El sol entre palmeras |
Hacía tiempo, mucho tiempo, que no
visitaba Trayamar y Algarrobo Costa. He pasado por allí muchas veces, pero
nunca paré, salvo en alguna ocasión, también hace bastantes años, a comer los
típicos “pescaitos fritos”, sacados por el copo en esa misma playa, en el
restaurante el Kilómetro, que creo ya no existe. Hoy hemos comido en un
restaurante (Mesón Los Lobos) donde sirven unas excelentes carnes. Al
frente el viejo y recordado campo de futbol donde jugué hace mucho tiempo;
sobre el mismo, el vetusto edificio, casi centenario, que nos acogió.
Corría el curso 1963-4; estudiaba en
Trayamar. Me viene a la memoria ese campo de futbol, las clases, la alberca que
usábamos a modo de piscina, la playa y aquellos baños, donde un chico de
interior, a sus 12 años, andaba descubriendo el mar, su fuerza, su olor y sabor
salado y yodoso, y su traidora resaca y oleaje. Casas de pescadores a pie de
playa, casi batidas por las olas. Arena negra, pizarrosa, con una manta de chinos,
o molestos guijarros, dificultando el
tránsito. El canto de las olas amenazantes, como queriendo comerse la playa,
ganando terreno en la orilla y volviendo a ceder en la batalla tras la pleamar.
Maravilla de visión para un niño salido de las profundidades de tierra adentro,
tierra seca, del olivar y la sierra, de las huertas del Genil, que no había
imaginado nunca aquel juego perverso y amoroso a la vez, de continua seducción
entre el agua que regaba la falda de la tierra, que la absorbía en un deseo
controladamente libidinoso, rechazando los excesos a su inmenso cubil marino, y
la arena entregada al juego de la orilla. La ola que rompe en una corona de
espuma, retando el manso equilibrio de las aguas serenas, como reclamando un
deseo de nuevas experiencias, de asomarse al borde y vislumbrar el sólido
horizonte que, estoicamente, resiste su acometida.
Vista general de la playa |
Ese maridaje de caricias, de
agresividad cuando acomete, se convierte en seductor mimo al retirarse… es la
pasión de la embestida, queriendo penetrar sobre la tierra, y el relajo
sosegado poscoital, que le lleva a volver a su estado inicial. Tierra y agua,
vigilados y apoyados por el sol, e influenciados románticamente por la luna,
dan la vida. Del mar surgió la vida y agua somos en un 73%; tal vez por eso, la
magia de la mar nos arrebate, nos atrae con el ritmo de sus olas, su fragancia,
el frescor de la brisa que nace entre su falda y la melodía de sus olas al
romper contra la playa. Inmenso mar de vida que nos nutre con sus peces y sus
aguas en un simbólico cosmos donde somos una sola gota en tanta agua. Son
amoroso ejemplo de seducción continua; a
veces tormentoso, embravecido y amenazante, queriendo el oleaje devorar las
playas y arenales que bordean; otras, sereno, sosegado, pleno de caricias y
dulzuras, de halagos y requiebros en plena armonía que se rompe ante el envite
de otros elementos que quieren destrozar ese embeleso con ráfagas de viento,
lluvias y tormentas, descontentos, o puede que envidiosos, de ese mundo de paz
y de encuentro entre el agua de la mar y la arena de la playa con sus besos.
Ahora, a mis sesenta y pocos años, veo esto. De niño, en mi asombro, descubrí
placeres diferentes, el baño en las saladas aguas, el juego con las olas, la
arena, el sol y los amigos.
Aspecto de esa playa y sus casas en 1963 |
Recuerdo aquél día, que guardo en
mis secretos por orgullo, en que estuve a punto de sucumbir bajos las aguas.
Apenas sabía nadar, jugaba a la pelota,
había resaca, y esta se escapó sobre las olas en un tiro infortunado que no
pude retener. Perseguí el balón a nado, con brío hasta alcanzarlo, cuando
intentaba cogerlo ya había aprendido de los peces y se escabullía resbalando
entre mis manos siguiendo rebelde su camino, huyendo de aquellos chiquillos
gritones y desvergonzados que jugaban con él. Cuando quise darme cuanta estaba
lejos, el balón huía y me faltaban las fuerzas para volver, empecé a tragar
agua y, con gran esfuerzo, logré acercarme a la playa hasta poder hacer pie.
Temblaba de miedo, supongo, había visto la tétrica cara de la parca a la vez
que aprendido una lección basada en la prudencia y en el respeto a la mar y a
su enigmático poder. Luego nos hicimos amigos, navegué sobre sus aguas, volví a
jugar con ellas respetuosamente y evito irritarlo cuando anda cabreado, pues el
miedo y el respeto se siguen conjugando en mi inconsciente.
Vista actual del mismo lugar |
Hoy, al volver a ese mismo lugar,
brotó en mi mente la memoria y volví a sentir lo ya vivido, pero visto desde la
atalaya que te da la madurez que se fragua a lo largo de tu historia. La zona
es otro mundo, la arena es un paseo acerado, con palmeras, y las viejas casas
de pescadores han pasado a ser nuevas construcciones donde se conjugan los
locales comerciales con viviendas más en consonancia con las nuevas
necesidades. Solo se identifica la vieja torre almenara, vigía del pasado ante
las temibles incursiones del corsario. Ahora se le ve acomplejada, entre
grandes mastodontes de hormigón, viviendas en plantas superpuestas que le miran
indiferentes desde la altura de sus terrazas, oteando el horizonte con mayor
profundidad de la que ella tuviera jamás. Achicada y escondida entre edificios,
se ha de buscar para encontrarla, pero no perdió su belleza, su personalidad,
que por mucho que quieran arrebatarle los nuevos edificios nunca lo
conseguirán. Sólida, redondeada y coqueta
reta orgullosa al presente, desde el nostálgico pasado cargado de
enigmas y fantasías guerreras en batallas sangrientas de piratas que buscan el
botín en lejanas tierras. Jubilada, tranquila, en plena playa, en zona
residencial, parece que la vida le otorgó el beneficio del descanso merecido
por sus largas y tremendas luchas del pasado.
El torreón escondido |
Luego, volviendo al presente, me
deslumbra la visión de la costa con un sol que apuntando hacia poniente,
escondido entre palmeras, se permite lanzar entre las hojas sus deslumbrantes
rayos cegadores resistiendo el acoso de la tarde. Pensé en los cuatro amigos de
aquella foto del 63 y en el grupo de sesentones que, ahora, andábamos paseando
junto al mar. Cincuenta años largos dan mucho que pensar y mucho que observar,
cincuenta años se notan en la cara, en los cuerpos y en las vidas… cincuenta años
son un largo camino recorrido que te lleva a pensar cómo fue el trayecto de la
vida y su contento.
Tomamos café, charlamos y nos
fuimos de nuevo a la realidad de nuestras casas. La vida sigue en este tiempo y
el pasado solo es eso, pasado, nostalgia juvenil e inicio del tránsito al
futuro del ayer, que es el presente.