Hoy,
una vez más, hablando de la felicidad, esa cosa tan rara de la que todos hablamos
y nadie la conoce de verdad, he vuelto a oír la frase tan manida de: “No es más
feliz el que más tiene, sino el que menos necesita”. He de reconocer que la
frasecita tiene un cierto espíritu budista, orientada al conformismo.
Después,
dándole vueltas al asunto, empiezo a pensar que, efectivamente, esta frase la
debió construir un conformista o alguien interesado en que la gente no tuviera
demasiadas aspiraciones para quedarse él con todo. Quien coloca la felicidad en
tener poco y conformarse o no necesitar más está simplificando tanto la cosa
que obvia otras cuestiones que caben plantearse para la obtención de la felicidad real.
Pero
claro, en nuestra sociedad, la pobreza, el sacrificio, el dolor y sufrimiento
han sido valores a cultivar con promesa de compensación con creces en el más
allá. El rico no entrará en el reino de los cielos, el pobre sí lo hará… Pero es que el rico ya vivió en la gloria y el pobre en el infierno. Mire usted por dónde, nos
quisieron pobres, sumisos y castos, tres claves importantísimas para llevar a
la frustración y, por ende, a la infelicidad. En
los tiempos pretéritos, los botos (todavía en vigor) de obediencia, pobreza y
castidad, que son los monásticos de la religión católica, conforman un claro
ejemplo de modelado del creyente.
Pero
volvamos y veamos: el ser humano tiene unas necesidades básicas para su
desarrollo personal e intelectual. Solo hay que plantearse la famosa pirámide
de Maslow, a la que ya me he referido en alguna otra ocasión. Hay necesidades
irrenunciables para la subsistencia biológica y las hay para la salud y el
equilibrio mental que permita el desarrollo del sujeto desde la perspectiva
biopsicosocial.
Pero
si la frase hace referencia a que demandamos demasiados recursos para nuestras
necesidades reales y que la insaciabilidad del sujeto le lleva a una demanda
excesiva, que no es posible completar y que por ello se sentirá frustrado y en
continuo conflicto, la cosa tiene otro sentido. La codicia exacerbada no podrá
ser satisfecha y, por ende, esa insatisfacción devendrá en infelicidad.
Ahora
bien, el ser humano es dual; es decir, tiene un aspecto individual y otro
social. El individual está más relación con su interioridad y su esencia como
sujeto y el social con el entorno, con las normas que rige la sociedad en la
que vive y con su integración en la misma. Por tanto los principios y
valores de esa sociedad andarán
influyendo en su forma de ser, de actuar y de concebir la existencia en relación
a sus semejantes. Podemos considerar que es un sujeto con sus características
personales diferentes al resto, con su idiosincrasia personal, que se somete a
un aprendizaje a lo largo de su vida, al que llamamos educación, para asimilar la
cultura de esa sociedad, mediante la introyección de conceptos, ideas,
conductas, valores, credos, normas, leyes, formas de relacionarse, etc.
En
este sentido hay sociedades más o menos felices en función del nivel de
felicidad que tengan sus integrantes. Es más, creo que las culturas sociales
que potencia la competitividad salvaje llevan a sus hijos a la infelicidad, pues
solo es uno el campeón. Falta introducir el concepto de tolerancia a la
frustración como forma de gestionar el fracaso sin que apareciera esa comparación
exacerbada con los demás. En todo caso la competitividad debería ser matizada
por las capacidades que cada cual tenga para ejercer la actividad en que se
compite, introduciendo el cariz de la competitividad consigo mismo. La
superación personal no está únicamente relacionada con la competencia con los
demás, sino con la competencia interior, con uno mismo, como forma de alcanzar
cotas de progreso cada vez más elevadas.
Creo
que hay valores y elementos internos que son de mayor importancia que los
externos. La congruencia personal, el equilibrio y la paz interior, la facultad
de reflexión e introyección, la autoimagen y satisfacción personal, la
capacidad de afrontamiento y resolución de problemas, la seguridad y
asertividad, los valores éticos y morales… en suma, la bonhomía del sujeto hace
que sea más factible encontrar la felicidad.
Por
tanto, no solo es más feliz el que menos necesita, también, y sobre todo, el
que es capaz de encontrar la paz a nivel interior y en relación con su medio.
Mira que cosas necesitas, pero no olvides que en tu interior está la esencia que
te acerque a la felicidad mediante la gestión de todo aquello que se relaciona
con ese medio y contigo mismo. Hoy no se nos deja meditar, no se nos permite
pensar, nos dejamos arrollar por la corriente de un mundo vertiginoso que nos
arrastra a la locura de perder la identidad personal para hacernos borregos del
redil que marcha al matadero, es decir, a la infelicidad producida por la
envidia, por la competencia, por el materialismo consumista, por todo aquello que
mantiene el orden establecido, donde el dinero es el dios menor que lo impregna
todo. Nuestro mundo interior está cerrado, no tenemos tiempo para nosotros,
para crecer personal e intelectualmente. ¿Quién gana con ello? Seguro que
ellos, los otros, los que nos arrastran por esa corriente. Nosotros seguiremos
perdiendo hasta que dejemos de ser mediocres y nos elevemos al hombre idealista
que piensa, crea, discierne y concluye para transitar en el camino que se hace
al andar enriqueciéndose en el trayecto hasta el final de su vida… o sea, hasta
que seamos libres, o tengamos la libertad necesaria para gestionar nuestro
interior y conducirlo desde nuestra congruencia interna por el camino de la
felicidad.