre infantil de una España marginada y lacrada por su inmediato pasado de alianza con los vencidos en la gran contienda mundial.
En la escuela repartían un queso de sabor extraño y una leche en polvo, a la que no le daba tiempo a diluirse y pasaba a la garganta de los críos de forma "sequerona", fraguando una masa pastosa entre la boca de difícil deglución. Era la solidaria caridad que apaciguaba la miseria, lavando las conciencias de otros países, ayudando a sofocar el hambre infantil de una España marginada y lacrada por su inmediato pasado de alianza con los vencidos en la gran contienda mundial.
Después vino el abandono paulatino de la escasez. El
país de la miseria y el racionamiento vividos en la posguerra pasó a otra etapa,
donde la necesidad fue aflojando la cuerda del hambre miserable que apretaba amenazante
al cuello de los más necesitados. Hubo más pan y aceita, más potaje y con mejores
atavíos e ingredientes en cocina para adornar los exiguos platos… animales de
corral, tocinos, chorizos y morcillas de matanzas caseras, y zurrapa y
chicharrones que fueron apagando el hambre hasta erradicarla definitivamente.
Después, progresivamente, vino la abundancia de la mano de un mercado accesible
lentamente a los salarios de la clase “currante” hasta llegar a nuestros días, donde
parece que vuelve de nuevo a declinar.
Todo esto lo viví como un flash mental que hizo pasar
por mi mente los tiempos pretéritos, ya superados, pero, a su vez, anclados en
el mundo indómito y subliminal del subconsciente. Y afloró el viejo sabor de las
collejas que mi madre, esmeradamente, preparaba en tortilla con el huevo recién
puesto por la gallina del corral, que era una fiel aliada encargada de reciclar
los desperdicios convirtiéndolos en lustrosos y deliciosos huevos al servicio
de la casa. Había comido no hacía mucho tiempo tales herbáceas silvestres, recogidas
por un amigo mío del pueblo, cocinadas por su esposa a modo de exquisita tortilla.
Entonces recordé que Loli había comprado collejas en el mercado
de mi barrio, y fragüe mi estrategia para hacer una tortilla diferente donde
conjugar viejos sabores con los nuevos condimentos. Esta tarde, cuando llegue a
casa, me dije, haré una tortilla de collejas.
Dicho y hecho. Me metí en la cocina, batí cuatro
huevos y los mezclé con un aguacate, una loncha de queso, taquitos de jamón,
algunos guisantes y las collejas rehogadas con ajito picado que preparó Loli.
Resultado: Una excelente tortilla, como puedes observar en la imagen, que conjugaba
sabores del presente y el pasado. Algo nos sobró para el desayuno próximo,
mientras quedé satisfecho al dar a mi subconsciente el contentamiento a su demanda
y, en mi ánimo, evocar las vivencias de mi infancia.
A veces recordar los viejos tiempos, aunque estuvieran
marcados por la necesidad, nos permite sentir la parte positiva de la niñez, vivir el calor de la familia protectora, los juegos y reyertas entre amigos, las pícaras miradas a
las niñas, las distintas travesuras, la infantil inocencia, el cole y la Enciclopedia Álvarez con su
adoctrinamiento y el continuo batallar para hacerse grande, para crecer y recorrer
el camino de la vida, para ser lo que somos hoy como fruto de un ayer donde fuimos
plantando y cultivando la semilla… Eso sí, con collejas, con muchas collejas de
los maestros que usaban el castigo como forma educativa bajo el lema: “la letra
con sangre entra” y con las otras collejas silvestres que paliaban el hambre y
nos nutrían.
¡Lo que da de sí una tortilla de collejas! ¿Verdad?