Hace
un mes presenté un relato al concurso de la Asociación Malagueña de Escritores
(AME), resultando premiado con el primer accésit, lo que, dado que es la primera
vez que participo en este tipo de ejercicios, me deja un buen sabor de boca. Tal
vez sea demasiado cándido, pero he pretendido, desde una historia totalmente
ficticia, establecer una línea de gestión del conflicto entre parejas, tan de
moda en la actualidad por las escaladas simétricas, que lleva al resultado
final a través de las vicisitudes y vivencias que reflejo. Espero, en todo caso, vuestros comentarios…
Y si el amor estuviera en el aire…
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El conflicto
He
de reconocer que las cosas no iban bien. Después de 20 años de matrimonio, tres
hijos e infinidad de encuentros y desencuentros, nuestra relación estaba cogida
con finos hilos que amenazaban con romperse al menor requiebro de tensión. La
relación sexual, esporádica e insatisfactoria, sembraba la duda de la
infidelidad constantemente y la evolución personal había sido, digamos,
divergente; nuestros gustos no habían progresado en la misma dirección y los
lugares de encuentro se achicaron casi hasta desaparecer. Los amigos comunes
eran una válvula de escape, pero, a veces, el exceso de expresiones afectivas
despertaba conflictos de celos y desconfianzas, sobre todo cuando la mirada de
Enrique y su empalagosa e insistente verborrea atrapaba la atención de Encarna.
Ella, para defenderse con su ataque, me acusaba de ser receptor consentido de
las miradas lascivas de Isabel que, a su parecer, me comía con los ojos.
Pensándolo
fríamente, existía una incongruencia. Algo que no encajaba. Si estaba roto el
amor, a qué venían aquellas expresiones de celos y desconfianzas… En lo más
profundo estaba convencido, al menos yo, de que latía la llama que nos abrasó
en su tiempo. Qué extraña sensación me embargaba llevado en volandas por los
celos. Le daría de puñetazos a aquel estúpido de Enrique con su patético
discurso seduciendo a Encarna, que jugaba conmigo, haciéndome un daño que
clamaba venganza y que me enervaba mostrando falsa indiferencia ante sus actos.
El resquemor del alma, el sufrimiento psicológico, el desaliento viendo
desmoronarse mi proyecto de vida, nuestro proyecto, chocaba con mi orgullo de
hombre, que se negaba a afrontar la situación reconociendo sus errores y buscar,
en humildad, una salida al conflicto, una aproximación intentando empatizar con
ella. Tal vez esa evolución personal divergente, a la que me he referido, fuera
una forma de escape-huída del conflicto.
Y
así transcurrían los días y los meses, con el desasosiego, con la tristeza, con
la ansiedad que genera la impotencia y su inercia incontrolable. El arsenal
estaba repleto de armas y bombas explosivas que fueron almacenándose con el
tiempo, que surgían ante cualquier situación de conflicto y eran arrojadas
cruelmente, sin compasión. Reproches y más reproches, desencuentro tras
desencuentro. Agresiones verbales, cargadas de recriminaciones, saltaban de un
lado a otro, rebotando, tocando y hundiendo al adversario, cuando se podía. La
guerra estaba servida…
La
última “pelotera” fue de espanto. Las acometidas verbales habían subido de tono
y las descalificaciones y desencuentros se potenciaron, apareciendo el riesgo
de ataque físico, si bien no llegó a darse. Las riñas y trapos sucios afloraron
cargando el ponzoñoso aire de reprobaciones. Se enumeraron uno a uno los
desaires y ofensas acumuladas a lo largo de los últimos quince años, incluso se
sembró la duda malintencionada sobre el amor inicial. Los intentos de irrupción
y control de la libertad del otro fueron censurados y empezamos a exigir unos
niveles de independencia que permitieran una relación más autónoma, en
detrimento del espacio común o compartido, que hasta ahora veníamos respetando
relativamente.
La situación era insostenible, afectaba el estado anímico de toda la familia, pero especialmente a nuestros hijos menores. Tanto Alberto como Eusebio, mostraban su inseguridad y miedo constantemente, que se manifestaba en su bajo rendimiento académico reflejado en las notas del pasado curso. Isolda, sin embargo, a sus 18 años, había aprovechado el conflicto para sacar tajada y se nos empezaba a escapar de las manos el control de su conducta. Cuando se le reprobaban sus llegadas a casa a horas intempestivas de la anoche, solía lanzar pelotas fuera y decía que lo suyo era la huida del infierno que habíamos creado en casa. En una ocasión, sin previo aviso, no se presentó a dormir y solo tuvimos noticias de ella cuando Encarna, al no encontrarla en su habitación a la mañana siguiente, le llamó y con voz somnolienta, Isolda, le espetó malhumorada que se había quedado a dormir en casa de una amiga. Al presentarse en casa descubrimos la evidencia de las marcas que denotaban una noche de amor y encuentro pasional. A mí, personalmente, me produjo un inmenso dolor. A los padres, especialmente, nos cuesta mucho aceptar que nuestras hijas mantengan contactos sexuales con sus “compañeros” a esa edad. Pero aquella guerra la estábamos perdiendo. Dedicábamos tanto tiempo a la mala gestión de nuestro propio conflicto de pareja que habíamos obviado la presencia y necesidades de nuestros hijos. Ellos, mientras tanto, navegando en solitario en un bajel sin rumbo fijo y, con las velas tendidas al viento, solo se dejaban llevar por la brisa, la tempestad o el viento huracanado que corriera en ese momento, a la deriva sin orden ni concierto.
Ya quedaban muy lejos aquellas épocas de amor y de pasión que nos hicieron vivir momentos inolvidables. Lo nuestro fue un flechazo de corte académico, ajustado, de libro. Yo viví esa etapa como la más hermosa de mi vida, ella decía experimentar lo mismo y compartir los sentimientos y emociones que brotaban a raudales en nuestros encuentros. Solo vivíamos el uno por y para el otro. Los días eran largos y tediosos en la ausencia y cortos y fugaces en el encuentro. Su piel tenía un resorte que, al tocarla, despertaba pasiones y deseos inconfesables, sus ojos una mirada penetrante, un rayo láser que tocaba y derretía mi corazón en un instante. La vida sin ella no era nada, con ella lo era todo. Los encuentros furtivos de pasión se colmaban de deseos irrefrenables y, al amparo del contacto, nuestra energía buscaba la eterna fusión en una sola entidad, cargada de armonía y afinidad. ¡Qué éxtasis! No podíamos, ni queríamos, dejar escapar esa fantasía, ese mágico estado, que nos elevaba al infinito del embeleso. Entonces decidimos unirnos para siempre, eternamente, convencidos de la férrea estructura que ensamblaba nuestras vidas en un solo destino hasta el infinito. Aquello no era como otras veces, amores pasajeros, de temporada y de fraude, de frustración, descontento y desencanto, de pasiones efímeras; aquello era distinto, tenía el marchamo y garantía del encuentro definitivo, del complemento perfecto. Delante de todo el mundo, amigos, familia e invitados, hicimos la gran promesa de amor eterno, de fidelidad y entrega, de matrimonio.
Lógicamente, las cosas cambiaron, los problemas se multiplicaron y la responsabilidad que conlleva un hogar empezó a agobiarnos. Hicimos frente a todo con la valentía del enamoramiento; osadamente y sin complejos, nos implicamos por igual en la nueva lucha. Las inseguridades y dudas de uno las compensaban las certezas del otro, los miedos se afrontaban y diluían en aquella extraña comunión entre ambos que podía con todo contratiempo. Así rodamos por la vida durante muchos años, sin darnos cuenta del camino y el efecto de sus baches en el carro del amor.
A los dos años irrumpió como un torbellino en nuestra casa Isolda. Fue el sello de nuestro amor, el testigo viviente donde confluía todo nuestro proyecto. También aportó problemas su cuidado. Nuestra inexperiencia se suplía con dedicación, aunque, a veces, afloraba el conflicto por divergencia de criterios. El trabajo de ambos permitía una economía desahogada, aunque nos apartaba relativamente de los niños y de la vida familiar.
No sé como, con el tiempo, se fue descomponiendo todo. El enamoramiento se diluyó como un azucarillo en el agua. Las cosas del otro, que antes parecían graciosas, fueron catalogándose como insustanciales para pasar luego a reprochables. La desconfianza e inseguridad se fue instaurando en la casa, hasta elevarse a sospecha celotípica irracional. Pensándolo bien creo que cada uno de nosotros empezó a pensar que la dilución del enamoramiento era porque otra persona se había atravesado en nuestro camino y había embelesado al otro. Se bloqueó la comunicación por miedo a despertar más violencia y nos refugiamos en el aislamiento. Se instauró un estatus de soledad compartida y, entonces sí que se constataron las infidelidades, siempre al amparo de la búsqueda de lo perdido, de un lugar de refugio en otra persona que te apoyara y comprendiera. A veces solo era necesario que te escuchara para reafirmarte en tu discurso, así te mantenías en los propios errores donde el furtivo sacaba su ventaja.
El último verano había sido catastrófico. Las malas notas de Alberto y Eusebio y la rebeldía de Isolda nos pusieron sobre las cuerdas. Si eso se sumaba al refugio que buscaba constantemente Alberto en el ordenador y la apatía y tedio que mostraba Eusebio, concluimos que la situación era insostenible. Habíamos desconectado entre nosotros y mostrado nuestra incompetencia para gestionar los conflictos, pero dentro, en lo más profundo, se adivinaba que el amor no había muerto, el deseo se reprimía para que no se entendiera como una claudicación y el sufrimiento psicológico de ambos denotaba que el rescoldo persistía.
Tras sopesar la separación y divorcio, decidimos quemar el último cartucho y establecimos un acuerdo, propiciado por un psicólogo, para tratar todos los temas y sanar las heridas que pudieran haberse abierto con las situaciones de conflicto. Ello implicaba abordarlo todo con franqueza, empatizando y usando la escucha activa como medio de comprensión del razonamiento del otro. El psicólogo nos dio unas pautas para facilitar la relación y el intercambio de opiniones y pensamientos de cada cual, sin que saltaran las chispas. Era evidente que el contexto y el ambiente debían ser propicios para ello, por lo que decidimos retirarnos a un lugar que, con su envoltura bucólica, lo facilitara. Dejamos los niños al cargo de los abuelos, que estaban viviendo dramáticamente la situación y nos apoyaron en la decisión del retiro, y reservamos hotel en la Sierra de Cazorla con la intención de pasear por el bosque y reencontrarnos en la naturaleza. Era octubre y muchos los desplazados para ver el espectáculo impresionante de la berrea. Nosotros, además, cargábamos con la preocupación por los niños, sobre todo por el comportamiento de Isolda, que había acogido el proyecto con satisfacción y mostrado un apoyo sospechoso.
La conversación durante el viaje fue anodina, flotaba en el aire un miedo o temor a no saber controlar los términos en que debía desarrollarse. Parecíamos dos colegiales tímidos sin saber que decirse. Cuando llegamos al hotel, a la vista del ambiente, nos comentaron que no deberíamos perdernos la exhibición espectacular de la berrea. Decidimos cenar algo ligero e irnos a la cama, pues el cansancio del viaje era evidente, además habíamos concertado acudir temprano al bosque para la berrea. La conversación versó sobre los niños y los planes del día siguiente sin mayores profundidades.
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El
encuentro
Sobre las ocho de la mañana iniciamos la marcha equipados para caminar por el monte, con los prismáticos y cámara de fotos, agua y algo de comer en la mochila y la sensación rara de no saber cómo acometer la asignatura pendiente, el diálogo para el que nos habíamos organizado el viaje.
Pronto quedamos arrebatados por el esplendor del bosque, que se mostraba impresionante. Sus hojas caducas empezaban a teñir de un marrón oro algunas isletas de arboleda; la brisa acariciaba nuestro rostro tan intensamente que, a veces, su gélida mano sembraba el semblante de pálido, con su hálito frío cargado en la noche. El aire estaba henchido del trino diverso de mil avecillas que empezaban a estimular el día y la vida en la espesura. Observamos alguna que otra ardilla que, curioseando, jugaba saltando entre ramas en plan cotilleo. Después nos miraba indagando las causas de nuestra visita a deshoras. El bosque despertaba, se desperezaba, en su mundo de fantasía y en pleno equilibrio con su ecología. Armonizaba el aroma, la brisa, el rocío, los trinos y cantos de sus moradores en un bucólico ambiente que te detraía de todo lo externo y te imbuía en su esplendor y belleza. La flora hacía de comparsa en danza ficticia, llevada por el suave empuje del viento que la amenizaba. Los pinos, quejigos, chopos y fresnos, robles, sauces y tejos se acompasaban al ritmo del aire con su gallardía. Nosotros, como colegiales, quedamos prendidos del encantamiento.
Mientras buscábamos los calveros adecuados para poder observar el encuentro de lucha y pasión que se forja en la berrea, nos fuimos diluyendo en otra dimensión, donde todo lo exterior no tenía el sentido dramático que le habíamos dado a nuestra vida, donde el bosque se estaba aliando para facilitar nuestra fusión en un reencuentro con nosotros mismos. La naturaleza nos estaba ofertando el marco ideal para ese reencuentro. Pero todavía el muro interpuesto era infranqueable y ausente el dialogo que se pretendía.
Entonces empezamos a oír el berrido imponente de los ciervos. Fuimos observando como, elevando sus corvas, con sus bramidos, mostraban su reto, marcaban su campo con orines y se disponían al combate ante cualquiera que pretendiera arrebatarle su derecho a montar a las hembras de su harén y territorio. La danza empezaba. Las hembras esperaban pacientes, observando el desarrollo de los acontecimientos. Sabían que el más fuerte, aquel que ganara la lucha, las cubriría para garantizar la robustez y salud de los cervatillos que luego tuvieran. Ellos, sabiendo lo que se jugaban, inician el baile de la seducción y van exhibiendo todo el poderío de que son capaces. Yo, en mi abstracción, me di al pensamiento de esa atracción. Hasta Darwin entendió que en la seducción, mediante el cortejo, se plasma el sentido de la evolución; el más poderoso, el mejor dotado, el astuto y sagaz será el elegido para procrear.
Nosotros, a cubierto desde la espesura, con el vello erizado, tensa la mirada, el corazón a galope tendido, la emoción inundando todos los sentidos, nos dimos la mano para enfrentar ese reto cargado de miedo y espectáculo que se avecinaba. Por primera vez, desde hacía tiempo, se habían buscado las manos para sellar una nueva alianza ante aquello, que nos asustaba y, a la vez, arrebata el aliento. Algo está cambiando, algo nos decía que aquella experiencia podría llevarnos de nuevo al encuentro sin mediar palabra.
De pronto, en pleno calvero, se trabó la lucha. Dos machos inmensos se enzarzaron en franco combate para debatir de quien era aquello. El chasquido de las astas, el empuje y la desenfrenada pugna mantenía el calvero en pleno silencio. Expectantes todos, hasta las ardillas y los pajarillos se quedaron quietos y mudos de sobrecogimiento. La tensión se cortaba en el aire. La excitación era todo un hecho. La sangre fluía por las venas despertando la pasión y el deseo nada más que verlo. Denodadamente se fueron midiendo y al final, al cabo de un tiempo, quedó derrotado el más joven de ellos. El otro, tras vencerlo, quedó sin resuello y pavoneándose buscaba e incitaba a las hembras a gozar del éxito.
En ese momento, sin apenas haberlo notado, nos vimos unidos y entrelazados, cargados de una excitación impredecible. Nos miramos a los ojos y descubrimos por nuestras pupilas brotar el anhelo. Sin hablar siquiera nos dimos un beso, el beso más hondo que yo me recuerdo. Los cuerpos temblaban, las manos volaban buscando el encuentro, la boca quería comernos a besos y de mutuo acuerdo, sin verbalizarlo, nos llevó el deseo, la ropa voló y entre matorrales, a la sombra y amparo del bosque, nos dimo al sexo. Nunca había vivido un mejor encuentro, casi con violencia, desmedida fuerza y la agitación que despierta el carnal deseo, montados a lomos de la excitación, fuimos poseyéndonos con ritmo salvaje, el ritmo que infunde la pugna feroz de aquella berrea que fue el detonante de todo el proceso. En llegado al éxtasis, a la par y en ello, Encarna me dijo con voz sensual: ¡Que jodido eres y cuánto te quiero! ¡Oh, Dios! Cómo lo recuerdo y al instante me brota de nuevo ese ardor por dentro. Sí, hicimos el amor... o acaso empezamos a hacerlo, a construir desde allí el amor verdadero.
Después nos miramos entre risotadas y, tras explorarnos las heridas de guerra que había en nuestro cuerpo, arañazos de nosotros mismos y de la maleza, que la agitación nos fue produciendo, nos fuimos vistiendo. El muro se había derretido y solo con mirarnos empezamos de nuevo a entendernos. Qué cosa más linda, cómo era aquello que desde el aislamiento habíamos pasado, en un salto inmenso, hasta reencontrarnos con los viejos tiempos. Y entonces empezó de nuevo a fluir el verbo; hablamos de todo durante el regreso. De malentendidos y de sufrimientos, de las frustraciones y los descontentos, de nuestro proyecto y de nuestros hijos, de todo lo que nos unía y no supimos nunca comprenderlo. Después empezamos a hacer más proyectos, a dejarnos llevar por aquel reencuentro que nos permitía empezar de nuevo. ¡Qué tontos que fuimos dejando apagar tantos sentimientos! Ahora, desde los rescoldos, con la mágica brisa del bosque y su entorno, un soplo de amor los ardió de nuevo y nos prometimos llegar a entendernos, pensar en los hijos, volvernos más tiernos, abrir la ventana y arrojar por ella todos los fantasmas que nos obcecaron y nos dividieron. Luego, juntos de la mano, caminando fuimos en un embeleso.
Ya en el hotel, más pausadamente, bordando caricias en torno a los cuerpos, lo hicimos de nuevo. Luego por la noche, rompiendo la luz de la luna, y al amanecer, al clarear el día, sellando el pasado y abriendo un futuro ahora descubierto. Desde entonces ha cambiado todo, la gente nos mira y les cuesta creerlo. Los empalagosos Enrique y lasciva Isabel desaparecieron, como respetando el terreno que ganamos en la lucha que se dio en aquel calvero. Desde entonces tenemos la fuerza del ciervo, el encanto y la magia del bosque y sus melodías que nos empujaron de nuevo al encuentro; y ella, en su mirada, un rayo de luz que vuelve a tocarme y derretirme el corazón en cuento lo pienso. Ahora tenemos un reto, empezar de nuevo y, con todo lo hecho, dotarnos del sabio sentido que nos llene de amor verdadero.